CATEDRA DE TEORÍA PSICOANALÍTICA

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LA TÉCNICA PSICOANALÍTICA

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Sigmund Freud

Análisis fragmentario de una histeria

(El caso Dora)

Traducción: Luis López Ballesteros

SIGMUND FREUD

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Análisis fragmentario de una histeria. (Caso «Dora»)

1901 [1905]

Introducción (a la edición de 1925 de «Historiales Clínicos»)

Al disponerme hoy (1925), después de un largo intervalo, a apoyar las afirmaciones

por mí sentadas en 1895 y 1896 sobre la patogénesis de los síntomas histéricos y los

procesos psíquicos de la histeria con la exposición detallada de un historial clínico, creo

imprescindible iniciar esta labor con un breve preámbulo, destinado, en primer lugar, a

justificar desde diversos puntos de vista mi conducta pretérita y presente en cuanto a la

publicación de tales documentos, y en segundo, a reducir a una modesta medida las

esperanzas que en aquélla pueden fundarse. Ya fue ciertamente muy espinoso tener que

publicar los resultados de mi labor investigadora, que a más de resultar harto sorprendentes

y de naturaleza nada grata, no podían ser objeto de comprobación alguna por parte de mis

colegas de Facultad. Apenas lo es menos ahora comenzar a ofrecer al juicio general una

parte del material del que hube de extraer tales resultados. Si antes se me reprochó no

comunicar dato alguno sobre mis enfermos, hoy se me reprochará hacer público algo que el

secreto profesional impone silenciar. Espero, sin embargo, que habrán de ser las mismas

personas las que de este modo cambien de pretexto para sus reparos, y renuncio por

anticipado a desarmar jamás a tales críticos.

De todos modos, aun prescindiendo por completo de semejantes malquerencias

incomprensivas, la publicación de los historiales clínicos me plantea graves dificultades, de

orden técnico en parte, y en parte derivadas de sus mismas circunstancias intrínsecas. Si es

cierto que la causación de las enfermedades histéricas reside en las intimidades de la vida

psicosexual de los enfermos y que los síntomas histéricos son la expresión de sus más

secretos deseos reprimidos, la aclaración de un caso de histeria no podrá menos de

descubrir tales intimidades y revelar tales secretos. Es indudable que los enfermos habrían

silenciado unas y otros a la menor sospecha de que sus confidencias habían de ser

científicamente aprovechables, y desde luego sería inútil solicitar su autorización para

publicarlas. En estas circunstancias, las personas de fina sensibilidad y las de escasa

resolución situarían en primer término el secreto profesional y renunciarían a todo intento

de publicación, lamentando no poder prestar en este punto servicio alguno a la ciencia.

Mas, por mi parte, opino que la profesión médica no impone sólo deberes para con los

enfermos individualmente considerados, sino también para con la ciencia, o lo que es lo

mismo, para con el gran núcleo de individuos que padecen igual dolencia o la padecerán en

lo porvenir. La publicación de aquello que uno cree saber sobre la causación y la estructura

de la histeria se nos impone entonces como un deber, y si podemos cumplirlo evitando todo

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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perjuicio personal y directo al enfermo, sería una cobardía no hacerlo. En lo que a mí

respecta, creo haber hecho todo lo posible por evitar tales perjuicios a la paciente cuyo

historial clínico motiva estas líneas preliminares. He elegido una persona cuyos destinos

transcurren lejos de Viena, siendo, por tanto, completamente desconocidas sus

circunstancias personales en nuestra capital.

He guardado desde un principio y tan celosamente el secreto del tratamiento, que

sólo uno de mis colegas, digno de máxima confianza, ha podido reconocer en la muchacha

de quien se trata a una antigua paciente mía. Una vez terminado el tratamiento, he detenido

aún la publicación del caso durante cuatro años, hasta haber tenido noticia de un importante

cambio sobrevenido en la vida de la paciente, y que seguramente habría desvanecido su

propio interés hacia los sucesos y los procesos anímicos relatados en el historial. Desde

luego, no ha quedado en todo el relato un solo nombre que pudiese poner sobre la pista a

algún lector ajeno a la clase médica, curiosos indiscretos contra los cuales ya supone una

garantía la publicación del historial en una revista profesional especializada y

rigurosamente científica.

Naturalmente, no puedo impedir que la paciente misma sufra una impresión

desagradable si la casualidad llega a poner algún día en sus manos su propio historial

clínico. Pero, en último caso, no habrá de encontrar en él y acerca de sí misma nada que no

sepa ya de sobra, y reconocerá, además, la imposibilidad de que ninguna otra persona

sospeche que se trata de ella. No ignoro que hay muchos médicos por lo menos en

Vienaque esperan con repugnante curiosidad la publicación de algunos de mis

historiales clínicos, para leerlos no como una contribución a la psicopatología de la

neurosis, sino como una novela con clave, destinada a su particular entretenimiento. Desde

ahora, quiero asegurar a esta especie de lectores que todos los historiales que haya de

publicar aparecerán protegidos contra su maliciosa penetración por análogas garantías del

secreto, aunque tal propósito haya de limitar extraordinariamente mi libre disposición del

material acumulado en muchos años de labor investigadora.

En el historial clínico a continuación expuesto, único que hasta ahora he podido

sustraer a las limitaciones de la discreción médica y a la desfavorable constelación de las

circunstancias intrínsecas, se tratan con toda libertad relaciones de carácter sexual, se aplica

a los órganos y a las funciones de la vida sexual sus nombres verdaderos, y el lector casto

extraerá desde luego de su lectura la convicción que no me ha intimidado tratar de

semejantes cuestiones y en tal lenguaje con una muchacha. ¿Habré de defenderme también

de tal reproche? Me limitaré simplemente a reclamar para mí los derechos que nadie niega

al ginecólogo o más exactamente aún, una parte muy restringida de tales derechosy a

denunciar como un signo de sagacidad perversa o singular la sospecha, en alguien posible,

de que tales conversaciones sean un buen medio para excitar o satisfacer deseos sexuales.

Unas cuantas palabras singularmente acertadas de otro autor acabarán de concretar, mejor

que yo pudiera hacerlo, mi juicio sobre esta cuestión.

«Es lamentable tener que hacer lugar en una obra científica a semejantes

explicaciones y advertencias. Pero no es a mí a quien ello debe ser reprochado, sino al

espíritu contemporáneo, que nos ha llevado hasta el punto de que ningún libro serio posee

hoy garantías de vida» . Pasaré ahora a exponer en qué forma he vencido en este historial

SIGMUND FREUD

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clínico las dificultades técnicas de su comunicación. Tales dificultades son muy arduas para

el médico que lleva adelante diariamente cinco o seis tratamientos psicoterápicos de este

género y no puede tomar nota alguna durante las sesiones, pues despertaría con ello la

desconfianza de los enfermos y perturbaría su propia aprehensión del material

aprovechable. Para mí constituye todavía un problema cómo fijar por escrito, para su

comunicación ulterior, el historial de un tratamiento de larga duración. En el caso presente

vinieron a mi ayuda dos circunstancias: la breve duración del tratamiento tres mesesy

el hecho de que las soluciones del caso se agruparon en torno de dos sueños relatados por la

paciente a la mitad y al final, respectivamente, de la cura, anotados por mí al término de la

sesión correspondiente, ateniéndome a la descripción verbal que de ellos me había hecho la

enferma, y que me proporcionaron un seguro punto de apoyo para desentrañar la trama de

interpretaciones y recuerdos a ellos ligada. El historial clínico mismo lo escribí una vez

terminado el tratamiento, cuando su recuerdo conservaba aún absoluta claridad en mi

memoria, estimulada, además, por mi interés en publicarlo. Entraña, pues, máximas

garantías de exactitud, aunque no pueda aspirar a la absoluta fidelidad de una reproducción

fotográfica. Nada esencial he alterado en él. Sólo, en algún lugar, la sucesión de las

soluciones, y ello para dar una mayor coherencia a la exposición.

Anticipándome a los lectores, precisaré ya lo que en mi relato habrán de encontrar y

lo que en él echarán de menos. Al principio pensé titularlo Los sueños y la histeria, porque

me parecía extraordinariamente apropiado para mostrar cómo la interpretación onírica se

entreteje en el historial del tratamiento y cómo logramos, con su ayuda, segar las amnesias

y llegar a la solución de los síntomas. No sin razones muy fundadas hice preceder, en 1900,

un laborioso y penetrante estudio de los sueños a los trabajos que me proponía publicar

sobre la psicología de la neurosis, si bien, por otra parte, la acogida que encontró dicho

estudio me hiciera ver cuán escasa comprensión pueden esperar semejantes esfuerzos por

parte de mis colegas de Facultad. En este caso, no podía ya objetarse la imposibilidad de

comprobar mis afirmaciones por silenciar yo el material del que las había deducido, pues

todo el mundo puede someter a la investigación psicoanalítica sus propios sueños, y la

técnica de la interpretación onírica no es nada difícil de aprender siguiendo mis

indicaciones y los ejemplos por mí expuestos. Hoy, como entonces, he de afirmar que el

estudio de los problemas de los sueños es condición previa indispensable para la

comprensión de los procesos psíquicos de la histeria y de las demás psiconeurosis.

De tal manera que resulta imposible adentrarse en este último sector sin haber

cumplido a conciencia aquella labor preparatoria. Por tanto, como el presente historial

clínico presupone un conocimiento de la interpretación de los sueños, su lectura dejará una

impresión muy poco satisfactoria en aquellos en quienes no se cumpla tal condición. En

lugar de la explicación buscada hallarán tan sólo motivos de extrañeza y proyectarán ésta

sobre el autor, tachándole de fantástico. En realidad, las singularidades que engendran tal

extrañeza son inherentes a los fenómenos de la neurosis, y sólo podríamos desterrarla

totalmente si consiguiéramos derivar sin residuo alguno la neurosis de los factores a cuyo

conocimiento hemos llegado hasta ahora. Pero lo más probable es, por el contrario, que el

estudio de la neurosis haya de llevarnos a nuevas hipótesis que podrán ir convirtiéndose

luego, paulatinamente, en certidumbres. Y lo nuevo ha despertado siempre extrañeza y

oposición.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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Sería erróneo creer que los sueños y su interpretación alcanzan en todos los

psicoanálisis la misma importancia que en este ejemplo. Pero si el historial clínico que

sigue muestra una riqueza excepcional en cuanto al aprovechamiento del material onírico,

resulta, en cambio, en otros puntos más pobre de lo que yo hubiera deseado. Sólo que sus

defectos sé hallan directamente enlazados con aquellas circunstancias a las que se debe la

posibilidad de publicarlo. Ya he hecho constar que no había encontrado aún manera de

dominar el material de un tratamiento prolongado, por ejemplo, a través de todo un año.

Este historial de sólo tres meses era fácil de recordar y de abarcar en conjunto. Pero sus

resultados han sido incompletos en más de un sentido. El tratamiento no fue llevado hasta

su último fin, pues quedó interrumpido por voluntad de la paciente al llegar a un punto

determinado, y en tal momento no habían sido siquiera atacados algunos de los enigmas del

caso y sólo incompletamente aclarados otros, mientras que la continuación de la labor

terapéutica hubiera penetrado seguramente en todos los puntos hasta la última aclaración

posible. No puedo ofrecer aquí, por tanto, más que el fragmento de un análisis.

Quizá algún lector familiarizado ya con la técnica del análisis, expuesta en mis

Estudios sobre la histeria, se asombrará de que en tres meses no nos fuese posible llevar a

su última solución siquiera los síntomas sobre los cuales convergió la investigación. Para

disipar semejante extrañeza advertiré que la técnica psicoanalítica ha sufrido una

transformación fundamental desde la época de los Estudios. Por entonces, el análisis partía

de los síntomas y se proponía, como fin, ir solucionándolos uno tras otro. Posteriormente he

abandonado esta técnica por parecerme inadecuada a la estructura sutil de la neurosis.

Ahora dejo que el paciente mismo determine el tema de nuestra labor cotidiana. Parto así,

cada vez, de la superficie que lo inconsciente ofrece de momento a su atención, y voy

obteniendo fragmentado, entretejido, en diversos contextos y distribuido entre épocas muy

distantes todo el material correspondiente a la solución de un síntoma. Mas, a pesar de esta

desventaja aparente, la nueva técnica es muy superior a la primitiva, y sin disputa, la única

posible. Ante lo incompleto de mis resultados analíticos, me vi obligado a imitar el ejemplo

de aquellos afortunados investigadores que logran extraer a la luz los restos, no por

mutilados menos preciosos, de épocas pretéritas, completándolos luego por deducción y

conforme a modelos ya conocidos. Me decidí, pues, a proceder, análogamente, aunque

haciendo constar siempre, como un honrado arqueólogo, dónde termina lo auténtico y

comienza lo reconstruido.

De otra distinta insuficiencia soy yo directa e intencionadamente culpable. En

efecto, no he expuesto, en general, la labor de interpretación que hubo de recaer sobre las

asociaciones y comunicaciones del enfermo, sino tan sólo los resultados de la misma. De

este modo, y salvo en lo que respecta a los sueños, sólo en algunos puntos aparece detallada

la técnica de la investigación analítica. Con este historial clínico me importaba

especialmente mostrar la determinación de los síntomas y la estructura interna de la

neurosis. Una tentativa de llevar a cabo simultáneamente la otra labor hubiera producido

una confusión irremediable, pues para fundamentar las reglas técnicas, empíricamente

halladas en su mayor parte, hubiera sido indispensable presentar reunido el material de

muchos historiales clínicos. Sin embargo, en el caso presente no debe creerse que la

omisión de la técnica haya abreviado gran cosa su exposición. Precisamente en el

tratamiento de esta enferma no hubo lugar a desarrollar la parte más espinosa de la labor

SIGMUND FREUD

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psicoanalítica, pues la «transferencia afectiva» de la que tratamos brevemente al término

del historial no llegó a emerger en el breve curso de la cura.

De una tercera insuficiencia de este historial no puede ya hacérseme responsable, ni

tampoco a la enferma. Lo natural es, en efecto, que un solo y único historial, aunque fuese

completo e indiscutible, no pueda dar respuesta a todas las interrogaciones que plantea el

problema de la histeria. No puede dar a conocer todos los tipos de la enfermedad, las

formas todas de la estructura interior de la neurosis, ni todas las relaciones posibles en la

histeria entre lo psíquico y lo somático. No se puede exigir de un solo caso más de lo que

puede dar. Asimismo, aquellos que hasta ahora se han negado a aceptar la validez general y

exclusiva de la etiología psicosexual en cuanto a la histeria, no llegarán tampoco a una

convicción opuesta con el conocimiento de un solo historial, sino que aplazarán su juicio

hasta haber alcanzado, con una labor personal, el derecho a semejante convicción.

Adición de 1923. El tratamiento cuyo historial comunicamos a continuación quedó

interrumpido el 31 de diciembre de 1900. Su exposición, escrita en las dos semanas

siguientes, no se publicó hasta 1905. No es de esperar que más de veinte años de labor

ininterrumpida no hayan modificado nada en la interpretación y exposición de tal caso

patológico, pero carecería totalmente de sentido querer adaptar ahora la exposición de su

historial, corrigiéndola y ampliándola, al estado actual de nuestro conocimiento. La he

dejado, pues, casi intacta, limitándome a rectificar algunas impresiones sobre las que me

llamaron la atención mis excelentes traductores ingleses, mister y mistress James Strachey.

Las advertencias críticas que me han parecido necesarias las he incluido como adiciones al

historial, de modo que en aquellos puntos en que tales notas no contradicen el texto, el

lector tiene derecho a suponer que sigo manteniendo las mismas opiniones de entonces. El

problema de la discreción profesional, del que me ocupo en esta introducción, no surge ya

en los otros historiales clínicos siguientes , pues tres de ellos se publican con autorización

expresa de los interesados el de Juanito, con la de su padre, y en un caso (Schreber), el

objeto del análisis no es realmente una persona, sino el libro por ella escrito.

En el caso de Dora, el secreto se ha conservado hasta este mismo año. He sabido

recientemente que la sujeto, de la que no había vuelto a tener noticia alguna en muchos

años, había confiado a uno de mis colegas haber sido sometida por mí en su juventud al

análisis confidencia que permitió a mi colega, muy versado en estas cuestiones, reconocer

en su paciente a aquella Dora de 1900. El hecho de que los tres meses de tratamiento

lograran tan sólo solucionar el conflicto de entonces, sin dejar tras de sí una salvaguardia

contra posteriores enfermedades neuróticas, no creo que pueda convertirse honradamente

en un reproche contra la terapia analítica.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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El cuadro clínico

Después de haber mostrado en mi Interpretación de los sueños (1900) que los

sueños son, en general, interpretables y que una vez llevada a término la labor

interpretadora pueden ser reemplazados por ideas irreprochablemente estructuradas,

susceptibles de ser interpoladas en un lugar determinado y conocido de la continuidad

anímica, quisiera presentar, en las páginas que siguen, un ejemplo de aquella única

aplicación práctica de que hasta ahora parece susceptible el arte onirocrítico. En mi obra

antes citada expuse ya cómo llegué a encontrarme ante el problema de los sueños. Se alzó

de pronto en mi camino, cuando intentaba lograr la curación de las psiconeurosis por medio

de un procedimiento psicoterápico especial, y los enfermos comenzaron a comunicarme,

entre otros procesos de su vida anímica, sueños por ellos soñados que parecían demandar

un lugar entre las relaciones del síntoma patológico con la idea patógena. Aprendí por

entonces a traducir al lenguaje vulgar el idioma de los sueños, y actualmente puedo afirmar

que tal conocimiento es indispensable para el psicoanalítico, pues los sueños nos muestran

el camino por el que puede llegar a la conciencia aquel material psíquico que, a causa de la

resistencia provocada por su contenido, ha quedado reprimido y confinado fuera de la

conciencia, haciéndose con ello patógeno. O más brevemente, los sueños son uno de los

rodeos que permiten eludir la represión; uno de los medios principales de la llamada

representación psíquica indirecta.

La presente comunicación fragmentaria del historial clínico de una muchacha

histérica intenta mostrar cómo la interpretación de los sueños interviene en la labor

analítica. Me procura, además, una ocasión de propugnar públicamente y por vez primera,

con toda la amplitud necesaria para su mejor comprensión, una parte de mis opiniones

sobre los procesos psíquicos y sobre las condiciones orgánicas de la histeria. Reconocido,

ya, en general, que para aproximarse a la solución de los grandes problemas que la histeria

plantea al médico y al investigador es preciso un fervoroso y profundo estudio y errónea la

anterior actitud de despreciativa ligereza, no creo tener que disculparme de la amplitud con

que he tratado el tema. Ya que: Nicht Kunst und Wissenschaft allein, Geduld will bei dem

Werke sein (La ciencia y el arte a solas no sirven, en el trabajo debe mostrarse la paciencia;

del Fausto, de Goethe).

Ofrecer al lector un historial clínico acabadamente preciso y sin la menor laguna

supondría situarle desde un principio en condiciones muy distintas a las del observador

médico. Los informes de los familiares del enfermo en este caso los suministrados por el

padre de la pacientesuelen no procurar sino una imagen muy poco fiel del curso de la

enfermedad. Naturalmente, yo inicio luego el tratamiento, haciendo que el sujeto me relate

su historia y la de su enfermedad; pero lo que así consigo averiguar no llega tampoco a

proporcionarme orientación suficiente. Este primer relato puede compararse a un río no

navegable, cuyo curso es desviado unas veces por masas de rocas y dividido otras por

bancos de arena que le quitan profundidad. No puede menos de producirme asombro

SIGMUND FREUD

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encontrar en los autores médicos historiales clínicos minuciosamente precisos y coherentes

de casos de histeria. En realidad, los enfermos son incapaces de proporcionar sobre sí

mismos informes tan exactos; pueden ilustrar al médico con amplitud y coherencia

suficientes sobre alguna época de su vida; pero a estos períodos siguen otros en los que sus

informes se agotan, presentan lagunas y plantean enigmas hasta situarnos ante épocas

totalmente oscuras, faltas de toda aclaración aprovechable. No existe entre los sucesos

relatados la debida conexión, y su orden de sucesión aparece inseguro. En el curso mismo

del relato, el enfermo rectifica repetidamente algunos datos o una fecha, volviendo luego

muchas veces a su primera versión.

La incapacidad de los enfermos para desarrollar una exposición ordenada de la

historia de su vida en cuanto la misma coincide con la de su enfermedad no es sólo

característica de la neurosis, sino que integra, además, una gran importancia teórica.

Depende de varias causas: en primer lugar, el enfermo silencia conscientemente y con toda

intención una parte de lo que sabe y debía relatar, fundándose para ello en impedimentos

que aún no ha logrado superar: la repugnancia a comunicar sus intimidades, el pudor o la

discreción cuando se trata de otras personas. Tal sería la parte de insinceridad consciente.

En segundo lugar, una parte de los conocimientos anamnésicos del paciente, sobre la cual

dispone éste en toda otra ocasión sin dificultad alguna, escapa a su dominio durante su

relato, sin que el enfermo se proponga conscientemente silenciarla. Por último, no faltan

nunca amnesias verdaderas, lagunas mnémicas, en las que se hunden no sólo recuerdos

antiguos, sino también recuerdos muy recientes. Ni tampoco falsos recuerdos, formados

secundariamente para segar tales lagunas. Cuando los sucesos se han conservado en la

memoria, la intención en que la amnesia se basa queda conseguida con idéntica seguridad

por la alteración de la continuidad, y el medio más seguro de desgarrar la continuidad es

trastornar el orden de sucesión temporal de los acontecimientos. Este orden es siempre el

elemento más vulnerable del acervo mnémico y el que antes sucumbe a la represión. Hay

incluso algunos recuerdos que se nos presentan ya, por decirlo así, en un primer estadio de

represión, pues se nos muestran penetrados de dudas. Cierto tiempo después, esta duda

quedaría sustituida por el olvido o por un recuerdo falso.

Esta condición de los recuerdos relativos a la enfermedad es la correlación necesaria

teóricamente exigida de los síntomas patológicos. En el curso del tratamiento va luego

exponiendo el enfermo aquello que ha silenciado antes o que no acudió a su pensamiento.

Los recuerdos falsos se demuestran insostenibles y quedan segadas las lagunas mnémicas.

Sólo hacia el final de la cura se ofrece ya a nuestra vista un historial patológico

consecuente, inteligible y sin soluciones de continuidad. Si el fin práctico del tratamiento

está en suprimir todos los síntomas posibles y sustituirlos por ideas conscientes, el fin

teórico estará en curar todos los fallos de la memoria del enfermo. Ambos fines coinciden.

Alcanzando uno de ellos, queda conseguido el otro. Un mismo camino conduce hasta los

dos. De la naturaleza misma del material del psicoanálisis resulta que en nuestros

historiales patológicos deberemos dedicar tanta atención a las circunstancias puramente

humanas y sociales de los enfermos como a los datos somáticos y a los síntomas

patológicos. Ante todo dedicaremos interés preferentemente a las circunstancias familiares

de los enfermos, y ello, como luego veremos, también por razones distintas de la herencia.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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En el caso cuyo historial nos disponemos a comunicar, el círculo familiar de la

paciente una muchacha de dieciocho añoscomprendía a sus padres y a un único

hermano, año y medio mayor que ella. La persona dominante era el padre, tanto por su

inteligencia y sus condiciones de carácter como por las circunstancias externas de su vida,

las cuales marcaron el curso de la historia infantil y patológica de la sujeto. Gran industrial,

de infatigable actividad y dotes intelectuales poco vulgares, se hallaba en excelente

situación económica, y su edad, al encargarme yo del tratamiento de su hija, pasaba ya de

los cuarenta y cinco años. La muchacha le profesaba intenso cariño, y su espíritu crítico

tempranamente despierto condenaba tanto más dolorosamente ciertos actos y

singularidades de su progenitor. Las muchas y graves enfermedades que el padre había

padecido a partir de la época en que su hija llegó a los seis años habían coadyuvado a

intensificar tal ternura. Por dicha época enfermó el padre de tuberculosis, trasladándose

toda la familia a la pequeña ciudad de B., situada en nuestras provincias del Sur y

favorecida por un clima benigno y seco. La infección tuberculosa mejoró allí rápidamente,

pero la familia continuó residiendo en B. durante cerca de diez años. El padre hacía de

cuando en cuando un viaje para visitar sus fábricas, y sólo en verano se trasladaban todos a

un balneario de altura. Al cumplir la muchacha los diez años, el padre sufrió un

desprendimiento de retina que le impuso una cura de oscuridad y le dejó como huella una

gran debilitación de la vista.

Pero su enfermedad más grave le atacó aproximadamente dos años después, y

consistió en un acceso de confusión mental, al que se agregaron síntomas de parálisis y

ligeros trastornos psíquicos. Un amigo del enfermo, del que más adelante habremos de

ocuparnos ampliamente, movió a aquél a venir a Viena con su médico de cabecera para

consultarme. En un principio dudé de diagnosticar una taboparálisis, pero no tardé en

decidirme a admitir una afección vascular difusa, y una vez que el enfermo me confesó

haber padecido antes de su matrimonio una infección específica, le sometí a una enérgica

cura antiluética, que hizo desaparecer todos los trastornos que aún le aquejaban. A esta

afortunada intervención médica debo sin duda que el padre acudiera a mí cuatro años

después con su hija, aquejada de claros síntomas neuróticos, y resolviera luego, al cabo de

otros dos años, confiármela para intentar su curación por medio del tratamiento

psicoterápico. En el intervalo había yo conocido a una hermana del padre, poco mayor que

él, que padecía una grave psiconeurosis desprovista de síntomas histéricos característicos.

Esta mujer murió, después de una vida atormentada por un matrimonio desgraciado,

consumida por los fenómenos, no del todo explicables, de un rápido marasmo.

Otro de sus hermanos, al que conocí por casualidad, era un solterón hipocondríaco.

La muchacha, que al serme confiada para su tratamiento acababa de cumplir los dieciocho

años, había orientado siempre sus simpatías hacia la familia de su padre, y desde que había

enfermado veía su modelo y el ejemplo de su destino en aquella tía suya antes mencionada.

Tanto sus dones intelectuales, prematuramente desarrollados, como su disposición a la

enfermedad demostraban que predominaba en ella la herencia de la rama paterna. No llegué

a conocer a su madre; pero de los informes que sobre ella hubieron de proporcionarme el

padre y la hija hube de deducir que se trataba de una mujer poco ilustrada y, sobre todo,

poco inteligente, que al enfermar su marido había concentradotodos sus intereses en el

gobierno del hogar, ofreciendo una imagen completa de aquello que podemos calificar de

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«psicosis del ama de casa». Falta de toda comprensión para los intereses espirituales de sus

hijos, se pasaba el día velando por la limpieza de las habitaciones, los muebles y los

utensilios con una exageración tal, que hacía casi imposible servirse de ellos. Este estado,

del cual encontramos con bastante frecuencia claros indicios en mujeres normales, se

aproxima a ciertas formas de la obsesión patológica de limpieza. Pero tanto en estas

mujeres como en la madre de nuestra paciente falta todo conocimiento de la enfermedad, y

con ello uno de los caracteres más esenciales de la neurosis obsesiva. Las relaciones entre

madre e hija eran muy poco amistosas desde hacía ya bastantes años. La hija no se ocupaba

de su madre, la criticaba duramente y había escapado por completo a su influencia .

La sujeto tenía un único hermano, año y medio mayor que ella, en el cual había

visto durante su infancia el modelo conforme al cual debiera forjar su personalidad. Las

relaciones entre ambos hermanos se habían enfriado mucho en los últimos años. El

muchacho procuraba sustraerse en lo posible a las complicaciones familiares, y cuando no

tenía más remedio que tomar partido, se colocaba siempre al lado de la madre. De este

modo, la atracción sexual habitual había aproximado afectivamente, de un lado, al padrey a

la hija, y de otro, a la madre y al hijo. Nuestra paciente, a la que llamaremos Dora en lo

sucesivo, mostró ya a la edad de ocho años síntomas nerviosos. Por esta época enfermó de

disnea permanente, con accesos periódicos a veces muy intensos. Esta dolencia la atacó por

vez primera después de una pequeña excursión a la montaña y fue atribuida al principio a

un exceso de fatiga. Seis meses de reposo y cuidados consiguieron mitigarla y hacerla

desaparecer. El médico de la familia no vaciló en diagnosticar una afección puramente

nerviosa, excluyendo desde el primer momento la posibilidad de una causación orgánica de

la disnea, aunque, por lo visto, creía conciliable tal diagnóstico con la etiología de la fatiga.

La niña sufrió sin daño permanente las habituales enfermedades infantiles. Durante

el tratamiento me contó con intención simbolizante que su hermano contraía regularmente

en primer lugar y de un modo muy leve tales enfermedades, siguiéndole ella luego, siempre

con mayor gravedad. Al llegar a los doce años comenzó a padecer frecuentes jaquecas y

ataques de tos nerviosa, síntomas que al principio aparecían siempre unidos, separándose

luego para seguir un distinto desarrollo. La jaqueca fue haciéndose cada vez menos

frecuente, hasta desaparecer por completo al cumplir la sujeto dieciséis años. En cambio,

los ataques de tos nerviosa, cuya primera aparición fue quizá provocada por un catarro

vulgar, siguieron atormentándola. Cuando, a los dieciocho años, me fue confiada para su

tratamiento, tosía de nuevo en forma característica. No fue posible fijar el número de tales

ataques; su duración oscilaba entre tres y cinco semanas, llegando una vez a varios meses.

En su primera fase, el síntoma más penoso había sido, por lo menos en los últimos años,

una afonía completa. Se había fijado nuevamente y con plena seguridad el diagnóstico de

neurosis; pero ninguno de los tratamientos usuales, incluso la hidroterapia y la

electroterapia local, logró el menor resultado positivo. La muchacha, que a través de estos

estados patológicos había llegado a ser ya casi una mujer de inteligencia clara y juicio muy

independiente, acabó por acostumbrarse a despreciar los esfuerzos de los médicos, hasta el

punto de renunciar por completo a su auxilio, y aunque la persona del médico de su familia

no le inspiraba disgusto ni antipatía, eludía en lo posible acudir a él, resistiéndose también

tenazmente a consultar a cualquier otro desconocido. Así, para que acudiera a mi clínica fue

necesario que su padre se lo impusiera.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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La vi por vez primera a principios del verano en que cumplía sus dieciséis años,

aquejada de tos y ronquera, y ya por entonces propuse una cura psíquica que no llegó a

iniciarse porque también este acceso, que le había durado ya más de lo acostumbrado,

acabo por desaparecer espontáneamente. Al invierno siguiente, hallándose pasando una

temporada en casa de su tío, a raíz de la muerte de la mujer de éste, a la cual tanto quería la

sujeto, enfermó de pronto y con fiebre alta, diagnosticándose su estado como un ataque de

apendicitis . Al otoño siguiente, la familia abandonó definitivamente la ciudad de B., pues

la salud del padre parecía ya consentirlo, trasladándose primero al lugar donde aquél tenía

su fábrica, y apenas un año después a Viena. Dora había llegado a ser entre tanto una

gallarda adolescente de fisonomía inteligente y atractiva, pero constituía un motivo

constante de preocupación para sus padres. El signo capital de su enfermedad consistía

ahora en una constante depresión de ánimo y una alteración del carácter. Se veía que no

estaba satisfecha de sí misma ni de los suyos; trataba secamente a su padre y no se entendía

ya ni poco ni mucho con su madre, que quería a toda costa hacerla participar en los

cuidados de la casa. Evitaba el trato social, alegando fatiga constante, y ocupaba su tiempo

con serios estudios y asistiendo a cursos y conferencias para señoras. Un día, sus padres se

quedaron aterrados al encontrar encima de su escritorio una carta en la que Dora se

despedía de ellos para siempre, alegando que no podía soportar la vida por más tiempo. La

aguda penetración del padre le hizo suponer desde el primer momento que no se trataba de

un propósito serio de quitarse la vida, pero quedó consternado, y cuando más tarde, después

de una ligera discusión con su hija, tuvo ésta un primer acceso de inconsciencia , del cual

no quedó luego en su memoria recuerdo alguno, decidió, a pesar de la franca resistencia de

la muchacha, confiarme su tratamiento.

El historial clínico hasta ahora esbozado no parece ciertamente entrañar un gran

interés. Presenta todas las características de una petite hystérie con los síntomas somáticos

y psíquicos más vulgares: disnea, tos nerviosa, afonía, jaquecas, depresión de ánimo,

excitabilidad histérica y un pretendido taedium vitae. Se han publicado desde luego,

historiales clínicos mucho más interesantes y más cuidadosamente estructurados de sujetos

histéricos; así, pues, tampoco en la continuación de éste hallaremos nada de estigmas de la

sensibilidad cutánea, limitación del campo visual, etc. Me permitiré tan sólo la observación

de que todas las colecciones de fenómenos histéricos singulares y extraños no nos han

proporcionado gran cosa en el conocimiento de esta enfermedad, tan enigmática aún. Lo

que precisamente necesitamos es la aclaración de los casos más vulgares y de los síntomas

típicos más frecuentes.

Por mi parte me bastaría que las circunstancias me hubiesen permitido hallar una

explicación completa de este caso de pequeña histeria. Por mi experiencia con otros

enfermos no dudo de que mis medios analíticos hubieran sido suficientes para conseguir tal

resultado. En 1896, poco después de la publicación de mis Estudios sobre la histeria, en

colaboración con el doctor J. Breuer, rogué a uno de mis colegas más sobresalientes que me

expusiera su juicio sobre la teoría psicológica de la histeria, que en dichos estudios

propugnábamos. El colega así consultado me respondió sinceramente que la consideraba

una generalización injustificada de conclusiones que podían ser exactas en algunos casos

aislados. Desde entonces he visto numerosos casos de histeria, cuyo análisis me ha ocupado

meses e incluso años enteros y en ninguno de ellos he echado de menos las condiciones

SIGMUND FREUD

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12

psíquicas postuladas en dicha obra: el trauma psíquico, el conflicto de los afectos y, como

hube de añadir en publicaciones ulteriores, la intervención de la esfera sexual. Tratándose

de cosas que han llegado a hacerse patógenas por su tendencia a ocultarse, no se debe

esperar que los enfermos las confíen espontáneamente al médico, el cual tampoco debe

contentarse con el primer «no» que los pacientes opongan a su investigación.

En el caso de Dora debí a la aguda comprensión del padre, ya varias veces

reconocida, la facilidad de no tener que buscar por mí mismo el enlace de la enfermedad,

por lo menos en su última estructura, con la historia externa de la paciente. El padre me

informó de que tanto él como su familia habían hecho en B. íntima amistad con un

matrimonio residente allí desde varios años atrás: los señores de K. La señora de K. le había

cuidado durante su última más grave enfermedad, adquiriendo con ello un derecho a su

reconocimiento, y su marido se había mostrado siempre muy amable con Dora,

acompañándola en sus paseos y haciéndole pequeños regalos, sin que nadie hubiera hallado

nunca el menor mal propósito en su conducta. Dora había cuidado cariñosamente de los dos

niños pequeños de aquel matrimonio mostrándose con ellos verdaderamente maternal.

Cuando, dos años antes, el padre y la hija vinieron a visitarme, a principios de verano,

estaban de paso en Viena y se proponían continuar su viaje para reunirse con los señores de

K. en un lugar de veraneo situado a orillas de uno de nuestros lagos alpinos. El padre se

proponía regresar al cabo de pocos días, dejando a Dora en casa de sus amigos por unas

cuantas semanas. Pero cuando se dispuso a retornar a Viena, Dora declaró resueltamente su

deseo de acompañarle, y así lo hizo. Días después explicó su singular conducta, contando a

su madre, para que ésta a su vez lo pusiese en conocimiento del padre, que el señor K. se

había atrevido a hacerle proposiciones amorosas durante unpaseo que dieron a solas.

El acusado, al que en la primera ocasión pidieron explicaciones el padre y el tío de

la muchacha, negó categóricamente el hecho, y a su vez acusó a Dora diciendo que su

mujer le había llamado la atención sobre el interés que la muchacha sentía hacia todo o l

relacionado con la cuestión sexual, hasta el punto de que durante los días que había pasado

en su casa, sus lecturas habían sido obras tales como Fisiología del amor, de Mantegazza.

Acalorada, sin duda, por semejantes lecturas, había fantaseado la escena amorosa de la que

ahora le acusaban. «No dudo dijo el padreque este incidente es el que ha provocado la

depresión de ánimo de Dora, su excitabilidad y sus ideas de suicidio. Ahora me exige que

rompa toda relación con el matrimonio K., y muy especialmente con la mujer, a la que

adoraba. Pero yo no puedo complacerla, pues, en primer lugar, creo también que la

acusación que Dora ha lanzado sobre K. no es más que una fantasía suya, y en segundo, me

enlaza a la señora K. una honrada amistad y no quiero causarle disgusto alguno. La pobre

mujer es ya bastante desdichada con su marido, del cual no tengo, por lo demás, la mejor

opinión; ha estado también gravemente enfermo de los nervios y ve en mí su único apoyo

moral. No necesito decirle a usted que, dado mi mal estado de salud, estas relaciones mías

con la señora de K. no entrañan nada ilícito. Somos dos desgraciados para quienes nuestra

amistad constituye un consuelo. Ya sabe usted que mi mujer no es nada para mí. Pero Dora,

que ha heredado mi testarudez, no consiente en deponer su hostilidad contra el matrimonio

K. Su último acceso nervioso fue consecutivo a una conversación conmigo en la que volvió

a plantearme la exigencia de ruptura. Espero que usted consiga llevarla ahora a un mejor

camino.» No acababan de coincidir estas confidencias con otras manifestaciones anteriores

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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13

del padre, atribuyendo a la madre, cuyas manías perturbaban la vida del hogar, la culpa

principal del carácter insoportable de su hija. Pero yo me había propuesto desde el principio

aplazar mi juicio sobre la cuestión hasta haber escuchado a la otra parte interesada.

Así, pues, la aventura con K. sus proposicionesamorosas y su ulterior acusación

ofensivahabría constituido, para nuestra paciente, el trauma psíquico que Breuer y yo

hubimos de considerar indispensable para la génesis de una enfermedad histérica. Pero este

caso presenta ya todas aquellas dificultades que acabaron por decidirme a ir más allá de tal

teoría, agravada por otra de un orden distinto. En efecto, como en tantos otros historiales

patológicos de sujetos histéricos, el trauma descubierto en la vida de la enferma no explica

la peculiaridad de los síntomas; esto es, no demuestra hallarse con ellos en una relación

determinada de su especial naturaleza. No aprehendemos así del enlace causal buscado ni

más ni menos que si los síntomas resultantes del trauma no hubiesen sido la tos nerviosa, la

afonía, la depresión de ánimo y el taedium vitae, sino otros totalmente distintos. Pero,

además, ha de tenerse en cuenta, en este caso, que algunos de estos síntomas la tos y la

afoníaaquejaban ya a la sujeto años antes del trauma y que los primeros fenómenos

nerviosos pertenecen a su infancia, pues aparecieron cuando Dora acababa de cumplir los

ocho años. En consecuencia, si no queremos abandonar la teoría traumática, habremos de

retroceder hasta la infancia de la sujeto para buscar en ella influjos e impresiones que

puedan haber ejercido acción análoga a la de un trauma, retroceso tanto mas obligado

cuanto que incluso en la investigación de casos cuyos primeros síntomas no habían surgido

en época infantil he hallado siempre algo que me ha impulsado a perseguir hasta dicha

época temprana la historia de los pacientes.

Una vez vencidas las primeras dificultades de la cura, la sujeto me comunicó un

incidente anterior con K. mucho más apropiado para haber ejercido sobre ella una acción

traumática. Dora tenía por entonces catorce años; K. había convenido con ella y con su

mujer que ambas acudirían por la tarde a su comercio situado en la plaza principal de B.,

para presenciar desde él una fiesta religiosa. Pero luego hizo que su mujer se quedase en

casa, despidió a los dependientes y esperó solo en la tienda la llegada de Dora. Próximo ya

el momento en que la procesión iba a llegar ante la casa, indicó a la muchacha que le

esperase junto a la escalera que conducía al piso superior, mientras él cerraba la puerta

exterior y bajaba los cierres metálicos. Pero luego, en lugar de subir con ella la escalera se

detuvo al llegar a su lado, la estrechó entre sus brazos y le dió un beso en la boca. Esta

situación así era apropiada para provocar en una muchacha virgen, de catorce años, una

clara sensación de excitación sexual. Pero Dora sintió en aquel momento una violenta

repugnancia: se desprendió de los brazos de K. y salió corriendo a la calle por la puerta

interior. Este incidente no originó, sin embargo una ruptura de sus relaciones de amistad

con K. Ninguno de ellos volvió a mencionarlo, y Dora aseguraba haberlo mantenido secreto

hasta su relato en la cura. De todos modos, evitó durante algún tiempo permanecer a solas

con K. Este y su mujer habían proyectado por entonces una excursión de varios días, en la

que debía participar Dora; pero la muchacha se negó a ello después del incidente relatado,

aunque sin explicar el verdadero motivo de su negativa.

En esta escena, segunda en cuanto a su comunicación en la cura, pero primera en

cuanto a su situación en el tiempo, la conducta de Dora, muchacha entonces de catorce

SIGMUND FREUD

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años, es ya totalmente histérica. Ante toda persona que en una ocasión favorable a la

excitación sexual desarrolla predominante o exclusivamente sensaciones de repugnancia,

no vacilaré ni un momento en diagnosticar una histeria, existan o no síntomas somáticos.

La explicación de esta inversión de los afectos es uno de los puntos más importantes, pero

también más arduos, de la psicología de las neurosis. Por mi parte, me creo aún muy lejos

de haber hallado tal explicación, pero he de advertir que tampoco este historial clínico me

ofrece ocasión favorable para exponer los progresos realizados en mi camino hacia ella. El

caso de nuestra paciente no queda aún bastante caracterizado, acentuando esta inversión

afectiva; ha de tenerse en cuenta también que nos encontramos ante un desplazamiento de

la sensación. En lugar de la sensación genital que una muchacha sana no hubiera dejado de

experimentar en tales circunstancias, aparece en ella una sensación de displacer adscrita a

las mucosas correspondientes a la entrada del tubo digestivo, o sea la repugnancia y la

náusea. En esta localización hubo de influir, desde luego, la excitación de la mucosa labial

por el beso, pero también, y muy significativamente, otro factor distinto.

El asco entonces sentido no llegó a convertirse en un síntoma permanente, y

tampoco en la época del tratamiento existía sino en potencia, manifestándose, quizá, tan

sólo en una leve repugnancia a los alimentos. En cambio, la escena citada había dejado tras

de sí una huella distinta: una alucinación sensorial que se hacía sentir de tiempo en tiempo

y apareció también durante el relato. La sujeto decía sentir aún en el busto la presión de

aquel brazo. Determinadas reglas de la formación de síntomas y ciertas singularidades

inexplicables de la enferma (como, por ejemplo, que eludía pasar cerca de un hombre que

se hallaba conversando animada o cariñosamente con una mujer) me permitieron hacer del

proceso de aquella escena la siguiente reconstrucción. A mi juicio, Dora no sintió tan sólo

el abrazo apasionado y el beso en los labios, sino también la presión del miembro en

erección contra su cuerpo. Esta sensación, para ella repugnante, quedó reprimida en su

recuerdo y sustituida por la sensación inocente de la presión sentida en el tórax, la cual

extrae de la fuente reprimida su excesiva intensidad. Trátase, pues, de un desplazamiento

desde la parte inferior del cuerpo a la parte superior. En cambio, la obsesión antes

mencionada parece tener su origen en el recuerdo no modificado. Dora evita acercarse a un

hombre que supone sexualmente excitado, para no advertir de nuevo el signo somático de

tal excitación.

Es singular ver surgir en este caso, de un solo suceso, tres síntomas la

repugnancia, la sensación de presión en el busto y la resistencia a acercarse a individuos

abstraídos en un diálogo amorosoy comprobar cómo la referencia recíproca de estos tres

signos hace posible la inteligencia del proceso genético de la formación de síntomas. La

repugnancia corresponde al síntoma de represión de la zona erógena oral, viciada, como

más adelante veremos, por el chupeteo (infantil). La aproximación del miembro en erección

hubo de tener seguramente como consecuencia una transformación análoga del órgano

femenino correspondiente, el clítoris, y la excitación de esta segunda zona erógena quedó

transferida, por desplazamiento, sobre la sensación simultánea de presión en el tórax. La

resistencia a acercarse a individuos presuntamente en igual estado de excitación sexual

sigue el mecanismo de una fobia para asegurarse contra una nueva emergencia de la

percepción reprimida.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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Para convencerme de la posibilidad de esta reconstrucción de la escena traumática

pregunté con gran prudencia a la sujeto si conocía algo de los signos somáticos de la

excitación sexual en el hombre. La respuesta fue afirmativa en cuanto al presente y

dubitativa en cuanto a la época en que la escena hubo de desarrollarse. En el tratamiento de

esta paciente tuve, desde un principio, el mayor cuidado en no proporcionarle ningún nuevo

conocimiento en cuanto a la sexualidad, y ello no sólo por motivos de conciencia, sino

también porque deseaba someter en este caso a una rigurosa prueba mis premisas teóricas.

Así, pues, sólo me aventuraba a designar directamente algo cuando anteriores alusiones

muy claras hacían ya que su mención directa no constituyera osadía ninguna. Dora

respondía regularmente, sin vacilaciones y con honrada sinceridad, que aquello le era ya

conocido; pero no logré hacerle recordar cuál había sido la fuente de tales conocimientos.

Había olvidado por completo el origen de todos ellos.

Representándome así la escena que se desarrolló en la tienda, llego a la siguiente

derivación de la repugnancia: La sensación de repugnancia aparece ser originariamente la

reacción al olor y luego también a la visiónde las heces. Ahora bien: los genitales,

especialmente los masculinos, pueden recordar las funciones excrementales, puesto que el

órgano genital masculino sirve tanto para la función sexual como para la micción, siendo

incluso esta última función la primeramente conocida y, desde luego, la única conocida en

la época presexual. Así es como la repugnancia llega a quedar integrada entre las

manifestaciones afectivas de la vida sexual. La conocida sentencia de un padre de la Iglesia

Inter urinas et faeces nascimur, ha quedado adscrita a la vida sexual y no puede separarse

de ella, a pesar de todos los esfuerzos realizados para idealizarla. Pero quiero hacer constar

que no considero aún resuelto el problema con la mera indicación de este camino

asociativo. Si tal asociación puede aparecer, ello no explica que efectivamente sea así y,

desde luego, no se presentará nunca en circunstancias normales. El conocimiento de los

caminos no dispensa el de las fuerzas que por ellos siguen su curso.

Por lo demás, no me era nada fácil orientar la atención de mi paciente sobre sus

relaciones con K. Afirmaba siempre haber terminado por completo con él. El estrato

superior de todas sus asociaciones en las sesiones del tratamiento, todo lo que se le hacía

fácilmente consciente y todo lo que recordaba conscientemente de los sucesos del día

anterior, se refería siempre a su padre. Era exacto que no podía perdonarle la prosecución

de sus relaciones con K. y, sobre todo, con la mujer del mismo. Pero su interpretación de

estas últimas era ciertamente muy distinta de lo que el padre deseaba. Para Dora no cabía

duda de que se trataba de unas relaciones eróticas entre su padre y la mujer de K., joven y

bonita. Nada de lo que podía afirmar en ella esta convicción escapaba a su percepción

implacablemente aguda en este punto, con respecto al cual no existía tampoco en su

memoria la menor laguna. La amistad con el matrimonio K. hubo de iniciarse ya antes de la

grave enfermedad del padre, aunque no se hiciera íntima hasta la época en que la mujer

ejerció oficio de enfermera cuidadosa y constante, en tanto que la madre de Dora apenas se

acercaba al lecho del enfermo. En los primeros veraneos después de la curación sucedieron

cosas que hubieran abierto los ojos de cualquiera sobre la verdadera naturaleza de aquella

amistad.

SIGMUND FREUD

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16

Ambas familias vivían en el mismo piso del hotel. Un buen día la señora de K.

declaró que no podía seguir ocupando el cuarto que hasta entonces había compartido con

sus hijos, y poco después también el padre de Dora se trasladó de cuarto, yendo a ocupar

otro situado al final del corredor y enfrente del de la señora de K. Ambas habitaciones

quedaban así muy próximas y separadas, en cambio, de las del resto de la familia. Cuando

la muchacha reprochaba luego a su padre la amistad con la señora de K., solía él contestarle

que no comprendía semejante hostilidad, pues tanto ella como su hermano debían estarle,

por el contrario, muy agradecidos. La madre, a la que en una de estas ocasiones pidió que le

explicara aquellas palabras, le contestó que en la época de su enfermedad se había sentido

el padre tan desesperado que había salido un día camino del bosque con intención de

suicidarse. La señora de K. había sospechado su propósito y le había seguido, logrando

hacerle desistir de ello y seguir viviendo para los suyos. Naturalmente, Dora no creyó tal

explicación y supuso que su padre habría inventado el cuento del suicidio para justificar

una cita con la mujer de K. , con la cual había sido sorprendido en el bosque.

Cuando luego volvieron a B., el padre iba diariamente a visitar a la mujer de K., y

siempre a la hora en que el marido se hallaba en la tienda. Todo el mundo criticaba aquella

amistad y aludía a ella irónicamente delante de Dora. El mismo K. se había quejado varias

veces de la actitud indiferente de la madre de Dora a este respecto, pero evitando siempre

hacer ante esta última la menor alusión al asunto, cosa que la muchacha parecía agradecerle

como una muestra de delicadeza. En los paseos familiares, el padre y la señora de K. se las

arreglaban siempre de manera que pudieran quedarse solos. No cabía duda de que ella

aceptaba de él dinero, pues hacía gastos imposibles de justificar con sus propios medios o

los de su marido. El padre comenzó también a hacerle regalos de importancia, y para

encubrirlos se mostró particularmente generoso con su propia mujer y con Dora. La señora

de K., que hasta entonces había estado muy delicada de salud e incluso había tenido que

pasar una temporada en un sanatorio de enfermos nerviosos, a causa de una dolencia

neurótica que llegó casi a privarla de la facultad de andar, había recobrado por completo la

salud desde entonces y se mostraba contenta y gozosa de vivir. También después de su

partida de B. continuó esta amistad, pues el padre declaraba de cuando en cuando no poder

soportar por más tiempo el clima de su nueva residencia y empezaba a toser y a quejarse

hasta que un día se marchaba resueltamente a B., desde donde escribía luego cartas

rebosantes de alegría. Todas aquellas enfermedades no eran sino pretextos para volver a ver

a su amiga. Cuando más adelante reveló el padre su proyecto de trasladarse a Viena, Dora

sospechó un nuevo manejo para reunirse con la señora de K., y, en efecto, a las tres

semanas de estar en Viena se enteró de que también el matrimonio K. se había trasladado

allí. Comenzó a encontrar frecuentemente en la calle a la señora de K. en compañía de su

padre, y también a K., el cual la seguía siempre con la vista, y una vez que la vio sola fue

detrás de ella largo rato para ver adónde iba y convencerse de que no tenía ninguna cita.

Durante las sesiones del tratamiento, Dora criticó repetidas veces amargamente a su

padre, diciendo que era poco sincero, no pensaba más que en su propia satisfacción y

poseía el don de representarse las cosas tal y como le convenían; críticas que arreciaban

especialmente en aquellas ocasiones en que el padre se sentía peor y salía precipitadamente

para B.; no tardaba Dora en averiguar que también la señora de K. había salido con igual

destino para visitar a unos parientes suyos. En general no era posible defender al padre

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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contra estos reproches y se veía fácilmente cuál de ellos era el más justificado. Cuando

Dora se sentía amargada, se le imponía la idea de que su padre la entregaba a K., como

compensación de su tolerancia de las relaciones con su mujer, y dado el cariño filial de la

muchacha, no es difícil imaginar la ira que tal idea despertaba en ella. En otras épocas se

daba perfecta cuenta de que con tales imaginaciones se hacía culpable de una exageración

injustificada. Naturalmente, los dos hombres no habían concertado jamás pacto alguno

formal en el que ella figurase como objeto de una transacción, y, sobre todo, el padre

hubiera retrocedido espantado ante tal sospecha. Pero pertenecía a aquel género de

individuos que saben eludir un conflicto falseando arbitrariamente su percepción de la más

evidente realidad.

Si alguien le hubiera advertido el peligro de aquellas relaciones constantes y no

vigiladas por nadie de una muchacha adolescente con un hombre descontento de su mujer,

hubiera respondido seguramente que tenía plena confianza en su hija, para la cual no podía

resultar jamás peligroso un hombre como K., y que este mismo era, además, incapaz de

semejante traición a la amistad que le profesaba. O también que Dora era todavía una

chiquilla, y K. la trataba como tal. Pero, en realidad, cada uno de aquellos hombres evitaba

cuidadosamente deducir de la conducta del otro aquellas conclusiones que podían estorbar

la satisfacción de sus propios deseos. De este modo, K. pudo mandar diariamente, durante

un año entero, un ramo de flores a Dora, aprovechar todo su tiempo libre para gozar de su

compañía y hacerle costosos regalos, sin que a sus padres les pareciera sospechosa tal

conducta.

Cuando en el tratamiento psicoanalítico aparece una serie de ideas correctamente

fundamentadas e irreprochables, surge también para el médico un momento de perplejidad,

pudiendo el paciente tomar cierta ventaja al preguntar: «Esto es en su totalidad bien

pensado y cierto, ¿no le parece? ¿Qué quisiera usted cambiar de lo que yo le he contado?»

Pero no tardamos en observar que tales ideas, inatacables por el análisis, han sido utilizadas

por el enfermo para encubrir otras que tratan de escapar a su crítica y a su conciencia. Una

serie de reproches contra otros nos hace sospechar la existencia, detrás de ella, de una serie

de reproches de igual contenido contra la propia persona. Nos bastará entonces referir

sucesivamente cada uno de ellos a la persona del enfermo. Este modo de defenderse contra

un reproche referido a uno mismo, transfiriéndolo a otra personas muestra algo

innegablemente automático y tiene su modelo en la conducta de los niños pequeños, que

siempre que se les reprocha alguna mentira responden: «El mentiroso eres tú.» El adulto

respondería intentando subrayar algún defecto real del adversario, en lugar de emplear

como defensa la repetición del mismo reproche. En la paranoia se hace manifiesta, como

proceso constructor de delirios, esta proyección del reproche sobre otra persona, sin

modificación alguna de su contenido y, por tanto, sin base ninguna real.

También los reproches de Dora contra su padre se superponen en toda su extensión

a reproches de igual contenido contra sí misma, como vamos a demostrar detalladamente.

Tenía razón al afirmar que el padre no quería enterarse del verdadero carácter de la

conducta de K. para con ella, con objeto de no verse perturbado en sus relaciones amorosas.

Pero Dora había obrado exactamente igual. Se había hecho cómplice de tales relaciones,

rechazando todos los indicios que testimoniaban de la verdadera naturaleza de las mismas.

SIGMUND FREUD

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Así, su comprensión de dicho carácter y las exigencias de ruptura planteadas al padre

databan sólo de su aventura con K. en la excursión por el lago. Hasta este momento y

durante años enteros había protegido en lo posible las relaciones de su padre con la mujer

de K. a la cual no iba nunca a visitar cuando sospechaba que su padre se encontraba con

ella, y sabiendo que durante aquellas horas los niños habrían sido mandados fuera de la

casa, marchaba a su encuentro y seguía con ellos su paseo. Durante algún tiempo había

habido en su casa una persona que quiso abrirle los ojos sobre las relaciones de su padre

con la mujer de K. e impulsarla a tomar partido contra esta última. Tal persona había sido

su última institutriz, una mujer ya no joven, muy linda y de opiniones harto libres. La

institutriz y la alumna mantuvieron excelentes relaciones durante algún tiempo, hasta que

Dora se enemistó repentinamente con ella y consiguió que la despidieran. Mientras la

institutriz ejerció alguna influencia en la casa, la utilizó en contra de la señora de K.

Manifestó a la madre que no era digno por parte suya tolerar tal intimidad de su marido con

otra mujer y llamó la atención de Dora sobre cuantos indicios hacían sospechosas aquellas

relaciones. Pero sus esfuerzos fueron inútiles.

Dora siguió profesando a la señora de K. una tierna amistad y no veía motivo

alguno para considerar intolerable las relaciones de su padre con ella. Pero, además, se daba

cuenta exacta de los motivos que regían la conducta de su institutriz. Ciega para unas cosas

veía perfectamente otras, y así, no tardó en observar que la institutriz estaba enamorada de

su padre. Cuando éste se hallaba en casa, la institutriz parecía otra persona y se mostraba

afectuosa y servicial. Durante la época en que la familia vivía en la ciudad donde el padre

tenía su fábrica y desaparecía, por tanto, del horizonte familiar la señora de K., su

hostilidad se tornaba contra la madre, en la que veía entonces una rival. Pero Dora no llegó

a tomarle a mal nada de esto. En cambio, se indignó contra ella cuando advirtió que por sí

misma le era totalmente indiferente y que el cariño que le mostraba no era más que un

reflejo del que ofrendaba a su padre. Durante las ausencias del padre, la institutriz no le

hacía el menor caso, no quería salir con ella a paseo ni se interesaba por sus estudios. En

cambio, en cuanto el padre regresaba, la institutriz volvía a mostrarse amable, servicial e

interesada en su educación. Al darse cuenta de esto fue cuando hizo que la despidieran. La

infeliz había hecho ver a Dora, con claridad indeseada, una parte de su propia conducta.

Lo mismo que la institutriz se había conducido con ella a temporadas, se

comportaba ella con los hijos de K. Desempeñaba cerca de ellos el papel de madre; dirigía

sus estudios, los llevaba de paseo, y los compensaba así del escaso interés que su madre les

dedicaba. El matrimonio K. había estado varias veces a punto de separarse, no llegando a

hacerlo porque el marido no se resignaba a renunciar a ninguno de sus hijos. El cariño a los

niños había constituido desde un principio un enlace entre K. y Dora, y el ocuparse de ellos

había sido para esta última el pretexto que debía ocultar a los ojos de los demás y a los

suyos mismos algo distinto. Su conducta para con los niños, tal y como hubo de quedar

explicada por su relato del comportamiento de la institutriz para con ella, imponía la misma

consecuencia que su tolerancia silenciosa de las relaciones de su padre con la mujer de K.;

esto es, que durante todos aquellos años había estado ella enamorada de K. Al expresarle yo

esta deducción mía no obtuve su confirmación, pero en el acto me comunicó que también

otras personas (por ejemplo, una prima suya que había pasado con ellos una temporada en

B.) la habían acusado de hallarse perdidamente enamorada de aquel hombre, aunque por su

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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19

parte no recordara ella haber abrigado jamás tal sentimiento. Más tarde, cuando la plenitud

del material emergente le hizo ya difícil negar rotundamente mi hipótesis, concedió que

quizá hubiera estado enamorada de K. durante la época que habían pasado en B., pero que

aquel amor se había desvanecido por completo desde la escena del lago . De todas maneras,

quedó probado así que el reproche de haber negado a dar oídos a deberes ineludibles y

haberse imaginado las cosas de la manera más cómoda y más favorable a sus sentimientos

amorosos, o sea el reproche que dirigía a su padre, recaía por completo sobre su propia

persona.

El otro reproche, de que su padre utilizaba sus enfermedades como pretexto y medio

para sus fines encubre de nuevo toda una parte de su propia historia secreta. Un día se

quejaba de un síntoma presuntamente nuevo: de agudos dolores de estómago, y al

preguntarle yo: «¿A quién imita usted ahora?», di de lleno en el blanco. La tarde anterior

había ido a visitar a sus primas, hijas de su difunta tía. La más joven estaba a punto de

casarse. La mayor había enfermado por aquellos días de agudos dolores de estómago, y la

familia se disponía a llevarla a pasar una temporada a Semmering para ver si se reponía.

Dora opinaba que la enfermedad de la mayor no era más que envidia, pues acostumbraba

fingir una dolencia siempre que quería conseguir algo, y en esta ocasión lo que quería era

alejarse de su casa para no ser testigo de la felicidad de su hermana .Sus propios dolores de

estómago cesaron al descubrirle yo que se identificaba con su prima, a la que acusaba de

simulación, sea porque también ella envidiaba el amor de que era objeto otra mujer o

porque veía reflejado su propio destino en el de la hermana mayor, que había pasado poco

tiempo antes por la contrariedad de ver desenlazarse desdichadamente unas relaciones

amorosas. También la conducta de la señora K. le había mostrado lo útiles que en ciertos

casos pueden ser las enfermedades.

Los motivos de la enfermedad empiezan a actuar muchas veces ya en la infancia. La

niña ansiosa de cariño y que sólo a disgusto comparte con sus hermanos la ternura de sus

padres observa que esta ternura se concentra exclusivamente sobre ella cuando está

enferma. Descubre así un medio de provocar el cariño de sus padres y se servirá de él en

cuanto disponga del material psíquico necesario para producir una enfermedad. Cuando

luego llega a ser mujer y un matrimonio poco afortunado la sitúa en circunstancias

contrarias a las que ha exigido desde su infancia, pues su marido le guarda escasas

atenciones, tiraniza su voluntad, aprovecha sin consideraciones su capacidad de trabajo y

no le ofrece compensaciones morales ni materiales, su única arma para afirmarse en la vida

será la enfermedad, que le procurará las consideraciones deseadas, obligará al hombre a

sacrificios en cuidados y en dinero, que nunca hubiese hecho por una mujer sana y le

forzará a seguir tratándola delicadamente después de la curación, para evitar una recaída. El

carácter aparentemente objetivo e involuntario de la enfermedad, carácter que el médico se

ve también obligado a reconocer, hasta que la sujeto pueda emplear, sin reproche alguno

consciente contra sí misma, este medio cuya utilidad descubrió ya en su infancia.

Y, sin embargo, toda la enfermedad es intencionada. Los estados patológicos

aparecen dedicados regularmente a una persona determinada y se desvanecen en cuanto tal

persona se aleja. Aquel juicio vulgar sobre la histeria, en el que suelen coincidir los

familiares menos ilustrados de los enfermos, es hasta cierto punto exacto. Es indudable que

SIGMUND FREUD

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una histérica paralítica saltaría espontáneamente del lecho en que lleva postrada largos

meses si se declarase un fuego en su habitación, y que la esposa de continuo doliente e

insatisfecha olvidaría todas sus quejas y sus enfermedades en cuanto un hijo suyo

enfermase gravemente o surgiera una catástrofe que amenazase perturbar la vida del hogar.

Todos los que hablan así de los enfermos histéricos tienen razón en cierto modo, y sólo

puede reprochárseles olvidar la diferencia psicológica entre lo consciente y lo inconsciente,

olvido permisible aun cuando se trata de un niño, pero no en el caso de un adulto, y que

hace inútil todo intento de persuadir a los enfermos de que les bastaría un esfuerzo de

voluntad para curarse. Es preciso primeramente convencerlos, por medio del análisis, de la

existencia de su propósito de enfermar.

La lucha contra los motivos de la enfermedad es en la histeria el punto débil de toda

terapia, incluso de la psicoanalítica. El destino logra más fácilmente la victoria, pues no

precisa atacar la constitución del enfermo ni tampoco su material patógeno. Destruye

simplemente el motivo de la enfermedad y libra de ella al sujeto, por lo menos

temporalmente, y a veces de un modo definitivo. Si los médicos pudieran averiguar más a

menudo los intereses personales de sus enfermos, que éstos suelen ocultarles

cuidadosamente, admitirían muchos menos casos de curación milagrosa y de desaparición

espontánea de los síntomas. En estos casos, lo que suele suceder es que ha transcurrido un

determinado plazo, ha desaparecido la consideración debida a una segunda persona o se ha

modificado fundamentalmente la situación por sucesos exteriores, cesando en el acto la

enfermedad, espontáneamente en apariencia, pero realmente por la desaparición del motivo

que la hacía útil en la vida del sujeto. En todos los casos llegados a un pleno desarrollo

descubriremos motivos que apoyan la enfermedad. Pero hay algunos que muestran motivos

puramente internos, tales como el autocastigo, esto es, el remordimiento y la penitencia, y

en ellos la labor terapéutica se hace mucho más fácil que en aquellos en los que la

enfermedad se relaciona con la consecuencia de un fin exterior. Este fin era indudablemente

para Dora obligar a su padre a romper su amistad con la mujer de K.

Ninguno de los actos del padre había llegado a indignarla tanto como la facilidad

con que aceptó la opinión de que la escena junto al lago no había sido más que un producto

de la fantasía de su hija. Se ponía fuera de sí cuando oía decir que en aquella ocasión podía

haberse imaginado algo inexacto. Durante mucho tiempo no conseguía averiguar qué

reproche contra sí misma podía esconderse detrás de su apasionada repulsa de tal

explicación. Estaba justificada la sospecha de que encubriera algo importante, pues un

reproche inexacto no suele ofender por mucho tiempo. Mas, por otro lado, hube de concluir

que el relato de Dora correspondía a la verdad. En cuanto había comprendido las

intenciones de K., no le había dejado continuar hablando, le había abofeteado y había

echado a correr. Su conducta hubo de parecer al rechazado tan incomprensible como nos lo

parece a nosotros, pues debía de haber deducido ya, por innumerables indicios harto

significativos, el cariño que la muchacha le profesaba. En el análisis del segundo sueño

hallamos, por fin, tanto la solución de este enigma como el autorreproche que al principio

buscamos inútilmente.

Al comprobar que las acusaciones contra el padre retornaban con fatigosa

monotonía, en tanto que la tos nerviosa perduraba sin el menor alivio, hube de pensar que

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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21

tal síntoma debía tener una significación referente al padre. Las exigencias que acostumbro

plantear a la aclaración de un síntoma para aceptarlo como verdadero no llegaban a

cumplirse. Según una regla, confirmada siempre hasta entonces, pero a la que no me había

decidido aún a dar un carácter general, un síntoma significa la representación

realizaciónde una fantasía de contenido sexual y, por tanto, de una situación sexual. O

mejor dicho, por lo menos uno de los sentidos de un síntoma se refiere siempre a una

fantasía sexual, en tanto que para sus demás significaciones no existe tal limitación de

contenido. El hecho de que un síntoma tiene más de un sentido y sirve simultáneamente de

expresión a varios procesos mentales inconscientes es uno de los primeros que

comprobamos en la labor psicoanalítica. Y todavía podemos añadir que un único proceso

mental inconsciente o una única fantasía no bastan casi nunca para producir un síntoma. No

tardó en presentarse una ocasión que permitió interpretar la tos nerviosa de la sujeto como

expresión de una situación sexual fantaseada.

Cuando la enferma repitió una vez más que la mujer de K. amaba solamente a su

padre porque se trataba de un hombre «de recursos» (ein vermögender Mann), observé, por

ciertos detalles secundarios de su expresión, que dejaré sin mencionar, como en general

todo lo puramente técnico de la labor de análisis, que detrás de aquel giro se escondía la

idea antitética, esto es, la de que el padre era un hombre «sin recursos» (ein unvermögender

Mann). Esto podía tener tan sólo una interpretación sexual, o sea la de que el padre era

impotente . Una vez confirmada conscientemente por la sujeto esta interpretación, le hice

observar que se contradecía al afirmar por un lado que las relaciones de su padre con la

mujer de K. eran de carácter íntimo, sosteniendo por otro que el padre era impotente y, por

tanto, incapaz de tales relaciones. Su respuesta mostró que no existía tal contradicción.

Sabía, dijo, que había más de una forma de satisfacción sexual, aunque no pudo indicar de

dónde había extraído tal conocimiento, y al preguntarle yo a continuación si se refería al

empleo de órganos distintos de los genitales en el comercio sexual, asintió a mi suposición,

y pude observar que pensaba precisamente en aquellos órganos que en ella se hallaban en

estado de excitación (la boca y la garganta).

Aquí no obtuve ya su confirmación expresa, pero precisamente para la reproducción

del síntoma que nos ocupaba era requisito indispensable que la representación sexual

correspondiente no fuese claramente consciente. Había, pues, que deducir que con aquella

tos periódica, originada, como generalmente sucede, por un cosquilleo en la garganta,

expresaba una situación de satisfacción sexual 'per os' entre las dos personas cuyas

relaciones amorosas la ocupaban de continuo. El hecho de que poco tiempo después de esta

explicación, que la paciente escuchó en silencio, desapareciese por completo la tos, parecía

confirmarla. Pero no queremos dar demasiado valor demostrativo a tal desaparición, ya que

se había presentado otras veces espontáneamente.

Este fragmento del análisis despertará quizá en el lector médico, además de la

incredulidad a la que tiene perfecto derecho, extrañeza y horror. Pero estoy dispuesto a

someter a prueba la justificación de ambas reacciones. La extrañeza me la figuro motivada

por mi osadía al tratar de cuestiones tan espinosas con una muchacha. El horror proviene

probablemente de la posibilidad de que una muchacha virgen conozca ya tales prácticas y

ocupe con ellas su fantasía. En ambos puntos aconsejaría yo moderación y reflexión.

SIGMUND FREUD

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Ninguno de tales dos hechos da motivo para indignarse. Puede hablarse con muchachas y

mujeres de cuestiones sexuales sin perjudicarlas en absoluto ni tampoco hacerse uno

sospechoso. Basta con hacerlo de cierta manera y saber despertar en ellas la convicción de

que es necesario e inevitable. En idénticas circunstancias se permite el ginecólogo

someterlas a los más audaces contactos.

La mejor manera de hablar de estas cosas es directa y secamente, pues contrasta de

un modo rotundo con la complacencia con que se tratan veladamente en sociedad los

mismos temas, complacencia a la cual se hallan de sobra acostumbradas las mujeres. En mi

consulta doy tanto a los órganos como a los procesos sexuales sus nombres técnicos, y

cuando las pacientes no conocen tales nombres, se los comunico, J'appelle un chat, un chat.

Sé, desde luego, que dentro y fuera de la profesión médica hay muchas personas a quienes

escandaliza una terapia en la que se habla de tales cosas y que parecen envidiarme o

envidiar a mis pacientes la excitación, que, a su juicio, han de producir semejantes

conversaciones. Pero conozco muy bien la moralidad de estos señores para que su opinión

me produzca algún efecto. No caeré en la tentación de escribir una sátira. Pero sí he de

hacer constar la satisfacción que me produce oír a muchas enfermas que al principio

tropezaban con grandes dificultades para discurrir francamente sobre las cuestiones de

orden sexual, frases análogas a la siguiente: «Su tratamiento es, desde luego, harto más

correcto que las conversaciones de muchos caballeros.» Antes de emprender el tratamiento

de una histeria es necesario hallarse convencido de que ha de ser inevitable tratar de cosas

sexuales o estar dispuesto a dejarse convencer por la experiencia.

La adecuada actitud se resume en la frase: «pour faire une omelette il faut casser des

oeufs».

Los pacientes mismos se convencen pronto, pues en el curso del tratamiento

encuentran múltiples ocasiones para ello. Por nuestra parte nos bastará con no hacernos un

reproche de tratar con ellos cuestiones de la vida sexual normal o anormal. Si obramos con

prudencia, no haremos más que traducirles a lo consciente aquello que ya

inconscientemente saben, y toda la acción de la cura reposa en el conocimiento de que la

influencia afectiva de una idea inconsciente es más enérgica y más perjudicial que la de una

idea consciente, pues no es susceptible de contención. Por lo demás, no se corre nunca

peligro alguno de pervertir a una muchacha inexperimentada, pues en aquellos casos en los

que no existe ya un conocimiento inconsciente de los procesos sexuales no llega jamás a

producirse síntoma histérico alguno. Allí donde surge una histeria no puede hablarse ya de

inocencia en el sentido que los padres y los educadores dan a este concepto. En niños y

niñas de diez, doce y catorce años he llegado a convencerme de la absoluta exactitud de

este principio.

Por lo que respecta a la segunda reacción, afectiva, orientado no ya hacia mí, sino

hacia la paciente, el horror provocado por el carácter perverso de su fantasía, quisiera hacer

constar que tales juicios apasionados no son nada propios de un médico. Encuentro

innecesario que un médico que escribe un trabajo sobre las aberraciones del instinto sexual

aproveche toda ocasión para intercalar en el texto la expresión de su horror personal ante

cosas tan repugnantes. Se trata de hechos reales a los que hemos de habituarnos, sin tener

para nada en cuenta nuestras directivas estéticas. Es preciso hablar sin indignación ninguna

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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de aquello a lo que damos el nombre de perversiones sexuales, o sea de las

extralimitaciones de la función sexual en cuanto a la región somática y al objeto sexual. Ya

la variabilidad de los límites asignados a la vida sexual considerada normal en las diversas

razas y épocas debía bastar para enfriar nuestro celo. No debemos olvidar que la más

extraña de estas perversiones, la homosexualidad masculina, fue tolerada e incluso

encargada de importantes funciones sociales en un pueblo de civilización tan superior como

el griego. Cada uno de nosotros traspasa a veces en su propia vida sexual las limitadas

fronteras de lo considerado como normal. Las perversiones no constituyen una bestialidad

ni una degeneración en el sentido emocional de la palabra; son el desarrollo de gérmenes

contenidos en la disposición sexual indiferenciada del niño y cuya represión u orientación

hacia fines asexuales más elevados sublimaciónestá destinada a producir buena parte

de nuestros rendimientos culturales. Así, pues, cuando alguien ha llegado a ser grosera y

manifiestamente perverso, será más exacto decir que ha permanecido tal y representa un

estadio de una inhibición del desarrollo.

Los psiconeuróticos son todos ellos personas de inclinaciones perversas

enérgicamente desarrolladas, pero reprimidas en el curso del desarrollo y relegadas a lo

inconsciente. Sus fantasías inconscientes muestran, en consecuencia, exactamente el mismo

contenido que los actos de los perversos, aun cuando no hayan leído la Psicopatía sexual,

de Krafft Ebing, a la cual atribuyen muchas personas ingenuas tanta culpa en la génesis de

inclinaciones perversas. Las psiconeurosis son, por decirlo así, el negativo de las

perversiones. La constitución sexual, en la cual queda integrada la herencia, colabora en los

neuróticos con influencias accidentales de la vida, que perturban el desarrollo de la

sexualidad normal. Las corrientes que tropiezan con un obstáculo en su curso refluyen a

otros lechos antiguos que, de no ser así, hubieran permanecido en seco. Las energías de la

producción de síntomas histéricos no son aportadas tan sólo por la sexualidad normal

reprimida sino también por los impulsos perversos inconscientes.

Las perversiones sexuales menos repulsivas gozan de gran difusión entre nuestros

contemporáneos, cosa que sabe todo el mundo, menos los autores médicos que han escrito

sobre esta cuestión. O, mejor dicho, tales autores lo saben también, pero se esfuerzan en

olvidarlo al coger la pluma para escribir sobre ello. No es, pues, de extrañar que nuestra

paciente histérica hubiera oído ya hablar, bordeando recién los diecinueve años, del

comercio sexual 'per os' (succión del pene) o hubiera desarrollado una fantasía inconsciente

con semejante contenido y la hubiera expresado por medio de la sensación de cosquilleo en

la garganta y la tos. Tampoco habría de extrañarnos que hubiera llegado a tal fantasía sin

revelación especial exterior ninguna previa, pues en otras pacientes hemos podido

comprobar con toda seguridad procesos semejantes. La premisa somática de tal creación

autística de una fantasía coincidente luego con los actos de los perversos habría sido

constituida en ella por una circunstancia personal. Dora recordaba muy bien haber

observado en sus años infantiles, hasta épocas muy tardías, la costumbre del «chupeteo».

También el padre recordaba que sólo había logrado hacerle prescindir de él cuando tenía

cuatro o cinco años. La misma sujeto evocaba claramente una escena habitual de sus años

infantiles, en la que se veía sentada en el suelo en un rincón, chupándose el dedo gordo de

la mano izquierda, mientras pellizcaba con la mano derecha el lóbulo de la oreja de su

hermano, tranquilamente sentado junto a ella. Es ésta una forma completa de

SIGMUND FREUD

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autosatisfacción que me ha sido relatada por otras muchas sujetos, anestésicas e histéricas

luego. Una de ellas me proporcionó un dato que arroja viva luz sobre el origen de este

hábito singular. Tratábase de una mujer joven que no había logrado aún prescindir de

aquella costumbre infantil. En su recuerdo se veía a la edad de año y medio en brazos de su

ama y tomando el pecho en tanto le pellizcaba rítmicamente el lóbulo de la oreja.

Es innegable que las mucosas labiales y bucales son una zona erógena primaria,

carácter que conservan permanentemente en el beso, considerado como un acto sexual

normal. Una intensa actividad temprana de esta zona erógena constituye, pues, premisa

necesaria de la colaboración somática ulterior de toda la mucosa que comienza en los

labios. Cuando luego, en una época en que el objeto sexual propiamente dicho, el miembro

viril es ya conocido y se dan circunstancias que intensifican la excitación de la zona

erógena bucal, no hace falta gran fuerza creadora para sustituir en la situación de

satisfacción sexual el pecho de la nodriza o el propio dedo, primer subrogado del pezón,

por el miembro viril. De esta manera, la fantasía perversa de la satisfacción sexual per os

tiene un origen absolutamente inocente, siendo tan sólo una transformación de la impresión

que pudiéramos denominar prehistórica de tomar el pecho de la madre o de la nodriza,

impresión reanimada luego, habitualmente, por la vista de niños pequeños en el acto de ser

amamantados. Por lo general, la ubre de la vaca sirve de representación transitoria entre el

pezón de la nodriza y el miembro viril.

Esta interpretación del síntoma faríngeo de Dora puede dar motivo a una nueva

objeción. Puede preguntársenos cómo esta situación sexual fantaseada resulta compatible

con la otra explicación de que la aparición y desaparición de los fenómenos patológicos li

mita la presencia y la ausencia del hombre amado; esto es, expresa, integrando la conducta

de la mujer de K., la idea siguiente: «Si yo fuera su mujer, le querría de muy distinto modo

y enfermaría (de pena) cuando estuviera ausente, curándome (de gozo) en cuanto volviera a

casa.» Fundándonos en nuestra experiencia en la solución de síntomas histéricos,

responderíamos a esta observación lo que sigue: No es necesario que las distintas

significaciones de un síntoma sean compatibles entre sí; esto es, que se complementen

formando un todo unitario. Basta que tal unidad resulte de ser un solo y mismo tema el que

ha dado origen a las distintas fantasías. En nuestro caso no queda excluida, además, aquella

compatibilidad. Uno de los sentidos del síntoma es expresado por la tos, y el otro por la

afonía y el curso de los estados patológicos. Un análisis más sutil hubiera demostrado

probablemente una mayor espiritualización de los detalles de la enfermedad. Hemos visto

ya que un síntoma integra siempre simultáneamente varios sentidos. Añadiremos ahora que

también puede expresar sucesivamente varias significaciones.

Puede cambiar por otro, en el transcurso de los años, uno de sus sentidos, incluso el

capital, y esta importancia principal puede quedar transferida de un sentido a otro.

Hallamos en la neurosis un rasgo conservador en cuanto el síntoma, una vez constituido,

tiende a perdurar, aunque la idea inconsciente que halló en él su expresión haya perdido su

significación primaria. Pero tampoco es difícil explicar mecánicamente esta tendencia a la

conservación del síntoma. La constitución de un síntoma es tan ardua,la transferencia de la

excitación puramente psíquica a lo somático proceso que he denominado 'conversión'

se halla ligada a tantas condiciones favorables y es tan difícil de obtener la colaboración

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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somática indispensable para ella, que el impulso a la derivación lleva al estímulo emanado

de lo inconsciente a satisfacerse, si es posible, con el exutorio preexistente. Mucho más

fácil que el desarrollo de una nueva conversión es la constitución de relaciones asociativas

entre una idea nueva necesitada de derivación y la antigua que ha perdido ya tal necesidad.

Por el camino así abierto fluye la excitación procedente de la nueva fuente de estímulo

hasta la antigua salida, y el síntoma semeja entonces, según la expresión bíblica, un odre

viejo lleno de vino nuevo. Si después de estas aclaraciones la parte somática del síntoma

histérico aparece como la más permanente y la más difícil de sustituir y la psíquica como el

elemento variable fácilmente reemplazado, no habremos de deducir de este hecho un orden

de primacía entre ambas. Para la terapia psíquica es siempre la parte psíquica la más

importante.

La repetición incesante de las mismas ideas relativas a los amores de su padre con la

mujer de K. ofreció al análisis de Dora ocasión de otros distintos descubrimientos. Tales

ideas pueden calificarse de «prepotentes» o, mejor aún, de «reforzadas» o de

«sobrevaloradas» en el sentido de Wernicke. Se demuestran patológicas, no obstante su

contenido aparentemente correcto, por la invencible resistencia que oponen a todos los

esfuerzos mentales conscientes y voluntarios que el sujeto realiza para sustituirlas o

alejarlas de su pensamiento. Una idea normal por intensa que sea, no resiste jamás a tales

esfuerzos. Dora se daba perfecta cuenta de que sus ideas con respecto a su padre tenían un

carácter especial. «No puedo pensar en otra cosa lamentaba repetidamente. Mi hermano

me dice que no tenemos derecho a criticar los actos de nuestro padre. En todo caso

debíamos alegrarnos de que haya encontrado una mujer a la que pueda dedicar su corazón,

y que mamá no le comprende. Estas ideas de mi hermano me parecen muy justas, y quisiera

pensar como él, pero no puedo; no puedo perdonar a mi padre su conducta».

¿Qué hacer, pues, ante tal idea cuando conocemos ya su base consciente y las vanas

objeciones que contra ella eleva el sujeto? Concluimos que debe su intensificación a lo

inconsciente. No puede ser resuelta por una labor mental, bien porque alcanza con sus

raíces hasta el material inconsciente reunido o porque se esconde detrás de ella otra idea

inconsciente, la cual es entonces casi siempre su antítesis directa. Las antítesis se hallan

siempre estrechamente enlazadas entre sí y con frecuencia apareadas de tal modo, que una

de las ideas es intensamente consciente, y la otra, en cambio, inconsciente y reprimida. Esta

situación es consecuencia de una modalidad especial del proceso de la represión. La

represión se constituye a veces de manera que la antítesis de la idea que ha de ser reprimida

queda extraordinariamente reforzada. Damos a este proceso el nombre de intensificación

por reacción y a la idea que se afirma intensamente en lo consciente y se muestra

irreprimible como si de un prejuicio se tratase, el de idea de reacción. Merced a cierto

exceso de intensidad, la idea de reacción mantiene reprimida a la otra, pero

simultáneamente queda a su vez como desvanecida y protegida contra la labor mental

consciente. El camino para despojar de su excesiva intensidad a la idea dominante es hacer

consciente la antítesis reprimida.

No podemos excluir tampoco el caso de que la preponderancia de una idea no sea el

producto de uno solo de los procesos reseñados, sino de ambos conjuntamente. Pueden

también presentarse otras complicaciones fácilmente reducibles a las indicadas. Veamos

SIGMUND FREUD

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qué resulta de aplicar a este caso la hipótesis de que Dora desconocía la raíz de su

preocupación obsesiva en torno de las relaciones de su padre con la mujer de K. por ser

dicha raíz inconsciente en ella. Los datos obtenidos en el análisis nos revelan cuál era. La

conducta de Dora iba más allá de su condición final. Sentía y obraba más bien como una

mujer celosa, tal y como hubiera parecido comprensible que obrase su madre. Con el

dilema que a su padre planteaba «Esa mujer o yo», los reproches que le dirigía y su

amenaza de suicidio, se situaba claramente en el lugar de la madre. Pero al mismo tiempo,

si la fantasía en que se basaban sus accesos de tos ha sido exactamente reconstruida por

nosotros, resultará que se identificaba en ella con la mujer de K. Se identificaba, pues, con

las dos mujeres a quienes su padre había amado. Hemos de concluir, por tanto, que obraba

como si ella misma supiera o estuviera dispuesta a reconocer que se hallaba enamorada de

su padre.

Mi experiencia psicoanalítica me ha enseñado a ver en estas relaciones

inconscientes entre padre e hija o madre e hijo, reconocibles en sus consecuencias

anormales, una reviviscencia de gérmenes sensitivos infantiles. Ya en otro lugar hemos

expuesto cuán tempranamente se establece la atracción sexual entre padres e hijos y hemos

demostrado que la fábula de Edipo constituye probablemente una elaboración poética del

nódulo típico de estas relaciones. Esta temprana inclinación de la hija hacia el padre y del

hijo hacia la madre, de la cual entrañan casi todos los hombres clara huella, ha de ser

supuesta muy intensa en los niños constitucionalmente predispuestos a la neurosis,

tempranamente maduros y ansiosos de cariño. Intervienen luego determinadas influencias

que ahora no podemos entrar a describir, y que fijan el impulso amoroso rudimentario o lo

intensifican de tal manera, que ya en los años infantiles o luego en la época de la pubertad

se convierte en algo equivalente a una inclinación sexual, atrayendo a sí, como ésta, una

carga de libido. Las circunstancias externas de la vida de nuestra paciente no son nada

desfavorables a tal hipótesis. Su disposición congénita la había impulsado siempre hacia el

padre, cuyas numerosas enfermedades hubieron de intensificar su cariño por él. En algunas

de ellas, el padre no consentía que le cuidara más que Dora, y orgulloso de su inteligencia

tempranamente desarrollada, había hecho de ella, desde muy niña, su persona de confianza.

La aparición de la mujer de K. la había suplantado, pues, realmente, en muchos sentidos,

más que a su madre.

Cuando comuniqué a Dora mi sospecha de que su inclinación hacia el padre había

integrado ya tempranamente un preciso carácter de enamoramiento, la sujeto me dio su

respuesta habitual: «No me acuerdo.» Pero en el acto relató algo totalmente análogo de una

primita suya de siete años en la que creía ver un reflejo de su propia niñez. Esta pequeña

había sido testigo una vez de una violenta discusión entre sus padres, y cuando poco

después fue Dora a visitarla, se acercó a ella y le murmuró al oído: «No puedes figurarte

cuánto odio a esa mujer (refiriéndose a su madre). Cuando se muera, me casaré con papá.»

En tales asociaciones, que armonizan con una afirmación mía anterior, acostumbro ver una

confirmación de la misma, procedente de lo inconsciente. No es posible extraer del

inconsciente otro tipo de 'Sí', no existe en absoluto un 'No' para el inconsciente.

Este amor a su padre no se había manifestado en mucho tiempo. Por el contrario,

Dora había vivido durante muchos años en perfecta armonía con aquella mujer que la había

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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suplantado cerca de su padre, e incluso había fomentado sus relaciones con éste, como ya

hemos visto por sus autorreproches. Este amor había sido intensificado ahora, aunque no

sabemos por qué ni con qué fin. Seguramente como síntoma de reacción para reprimir otro

impulso más poderoso en lo inconsciente. Ante el aspecto que las cosas presentaban, hube

de pensar, en primer lugar, que tal elemento reprimido era el amor a K. Había de suponer

que su enamoramiento duraba aún, pero que desde la escena del lago y por motivos

desconocidoshabía surgido en ella una violenta resistencia contra aquelamor, renaciendo

entonces su antigua inclinación hacia el padre, intensificada con objeto de desvanecer su

recuerdo consciente de aquel amor displaciente de sus primeros años infantiles. Pero luego

descubrí un conflicto muy apropiado para conmover la vidaanímica de la muchacha. Por un

lado, lamentaba haber rechazado las pretensiones de aquel hombre tan enamorado de ella;

pero por otro se resistían contra ello poderosos motivos, entre los cuales se traslucía

fácilmente su orgullo. Había llegado así a convencerse de haber alejado totalmente de su

pensamiento a K. tal era la ventaja extraída en el proceso de represióny, sin embargo,

tuvo que evocar y exagerar, para protegerse contra él, su inclinación infantil hacia el padre.

El hecho de que entonces la dominase constantemente una celosa irritación parecía

correspondiente a otra determinación suplementaria.

No era contrario a mis esperanzas el hecho de que al desarrollar esta explicación

ante Dora la recibiese ella con la más violenta repulsa. La negativa que nos opone el

paciente cuando situamos por vez primera ante su percepción consciente la idea reprimida,

no hace más que confirmar la represión. Si eludimos interpretar tal negativa como la

expresión de un juicio imparcial, del que no es capaz el enfermo, la dejamos de lado y

continuamos nuestra labor, no tardan en presentarse pruebas de que el «no» significa en

tales casos el «sí» deseado. Dora confesó que no le era posible guardar a K. todo el rencor

que por su conducta para con ella merecía, y relató que un día se había cruzado con él en la

calle, yendo acompañada por una prima suya que no le conocía. Su prima le había dicho:

«¿Qué te pasa, Dora? Te has puesto pálida como una muerta.» Ella misma no había sentido

nada que pudiera hacerle sospechar semejante transformación exterior, y entonces le

expliqué que la expresión de los afectos obedece más a lo inconsciente que a la conciencia

y delata frecuentemente los impulsos de aquél. Otro día llegó a la consulta de muy mal

humor, sin que pudiera explicarme por qué. Dijo tan sólo que aquel día era el cumpleaños

de su tío, y que, sin saber por qué motivo, le molestaba mucho tener que ir a felicitarle. Mi

arte interpretativo carecía aquel día de penetración. Dejé, pues, hablar a la paciente hasta

que recordó de pronto que aquel mismo día era también el cumpleaños de K., hecho sobre

el cual hube de atraer su atención. No fue difícil entonces hallar también la explicación de

por qué los regalos que había recibido días antes, con motivo de su cumpleaños, no le

habían proporcionado la menor alegría. Faltaba entre ellos el de K., que antes había sido

para Dora el más valioso. Entre tanto, seguía contradiciendo mi afirmación, hasta que al

final ya del análisis pude obtener su confirmación completa.

He de tratar ahora de una nueva complicación, de la que no hablaría seguramente si

hubiera de inventar tal estado de ánimo para una novela en lugar de analizarlo como

médico. El elemento al que ahora voy a aludir puede tan sólo desvanecer y enturbiar el

bello conflicto poético que suponemos de Dora, y seguramente sería suprimido por el

poeta, que siempre tiende a simplificar y a abstraer cuando actúa como psicólogo. Pero en

SIGMUND FREUD

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la realidad que aquí me esfuerzo en describir es regla general la complicación de los

motivos y la acumulación y composición de los impulsos anímicos, o sea la

superdeterminación.

Detrás de la serie de ideas preponderantes que giraban en derredor de las relaciones

del padre con la mujer de K. se escondía también un impulso de celos cuyo objeto era

aquella mujer; un impulso, pues, que sólo podía reposar sobre una inclinación hacia el

propio sexo. Conocido es, y ha sido múltiplemente acentuado, que tanto los muchachos

como las muchachas muestran en los años de la pubertad, y aun siendo normales, claros

indicios de una inclinación homosexual. La amistad apasionada por una compañera de

colegio, con promesas de correspondencia constante y celosa sensibilidad, suele ser

premisa del primer amor intenso a un hombre. En condiciones favorables, la corriente

homosexual queda totalmente cegada; pero cuando el amor hacia el hombre resulta

desdichado, dicha corriente es reanimada por la libido, en años posteriores, hasta diferentes

grados de intensidad. Si en las personas sanas nos es difícil comprobar regularmente tales

hechos, nuestras observaciones anteriores sobre el más amplio desarrollo de los gérmenes

normales de perversión en los neuróticos nos prepararán a encontrar también en la

constitución de estos últimos una disposición homosexual considerablemente más intensa.

Y así debe ser, en efecto, pues en mi psicoanálisis de sujetos masculinos o femeninos he

hallado siempre, y sin excepción, tal corriente homosexual. En aquellos casos de mujeres o

muchachas histéricas cuya libido sexual orientada hacia el hombre ha quedado

enérgicamente reprimida, aparece regularmente intensificada la corriente homosexual, que

a veces llega a hacerse consciente.

Este tema, indispensable para la inteligencia de la histeria masculina, no puede ser

desarrollado aquí porque el análisis de Dora quedó interrumpido antes de poder arrojar

ninguna luz sobre él. Recordemos, sin embargo, a aquella institutriz con la que al principio

vivió en íntima comunión espiritual hasta advertir que su afecto era simplemente un reflejo

del que a su padre profesaba, momento en el cual obligó a su familia a despedirla. También

surgió con especial frecuencia entre sus confesiones el relato de otro análogo desengaño.

Con aquella prima suya que luego se había casado había mantenido Dora relaciones muy

cordiales, compartiendo con ella todos sus secretos. La primera vez que el padre volvió a

B., después de la interrumpida visita a los K. en su residencia veraniega a orillas del lago, y

Dora se negó, naturalmente, a acompañarle, hizo que fuese con él aquella otra muchacha.

Este hecho enfrió el cariño de Dora hasta tal punto, que ella misma extrañaba cuán

indiferente había llegado a serle aquella prima suya, tan querida antes, sin que pudiera

explicárselo. Ello me llevó a preguntarle cuáles habían sido sus relaciones con la mujer de

K. hasta la ruptura definitiva. Averigüé entonces que entre la joven casada y la tierna

adolescente había subsistido durante años enteros una estrecha y confiada amistad. Durante

las temporadas que Dora pasaba en casa de los K., compartía con la mujer el lecho

conyugal, del cual quedaba temporalmente desterrado el marido. En todas las dificultades

de la vida matrimonial había sido confidente y consejera de la mujer, que no tenía para

Dora secreto alguno. Medea consentía gustosa que Kreusa se ganase el cariño de sus hijos,

y no hizo tampoco nada para estorbar sus relaciones con el padre de los mismos.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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El hecho de que Dora llegase a amar a aquel hombre, tan duramente criticado por su

dilecta amiga, plantea un interesante problema psicológico, cuya solución nos la da acaso

nuestro conocimiento de que en lo inconsciente coexisten sin violencia las ideas más

dispares y antitéticas, coexistencia que subsiste frecuentemente aún en la conciencia.

Cuando la sujeto hablaba de la mujer de K., alababa su «cuerpo blanquísimo» con

un acento más propio de una enamorada que de una rival vencida. En otra ocasión mostró

más melancolía que enfado al comunicarme su convicción de que los regalos que su padre

le hacía eran elegidos por la mujer de K., pues reconocía en ellos su gusto, y otra vez hizo

resaltar que muchos de los regalos recibidos los debía, en realidad, a aquella mujer, que le

había oído manifestar el deseo de poseer tal o cual cosa y se lo había comunicado a su

padre. En general, puedo afirmar no haber oído nunca a Dora palabra alguna hostil contra

aquella mujer, en la que hubiera debido ver, sin embargo, dada la orientación de su idea

predominante, la causa principal de sus desdichas. Se conducía, pues, de un modo

inconsecuente, pero esta inconsecuencia era precisamente la expresión de una corriente

afectiva complicadora. En efecto: ¿cómo se había portado con ella su amiga, tan

apasionadamente querida? Cuando la sujeto denunció la conducta de K. y éste recibió una

carta del padre pidiéndole explicaciones, contestó a ella haciendo resaltar el respeto y la

consideración que siempre le había inspirado la muchacha y ofreciéndose a acudir a B. para

desvanecer el equívoco. Pero cuando unas semanas después habló efectivamente en B. con

el padre de la muchacha, no tuvo ya consideración alguna con ella, sino que la atacó

duramente, alegando en defensa de su proceder que una muchacha que leía libros como la

Fisiología del amor y se interesaba por aquellas cosas no podía exigir respeto de un

hombre.

Así, pues, la mujer de K. la había traicionado, pues sólo con ella había hablado Dora

del libro de Mantegazza y sobre temas sexuales. Le había pasado con ella lo mismo que

antes con la institutriz. Tampoco la mujer de K. la había querido por ella misma, sino por su

padre, y la había sacrificado sin la menor vacilación para no ver estorbadas sus relaciones

con aquél. Esta ofensa dolió más a Dora y ejerció sobre ella más intensa acción patógena

que aquella otra idea con la cual tendía a encubrirla; esto es, la de haber sido sacrificada por

su padre. La obstinada amnesia de la sujeto en cuanto a las fuentes de sus conocimientos

sexuales señalaba directamente el valor afectivo de la acusación y, en consecuencia, la

traición de la amiga. No creo, pues, errar al suponer que la idea predominante de Dora, la

de las relaciones ilícitas de su padre con la mujer de K., estaba destinada, no sólo a reprimir

su amor, antes consciente, hacia aquel hombre, sino también a encubrir su amor a la mujer

de K., inconsciente en el más profundo sentido. Con esta última corriente se hallaba dicha

idea en absoluta y manifiesta oposición. La sujeto se decía sin cesar que su padre la había

sacrificado a aquella mujer, demostraba ruidosamente que no se resignaba a ceder su padre

y se ocultaba así lo contrario; esto es, que no se resignaba a ceder aquella mujer a su padre

y que no había perdonado a la mujer amada el desengaño que le había causado su traición.

Los celos de la muchacha se hallaban apareados en lo inconsciente a unos celos de carácter

masculino. Estas corrientes afectivas masculinas, o, más exactamente dicho, ginecofílicas,

son típicas de la vida amorosa inconsciente de las muchachas histéricas.

SIGMUND FREUD

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El primer sueño

En un momento en que el análisis parecía llegar al esclarecimiento de un período

oscuro de la vida infantil de Dora me comunicó ésta haber tenido de nuevo, noches antes,

un sueño ya soñado por ella varias veces en idéntica forma. Tal sueño de retorno periódico

había de despertar mi curiosidad, y en interés del tratamiento debía ser interpolado en la

marcha del análisis. Decidí, pues, analizarlo con toda minuciosidad. Dora lo describió en la

forma siguiente: «Hay fuego en casa. Mi padre ha acudido a mi alcoba a despertarme y está

en pie al lado de mi cama. Me visto a toda prisa. Mamá quiere poner aún en salvo el

cofrecito de sus joyas. Pero papá protesta: 'No quiero que por causa de su cofrecito ardamos

los chicos y yo.' Bajamos corriendo. Al salir a la calle despierto.»

Lo cual quiere decir que sabía usted la denominación indicada. El sentido de su

sueño se hace ya más claro. Se dijo usted: «Ese hombre anda detrás de mí; quiere entrar en

mi cuarto; mi «cofrecillo» corre peligro, y si sucede algo, la culpa será de mi padre.» Por

ello integra usted en el sueño una situación que expresa todo lo contrario: un peligro del

cual la salva su padre. En esta región del sueño queda todo transformado en su contrario.

Pronto verá usted por qué. La clave nos la da precisamente la figura de su madre. ¿Cómo?

Usted ve en ella a una antigua rival en el cariño de su padre. En el incidente de la pulsera

pensó usted en aceptar gustosa lo que ella rechazaba. Vamos a sustituir ahora «aceptar» por

«dar» y «rechazar» por «negar». Hallaremos así que usted estaba dispuesta a dar a su padre

lo que mamá le negaba, y que se trataba algo de relacionado con las joyas. Recuerde usted

ahora el cofrecillo que le había regalado K. Tiene usted aquí el punto inicial de una serie

paralela de ideas en la cual, como en la situación de hallarse en pie junto a su cama, debe

sustituirse K. por su padre. K. le ha regalado a usted un cofrecillo, y ahora debe usted

regalarle a él el de usted. Por eso le hablé antes de un regalo «en correspondencia». En esta

serie de ideas habremos de sustituir a su mamá por la señora de K., la cual sí estaba

entonces con ustedes. Usted se halla, pues, dispuesta a dar a K. lo que su mujer le niega.

Tal es la idea que con tanto esfuerzo ha de ser reprimida y hace así necesaria la

transformación de todos los elementos en sus contrarios respectivos Como ya indiqué a

usted antes de iniciar el análisis, este sueño confirma que usted se esfuerza en despertar de

nuevo su antiguo amor a su padre para defenderse contra el amor a K. ¿Qué demuestran

todos estos esfuerzos? No sólo que teme usted a K., sino que aún se teme usted más a sí

misma y teme a la tentación de ceder a sus deseos. Confirma usted, pues, con ello cuán

intenso era su amor a K. . Como era de esperar, esta última parte de la interpretación no

logró el asentimiento de Dora.

Pero la interpretación de su sueño no terminaba aquí. Tenía una continuación que

me parecía indispensable tanto para la anamnesis del caso como para la teoría del sueño.

Prometí, pues, a Dora comunicársela en la sesión siguiente. No podía olvidar, en efecto, la

indicación que parecía desprenderse de las palabras equívocas antes subrayadas («que por

la noche puede pasar algo; que puede ser necesario salir de la pieza»). Agregábase a esto

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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31

que la aclaración del sueño me parecía incompleta en tanto no se cumpliera cierta condición

a la que no quiero atribuir carácter general, pero cuyo cumplimiento busco siempre. Un

sueño regular posee dos puntos de sustentación: el motivo esencial actual y un suceso

infantil de graves consecuencias. Entre estos dos puntos, el suceso infantil y el actual,

establece el sueño un enlace e intenta transformar el presente conforme al modelo del más

temprano pretérito. El deseo que crea el sueño procede siempre de la infancia:

quiere volver la infancia a la realidad, corregir el presente conforme al modelo de la

infancia. En el contenido del sueño de Dora me parecía ya reconocer aquellos fragmentos

con los que podía componerse una alusión a un suceso infantil.

Comencé la investigación correspondiente con un pequeño experimento que, como

de costumbre, salió bien. Encima de mi mesa había casualmente una cerillera de amplias

proporciones. Pedí a Dora que observase si sobre la mesa había algo desacostumbrado. No

vio nada. A continuación le pregunté si sabía por qué se prohibía a los niños jugar con

cerillas. Sí. Por temor a que ocasionen un incendio. A los chicos de mi tío les gusta

mucho jugar con cerillas. No es sólo por eso. Se les prohíbe jugar con fuego porque se

cree que tales juegos tienen determinadas consecuencias... Dora ignoraba a qué podía yo

referirme. Se cree que si juegan con fuego, mojarán por la noche la cama. Esta creencia

se funda quizá en la antítesis entre el agua y el fuego, suponiéndose, por ejemplo, que

soñarán con fuego e intentarán apagarlo con agua. No puedo dar una explicación exacta.

Pero veo que la antítesis entre el agua y el fuego le ha prestado a usted excelentes servicios

en su sueño. Su madre quiere poner en salvo el cofrecillo para que no arda, y en las ideas

latentes del sueño, de lo que se trata es de que el «cofrecillo» no se moje. El concepto fuego

no es empleado únicamente como antítesis del concepto agua; sirve también para

representar el amor. Del concepto fuego parte así un camino que conduce, a través de esta

significación simbólica, hasta las ideas amorosas, y otro que, a través del concepto

antitético agua, y luego de ramificarse en una relación con el amor, que también moja, llega

a lugar distinto. ¿Adónde? Piense usted en sus palabras de antes: «Puede suceder por la

noche algo que le obligue a uno a salir.» ¿No pueden referirse a una necesidad física? Y si

las transfiere usted a la infancia, ¿pueden referirse a cosa distinta de que el niño moje la

cama? ¿Y qué es lo que se suele hacer para evitar que los niños mojen la cama?

Despertarlos por la noche, como en su sueño la despierta a usted su padre.

Tal sería, pues, el suceso que le da a usted el derecho de sustituir a K., el cual la

despierta a usted cuando dormía la siesta, por la figura de su padre. Debo, pues, concluir

que la enuresis nocturna duró en usted más tiempo del corriente en los niños. Lo mismo

debió de sucederle a su hermano, pues su padre dice: «No quiero que mis dos hijos...

perezcan.» Fuera de esto, no tiene su hermano nada que ver con la situación de entonces en

casa de K., pues ni siquiera estaba en L. ¿Qué recuerdos surgen en usted a propósito de

todo esto?

Con respecto a mí misma, ninguno respondió Dora. De mi hermano

recuerdo que se orinaba en la cama hasta los seis o siete años. Y a veces también durante el

día. Me disponía a indicarle cuánto más fácil era recordar tales cosas de un hermano que de

uno mismo, cuando continuó con un recuerdo nuevo: Sí. También yo padecí enuresis

nocturna durante una temporada. Pero cuando ya tenía siete u ocho años. Tanto, que

SIGMUND FREUD

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tuvieron que consultar al médico. Fue poco antes de empezarme el asma nerviosa. ¿Y

qué dijo el doctor? Lo atribuyó a debilidad nerviosa y me recetó un tónico, asegurando

que sería una cosa pasajera.

La interpretación del sueño parecía así quedar terminada. La sujeto aportó aún, días

después, un nuevo detalle del mismo. Había olvidado decirme que cuantas veces había

soñado aquel sueño había advertido al despertar olor a humo. El humo concordaba muy

bien con el fuego e indicaba que el sueño tenía una relación especial con mi persona, pues

cuando la sujeto alegaba que detrás de algún punto no se ocultaba nada, solía yo argüir que

«no hay humo sin fuego». Pero contra esta interpretación exclusivamente personal oponía

Dora que su padre y K. eran, como yo, fumadores impenitentes. También ella fumaba, y

cuando K. inició su desgraciada declaración amorosa, acababa de liarle un cigarrillo. Creía

recordar también con seguridad que el olor a humo no había surgidopor vez primera en la

última repetición de su sueño, sino ya en las tres veces consecutivas que los había soñado

en L. Como no me proporcionó más aclaraciones, quedó de cuenta mía incluir este detalle

del olor a humo en el tejido de las ideas latentes del sueño. Podía servirme de punto de

apoyo el hecho de que la sensación de humo había aparecido como apéndice a su relato del

sueño, habiendo tenido que vencer, por tanto, un esfuerzo especial de la represión. En

consecuencia, pertenecía probablemente a la idea mejor reprimida y más oscuramente

representada en el sueño, o sea a la de la tentación de ceder a los deseos de su enamorado, y

siendo así, apenas podía significar otra cosa que el deseo de recibir un beso, caricia que si

es hecha por un fumador, ha de saber siempre a humo. Ya dos años antes había K. besado

una vez a la muchacha, y si ésta hubiera acogido ahora sus pretensiones amorosas, tales

caricias se hubieran renovado con frecuencia.

Las ideas de tentación parecen haber retrocedido así hasta la pretérita escena de la

tienda y haber despertado el recuerdo de aquel primer beso contra cuya seducción se

defendió por entonces la sujeto desarrollando una sensación de repugnancia. Reuniendo

ahora todos aquellos indicios que hacen verosímil una transferencia sobre mí, facilitada por

el hecho de ser yo también el fumador, llego a la conclusión de que en alguna de las

sesiones del tratamiento se le ocurrió a la paciente desear que yo la besase. Tal hubiera sido

entonces el motivo de la repetición del sueño admonitorio y de su resolución de abandonar

la cura. Esta hipótesis nada improbable no pudo, sin embargo, ser demostrada a causa de las

singularidades de la «transferencia». Podía ahora vacilarentre aplicar al historial de nuestro

caso los datos obtenidos en el análisis de este sueño o rebatir antes la objeción que del

mismo parece deducirse contra mi teoría del fenómeno onírico. Elegiré lo primero.

Vale la pena profundizar en la significación de la enuresis nocturna en la prehistoria

de los neuróticos. Para evitar confusiones me limitaré a hacer constar que el caso de

enuresis nocturna de Dora no era de los corrientes. No sólo se había prolongado más allá

del tiempo considerado como normal, según la propia manifestación de Dora, sino que

había desaparecido primero para reaparecer luego en época relativamente tardía, cuando la

sujeto había cumplido ya los seis años. Una incontinencia de este género no puede tener, a

mi juicio, causa distinta de la masturbación, la cual desempeña en la etiología de la enuresis

un papel insuficientemente apreciado hasta ahora. Según toda mi experiencia en la materia,

los mismos niños se dan cuenta perfecta de esta relación, y todas las consecuencias

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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33

psíquicas ulteriores se derivan de este conocimiento como si los sujetos no lo hubieran

olvidado jamás. Ahora bien: en el momento en que Dora desarrolló el relato de su sueño, la

investigación analítica seguía una trayectoria que hubo de conducir a tal confesión de la

masturbación infantil. Poco tiempo antes la sujeto había planteado la cuestión de la causa

de su enfermedad, y antes que yo iniciase observación alguna a este respecto, se había

respondido a sí misma imputando a su padre toda la culpa de su estado. Tal imputación no

se basaba, además, en ideas inconscientes, sino en un conocimiento consciente. Para mi

mayor sorpresa resultó, en efecto, que la muchacha sabía de qué género había sido la

enfermedad de su padre.

Al volver éste de su primer viaje a Viena para consultarme, Dora había sorprendido

una conversación en la que se había citado el nombre de la enfermedad. En años anteriores,

cuando el padre sufrió el desprendimiento de retina, el oculista llamado a consulta debió de

indicar la etiología luética de la enfermedad, pues la muchacha, preocupada y curiosa, oyó

por entonces a una anciana tía suya decir a su madre: «Ya estaba enfermo antes de casarse

contigo», añadiendo luego algo que Dora no comprendió de momento y luego refirió a

cosas ilícitas. Así, pues, el padre, había enfermado a consecuencia de su vida libertina, y

Dora suponía que le había transmitido hereditariamente la enfermedad. Por mi parte evité

cuidadosamente comunicarle mi opinión, ya antes expuesta, de que los descendientes de

individuos luéticos integraban una predisposición especial a graves neuropsicosis. La

continuación de esta serie de ideas acusadoras contra el padre avanzaba a través de material

inconsciente. Dora se identificó durante algunos días en ciertos síntomas y singularidades

con su madre, lo que le dio ocasión a mostrarse particularmente insoportable, y me dejó

luego adivinar que pensaba pasar una temporada en el balneario de Franzensbad, donde ya

había estado otra vez no sé ya en qué año, acompañando a su madre. Esta última

padecía de dolores en el bajo vientre y flujo blanco catarro genital, síntomas que

aconsejaban las aguas de Franzensbad. Dora suponía probablemente con razónque

aquella enfermedad era también imputable al padre, que había contagiado a su madre su

afección sexual. No tenía nada de extraño que en esta deducción confundiera la sujeto,

como en general la mayoría de los profanos, la gonorrea con la sífilis y la transmisión

hereditaria con el contagio por el coito. Su persistencia en la identificación con la madre me

obligó a casi preguntarle si también ella padecía una enfermedad genital, resultando que, en

efecto, venía aquejada de flujo blanco, sin que pudiera precisar exactamente desde cuándo.

Comprendí ahora que detrás de la serie de ideas francamente acusadoras contra el

padre se ocultaba, como de costumbre, una acusación contra la propia persona, y salí a su

encuentro asegurando a Dora que el flujo blanco constituía en las jóvenes solteras un

indicio de masturbación y que, a mi juicio, todas las demás causas a las que solía atribuirse

tal enfermedad quedaban muy en segundo término comparadas con la masturbación. En

consecuencia, parecía estar a punto de contestarse a sí misma la interrogaciónque antes

había planteado sobre el origen de su enfermedad con la confesión de haberse entregado a

la masturbación probablemente en sus años infantiles. Dora negó resueltamente recordar

nada de este orden, pero días después dejó ver algo que había de considerarse como un

nuevo paso hacia tal confesión. Por primera y última vez en todo el tratamiento trajo

colgado del antebrazo un bolsillo de piel, con el que empezó a juguetear mientras hablaba,

abriéndolo y cerrándolo, metiendo en él un dedo, etc. Observé durante un rato este manejo

SIGMUND FREUD

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de la paciente y le expliqué después el concepto del acto sintomático. Llamamos así a

aquellos actos que los hombres ejecutan automática e inconscientemente, sin darse cuenta

de ellos, como jugando, y a los que niegan toda significación, declarándolos indiferentes y

casuales cuando se los interroga sobre ellos. Pero una más cuidadosa observación muestra

que tales actos, de los cuales la conciencia no sabe o no quiere saber nada, exteriorizan

ideas e impulsos inconscientes, resultando así muy valiosos e instructivos como

manifestaciones permitidas de lo inconsciente. La conducta consciente ante los actos

sintomáticos es de dos clases. Cuando el sujeto puede motivarlos sin esfuerzo, suele darse

cuenta de ellos; pero si no le es posible justificarlos así ante su conciencia, entonces los

ignora por completo y no advierte que los ejecuta. En el caso de Dora no era difícil la

motivación: «¿Por qué no voy a usar un bolsillo como todo el mundo?» Pero tal

justificación no excluye la posibilidad del origen inconsciente del acto de que se trate,

aunque no sea posible, en general, demostrar irrebatiblemente al sujeto dicho origen y el

sentido que atribuimos al acto. Hemos de contentarnos con hacer constar que tal sentido

armoniza muy bien con la situación del momento y con la orden del día de lo inconsciente.

En otra ocasión expondremos toda una serie de estos actos sintomáticos observables

tanto en los nerviosos como en los sanos. Su interpretación se hace a veces muy fácil. El

bolsillito bivalvo de Dora no era otra cosa que una representación del genital femenino, y el

acto de juguetear con él abriéndolo e introduciendo un dedo constituía una inconfundible

exteriorización mímica de la masturbación. Recientemente he tenido ocasión de observar en

mi consulta un caso análogo que resultó muy divertido. Una paciente, ya de cierta edad,

sacó del bolsillo una cajita con pretexto de tomar de ella un caramelo refrescante, la abrió

con cierto trabajo, y cerrándola de nuevo, me la entregó para que me convenciese por mí

mismo de lo difícil que era abrirla. Manifesté entonces mi sospecha de que la aparición de

aquella cajita tuviera alguna significación especial, ya que era la primera vez que la veía en

manos de la paciente, sometida a tratamiento desde hacía más de un año. «Pero ¡si la llevo

conmigo siempre y a todas partes !», replicó vivamente la sujeto, y no se tranquilizó hasta

que yo le hice ver, riendo; cuán perfectamente se adaptaban sus palabras a otro sentido. La

caja box, puzizes, como el bolsillo y el cofrecillo, una representación del genital

femenino.

Hay en la vida muchos de estos símbolos que generalmente no advertimos. Cuando

hube de plantearme la labor de prescindir del hipnotismo para extraer a la luz aquello que

los hombres ocultan, guiándome tan sólo por sus palabras y sus actos, creí que habría de

serme más difícil de lo que realmente es. Teniendo ojos para ver y oídos para escuchar, no

tarda uno en convencerse de que los mortales no pueden ocultar secreto alguno. Aquellos

cuyos labios callan, hablan con los dedos. Todos sus movimientos los delatan. Y así resulta

fácilmente realizable la labor de hacer consciente lo anímico más oculto. El acto

sintomático con el bolsillito no fue el primer brote del sueño, pues Dora inició la sesión que

culminó en su relato del mismo con otro acto de igual naturaleza. Al entrar yo en la

habitación en que me esperaba, escondió rápidamente una carta que estaba leyendo.

Naturalmente, le pregunté de quien era aquella carta, y al principio se negó a decírmelo.

Luego resultó que carecía de toda importancia y no tenía lamenor relación con nuestra cura.

Era una carta en la que su abuela le pedía que le escribiera con mayor frecuencia. Es de

suponer que Dora quería sólo mostrarse primero misteriosa conmigo para indicar que ahora

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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sí se dejaba ya arrancar su secreto por el médico. Su repugnancia a consultar a nuevos

médicos se explica por el miedo a que el reconocimiento (flujo blanco) o la anamnesis

(averiguación de la enuresis) descubrieran la causa de su dolencia, o sea la masturbación.

Acusaciones contra el padre, que le habría transmitido su enfermedad, y detrás de

ellas una acusación contra sí misma flujo blanco, jugueteo sintomático con el bolsillo,

incontinencia posterior a los seis años, secreto que la enferma se resiste a dejarse

arrancar por los médicos; todo esto me parece constituir una prueba indiciaria irreprochable

de la masturbación infantil. Ya había yo empezado a sospecharla cuando la paciente me

habló de los dolores de estómago que aquejaban a su prima y se identificó luego con ella

acusando durante algunos días el mismo síntoma. Sabido es con cuánta frecuencia padecen

los masturbadores estos trastornos. Según una comunicación personal de W. Fliess, son

precisamente estas gastralgias las que pueden ser interrumpidas cocainizando en la nariz el

punto correspondiente al estómago, por él localizado, y curadas totalmente cauterizándolo.

Dora me confirmó conscientemente dos cosas: que había padecido con frecuencia tales

gastralgias y que tenía fundadas razones para creer que su prima se masturbaba. No es nada

raro que los enfermos descubran en otras personas cosas que en sí mismas no logran

reconocer, por oponerse a ello intensas resistencias afectivas. De todos modos, no oponía

ya a la sospecha de masturbación negativa alguna, aunque no recordase aún nada que

pudiera confirmarla. También la determinación cronológica de la duración de la

incontinencia «hasta poco antes del primer acceso de asma nerviosa» me parecía

clínicamente aprovechable. Los síntomas histéricos no aparecen casi nunca mientras los

niños continúan masturbándose, sino luego, en los períodos de abstinencia, pues

representan una sustitución de la satisfacción masturbadora que lo inconsciente continúa

demandando mientras no surge otra distinta satisfacción más normal, cuando tal

satisfacción no se ha hecho ya imposible. De esta última condición depende la posibilidad

de la curación de la histeria por medio del matrimonio y del comercio sexual normal. Si la

satisfacción cesa luego en el matrimonio por la práctica del coito interrumpido o el

extrañamiento psíquico de los cónyuges, etc., la libido vuelve a buscar su antiguo curso y se

manifiesta de nuevo en síntomas histéricos.

Quisiera indicar aún con seguridad cuándo y bajo qué influencia especial abandonó

Dora la masturbación, pero lo incompleto del análisis me obliga a aducir aquí material

insuficiente. Ya hemos visto que la enuresis se prolongó casi hasta el primer acceso de

disnea. Ahora bien: lo único que la sujeto supo aportar para la aclaración de este primer

acceso fue que en aquellos días su padre había salido de viaje por vez primera después de

su grave enfermedad. Este detalle conservado en su memoria debía integrar una relación

con la etiología de la disnea. Ciertos actos sintomáticos y otros diversos indicios me

hicieron suponer que la niña, cuya alcoba comunicaba directamente con la de sus padres,

había sorprendido alguna noche una escena de amor entre ellos, oyendo jadear a su padre,

cuya respiración era ya habitualmente fatigosa, en la excitación del coito. En tales casos,

los niños sospechan lo sexual en los ruidos inquietantes, pues integran ya, como

mecanismos congénitos, los movimientos expresivos de la excitación sexual. Hace ya

muchos años afirmé que la disnea y las palpitaciones de la histeria y la neurosis de angustia

no son sino trozos aislados del acto del coito, y en muchos casos, como en este de Dora, me

ha sido posible retrotraer el síntoma de la disnea, el asma nerviosa, a la misma causa

SIGMUND FREUD

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ocasional; esto es, al hecho de haber escuchado los ruidos producidos por una pareja adulta

en el acto del coito. A la influencia de la excitación entonces sentida puede atribuirse

fundadamente aquella transformación que se inició por entonces en la sexualidad de la

infantil sujeto y sustituyó la tendencia a la masturbación por la tendencia al miedo. Algún

tiempo después, cuando el padre estaba ausente y la niña lo echaba de menos, repitió

aquella impresión bajo la forma de un acceso de asma. El hecho de esta ausencia,

conservada en la memoria de Dora como motivo ocasional de su enfermedad, relata el

angustiado proceso mental que acompañó al ataque.

Dora sufrió el primer acceso de asma después de una excursión por la montaña, en

la que debió de sentir realmente alguna fatiga. A esta sensación física se agregó primero la

idea de que los médicos habían prohibido a su padre andar por terreno accidentado, pues

debía evitar todo esfuerzo, y luego el recuerdo de la fatiga que en aquella ocasión nocturna

delataba su respiración jadeante. Este recuerdo la llevó a preguntarse si ella misma no se

habría dañado gravemente con la masturbación, conducente también al órgano sexual,

acompañado siempre de una ligera disnea, y luego, al retorno intensificado de esta disnea,

como síntoma. Una parte de este material surgió en el análisis. La otra hube yo de

completarla. La comprobación de la masturbación nos ha mostrado la forma en que el

material de un tema puede ser únicamente reunido fragmentariamente en diversos tiempos

y relaciones distintas. Surge aquí toda una serie de interrogaciones importantísimas para la

etiología de la histeria; por ejemplo, si el caso de Dora ha de considerarse típico desde el

punto de vista etiológico y si presenta el único tipo de la causación, etcétera. Pero creo

obrar prudentemente aplazando la contestación a estas preguntas hasta haber expuesto una

más amplia serie de casos análogamente analizados. Además, quisiera empezar por plantear

detalladamente la cuestión. En lugar de limitarme a contestar con un «sí» o un «no» a la

interrogación de si la etiología de este caso patológico ha de buscarse en la masturbación

infantil, habría de fijar previamente el concepto de la etiología en las psiconeurosis. El

punto de vista desde el cual podría contestar se demostraría muy alejado de aquel otro

desde el cual se me dirige la interrogación. Bastará que en este caso lleguemos a la

convicción de que ha sido posible descubrir la masturbación y que la misma no ha sido

nada casual ni indiferente para la estructura del cuadro patológico.

Todavía conseguiremos más amplia comprensión de los síntomas de Dora

atendiendo a la significación de la dolencia el flujo blanco por ella confesada. La palabra

«catarro», con la que aprendió a designar su afección cuando un padecimiento análogo de

su madre hizo necesaria una cura en el balneario de Franzensbad, es nuevamente un

«equívoco» que faculta una exteriorización, en el síntoma de la tos, a toda la serie de ideas

sobre la culpabilidad del padre en la causación de la enfermedad. Esta tos, que tuvo

seguramente su origen en un catarro real insignificante, constituía, por otro lado, una

imitación del padre enfermo del pecho, y podía dar expresión a la piedad filial de la

muchacha. Pero además exteriorizaba algo de lo cual la sujeto no tenía quizá aún

conciencia por entonces: «Soy hija de mi padre. Tengo, como él, un catarro. Me ha

contagiado su enfermedad, como antes la contagió a mi madre. También me ha transmitido

malas pasiones, de las cuales es castigo la enfermedad» . Intentaremos ahora reunir las

distintas determinaciones halladas para los accesos de tos y de afonía. En el estrato más

profundo hemos de suponer la existencia de un estímulo de la tos, orgánicamente

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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condicionado, que sería el grano de arena en torno al cual forma el molusco la perla. Tal

estímulo es susceptible de fijación por corresponder a una región somática que ha

conservado en la muchacha un intenso carácter de zona erógena. Es, pues, muy adecuado

para dar expresión de la libido excitada. Queda fijado por su primer disfraz psíquico la

imitación compasiva del padre enfermo y luego por los autorreproches a causa del

«catarro». Este mismo grupo de síntomas se muestra además adecuado para presentar las

relaciones con el señor K., lamentar su ausencia y expresar el deseo de ser para él una

esposa mejor que la suya. Cuando una parte de la libido se orientó nuevamente hacia el

padre, el síntoma adquirió su quizá última significación para representar el comercio sexual

con el padre en identificación con la señora de K.

El sueño transforma el propósito inconsciente de refugiarse al amparo del padre en

una situación que muestra cumplido el deseo de que el padre la salve del peligro. Para

conseguirlo así tiene que echar a un lado una idea contraria: la de que el padre es

precisamente quien la ha expuesto a aquel peligro. El impulso hostil contra el padre (deseo

de venganza) en este punto reprimido constituye luego uno de los motores del segundo

sueño. Conforme a las condiciones de la producción onírica, la situación fantaseada es

elegida tal que reproduzca una escena infantil. Para la elaboración de sueños supone un

triunfo conseguir la transformación de una situación reciente, quizá, la del mismo motivo

ocasional del sueño, en una situación infantil. En ese caso lo consigue por una pura

casualidad del material. Exactamente en la misma forma en que su enamorado se había

aproximado a su lecho, despertándola, lo hacía su padre en la infancia. Toda su

transformación queda simbolizada exactamente sustituyendo en esta situación la persona de

K. por la del padre. Pero el padre la despertaba en su tiempo para que no mojase la cama.

Esta idea de «mojar» determina todo el resto del sueño, aunque sólo aparezca representado

por una alusión lejana y por una antítesis.

La antítesis de «mojar», «agua», puede ser muy bien «arder», «fuego». La

casualidad de que el padre hubiera expresado al llegar a L. su temor a un posible incendio

coadyuda a decidir que el peligro de que el padre la salva sea un fuego. En esta casualidad

y en la antítesis de la idea de «mojar» se apoya la situación elegida para la imagen onírica.

Hay fuego y el padre acude junto a su lecho para despertarla. El temor casualmente

manifestado por el padre no hubiera llegado a adquirir esta significación en el contenido del

sueño si no hubiera armonizado tan bien con la corriente afectiva victoriosa que tendía a

hallar a toda costa en el padre auxilio y salvación. El sueño muestra así que el padre se ha

dado cuenta inmediata del peligro y ha acudido en auxilio de su hija. (En realidad, lo que

había hecho era exponer a la muchacha a tal peligro.) En las ideas latentes del sueño, el

concepto «mojado» desempeña el papel de un foco de convergencia de varios núcleos de

representaciones. Pertenece no sólo al de la enuresis nocturna, sino también al de la

tentación sexual, reprimido y oculto detrás de aquel contenido del sueño. La sujeto sabe que

también en el comercio sexual queda «mojada» la mujer, que el hombre da a la mujer en el

coito algo líquido en forma de «gotas».

Sabe que precisamente en ello está el peligro y que debe evitar que sus órganos

genitales sean mojados. Con los conceptos «mojado» y «gotas» se inicia simultáneamente

el otro núcleo de asociaciones, esto es, el del repulsivo catarro genital que en los años de

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juventud de la sujeto tuvo para ella la misma significación vergonzosa que la enuresis en su

infancia. «Mojado» equivale aquí a «contaminado». El órgano genital, que ha de ser

conservado puro y limpio, está ya contaminado por el catarro, y tanto en su madre como en

ella. Dora parece comprender aquí que la manía de limpieza de su madre no es sino la

reacción a aquella impureza. Ambos núcleos coinciden en un punto: la madre ha recibido

del padre las dos cosas, la «mojadura sexual» y el flujo contaminador. Los celos contra la

madre son inseparables del círculo de ideas correspondientes al amor al padre despertado

como protección. Este material no es aún capaz de representación. Pero en cuanto pueda

encontrarse un recuerdo que esté en igual relación aprovechable con los dos círculos del

«mojado» y eluda la repugnancia, tal recuerdo pasará a representar dicho material en el

contenido del sueño.

El recuerdo buscado es hallado en el suceso de las «gotas» de perlas que la madre

deseaba recibir como «adorno». Aparentemente, el enlace de esta reminiscencia con los dos

círculos de la humedad sexual y de la impureza es sólo exterior, superficial y meramente

verbal, ya que las «gotas» aparecen empleadas como equívoco, como palabra de doble

sentido, y «adorno» es, como «limpio», una antítesis un tanto forzada de «impuro»

(contaminado). Pero en realidad no es difícil señalar íntimos enlaces de contenido. El

recuerdo proviene del material de los celos, de raíz infantil, pero continuados luego contra

la madre. A través de los dos puentes de palabras indicados puede ser transferida a la

reminiscencia de las «gotas» toda la significación concomitante a las representaciones del

comercio sexual entre los padres, el flujo blanco y la atormentada manía de la limpieza de

la madre.

Pero todavía ha de tener lugar otro desplazamiento. Lo que llega a ser acogido en el

contenido del sueño no son las «gotas», más cercanas al «mojado» primitivo, sino las

«joyas», más lejanas a él. Así, pues, si este elemento hubiera quedado incluido en la

situación onírica ya fijada, el fragmento correspondiente del sueño habría sido: la madre

quiere aún salvar las «joyas». Pero en la nueva variante «joyero»se impone a

posteriori el influjo de elementos pertenecientes al círculo de la tentación emanada de K.

Este no había regalado a Dora una «joya», pero sí un «joyero», representación de todas las

tiernas atenciones por las cuales le había de estar agradecida la muchacha. El «joyero» así

acogido en el contenido manifiesto del sueño tiene todavía un valorrepresentativo especial.

¿No es acaso una imagen usual para designar el genital femenino intacto e impoluto? ¿Y,

por otro lado, una palabra inocente y, en consecuencia, muy adecuada tanto para indicar

como para encubrir las ideas sexuales ocultas detrás del sueño? De este modo el contenido

del sueño incluye en dos puntos el «joyero de la madre», y este elemento sustituye la

mención de los celos infantiles, de las gotas y, por tanto, de la humedad sexual y de la

contaminación por el flujo, y por otro lado, la de las ideas actuales de tentación que

impulsan a la sujeto a corresponder al amor de su pretendiente y pintar la situación sexual

inminente, deseada y temida. El elemento «joyero» es como ningún otro un resultado de la

condensación y del desplazamiento y una transacción entre corrientes antitéticas. Su doble

aparición en el contenido del sueño indica su múltiple origen de fuentes actuales e

infantiles.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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39

El sueño es la reacción a un suceso reciente y excitante que hubo de despertar el

recuerdo del único acontecimiento análogo de años anteriores, esto es, el de la escena de la

tienda, el beso y la repugnancia sentida al recibirlo. Pero a esta escena puede llegarse

también por caminos asociativos distintos, partiendo del círculo de ideas relativo al catarro

y del referente a la tentación actual. Aporta, pues, al contenido del sueño una contribución

propia que ha de adaptarse a la situación preformada. Hay fuego..., y como el beso supo a

humo, la sujeto advierte olor a humo en el contenido del sueño, el cual se prolonga, en este

caso, más allá del despertar. En el análisis de este sueño he dejado, desgraciadamente y por

inadvertencia, una laguna. El padre dice en él: «No quiero que mis dos hijos perezcan...»

(Las ideas latentes continuarían; a consecuencia de la masturbación.) Tales frases

emergentes en los sueños se componen regularmente de fragmentos de frases realmente

dichas u oídas por el sujeto. Hubiera debido, por tanto, informarme del origen real de

aquélla. El resultado de esta investigación hubiera señalado una mayor complicación de la

estructura del sueño, pero también la hubiera hecho más transparente.

¿Habremos de suponer que este sueño integró antes en L. exactamente el mismo

contenido que en su repetición durante la cura? No parece necesario. La experiencia

muestra que los hombres afirman muchas veces haber soñado reiteradamente idéntico

sueño, cuando en realidad las distintas apariciones del mismo se han diferenciado en

numerosos detalles y amplias variantes. Así, una de mis pacientes me comunicó en una

ocasión haber vuelto a soñar por aquellos días en la misma forma que siempre su sueño

favorito, en el que se veía nadando en un mar intensamente azul cuyas olas surcaba gozosa,

etc. Una investigación más detenida reveló que el sueño mostraba en sus repeticiones

detalles diferentes sobre el mismo fondo. Por ejemplo: en una de las repeticiones del sueño

el mar estaba helado y la sujeto nadaba entre grandes témpanos. Otros sueños que la

paciente no intentaba ya dar como repeticiones del mismo mostraban con éste reiterado un

íntimo enlace. Así, en uno de ellos veía la isla de Heligoland, que conocía por fotografías,

un barco en el mar y a su bordo dos amigos suyos de juventud, etc.

Lo indudable es que el sueño de Dora, emergido durante la cura, había adquirido un

sentido nuevo actual sin modificar quizá su contenido manifiesto. Integraba entre sus ideas

latentes una relación con el tratamiento y correspondía a una renovación del propósito

pretérito de escapar a un peligro. Si no sufría un error mnémico al afirmar que ya en L.

había advertido olor a humo al despertar de su sueño, ha de reconocerse que supo introducir

muy hábilmente mi frase «No hay humo sin fuego» en aquel fragmento onírico ya forjado

en el que aparece utilizada para la superdeterminación del último elemento. Un innegable

azar fue que el último motivo ocasional actual, el hecho de que la madre cerrara con llave el

comedor por las noches, dejando prisionero al hermano en su alcoba, trajera consigo un

enlace con la ocultación de la llave por K. en L., acto que maduró el propósito de fuga de

Dora al ver que no podía ya encerrarse en su cuarto. Quizá el hermano no apareciera en los

sueños de entonces, en cuyo caso la frase «mis dos hijos» no habría llegado a ser integrada

en el sueño hasta después del último motivo ocasional.

SIGMUND FREUD

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40

El segundo sueño

Pocas semanas después del primer sueño emergió el segundo, cuya solución

coincidió con el prematuro final del análisis, interrumpido en este punto por causas ajenas a

mi voluntad. Este segundo sueño no pudo ser tan plenamente esclarecido como el primero,

pero trajo consigo la deseada confirmación de cierta hipótesis, ineludible ya sobre el estado

psíquico de la paciente, cegó una laguna mnémica y descubrió la génesis de otro de los

síntomas que Dora presentaba. La sujeto hizo de él el relato siguiente: Voy paseando por

una ciudad desconocida y veo calles y plazas totalmente nuevas para mí. Entro luego en

una casa en la que resido, voy a mi cuarto y encuentro una carta de mi madre. Me dice que

habiendo yo abandonado el hogar familiar sin su consentimiento no había ella querido

escribirme antes para comunicarme que mi padre estaba enfermo. Ahora ha muerto, y si

quieres puedes venir. Voy a la estación y pregunto unas cien veces: «¿Dónde está la

estación?» Me contestan siempre lo mismo: «Cinco minutos.» Veo entonces ante mí un

bosque muy espeso. Penetro en él y encuentro a un hombre al que dirijo de nuevo la misma

pregunta. Me dice: «Todavía dos horas y media». Se ofrece a acompañarme. Rehuso y

continúo andando sola. Veo ante mí la estación, pero no consigo llegar a ella y experimento

aquella angustia que siempre se sufre en estos sueños en que nos sentimos como

paralizados. Luego me encuentro ya en mi casa. En el intervalo debo haber viajado en tren,

pero no tengo la menor idea de ello. Entro en la portería ypregunto cuál es nuestro piso. La

criada me abre la puerta y me contesta: «Su madre y los demás están ya en el cementerio».

La interpretación de este sueño no dejó de presentar dificultades. A consecuencia de

las especialísimas circunstancias, íntimamente enlazadas a su mismo contenido, que

provocaron la interrupción del tratamiento, no pudo ser totalmente aclarado. A ellas ha de

imputarse también el hecho de que mi recuerdo del orden de sucesión de las soluciones

logradas no sea muy seguro. Indicaré también cuál era el tema sobre el que recaía el

análisis en el momento en que surgió el sueño. Dora trataba de fijar, por aquellos días, la

relación de sus propios actos con los motivos que podían haberlos provocado. Se

preguntaba, así, por qué en los días siguientes a la escena con K. en los alrededores del lago

había silenciado celosamente lo sucedido y por qué luego, de repente, se había decidida a

contárselo todo a sus padres. Por mi parte encontraba también necesario aclarar por qué

Dora se había sentido tan gravemente ofendida por la declaración amorosa, tanto más

cuanto que empezaba a vislumbrar que tampoco para K. se trataba de una liviana tentativa

de seducción, sino de un hondo y sincero enamoramiento. El hecho de que la muchacha

denunciase a sus padres lo sucedido me parecía constituir un acto anormal, provocado ya

por un deseo patológico de venganza. A mi juicio, una muchacha normal hubiera resuelto la

situación por sí sola.

Expondré ahora, en el orden en que va surgiendo en mi recuerdo, el material que

emergió en el análisis de este sueño. «Va paseando por una ciudad desconocida y ve calles

y plazas.» La sujeto asegura que no se trataba de B., como ya suponía en un principio, sino

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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de una ciudad en la que jamás había estado. Le hice observar que podía haber visto cuadros

o fotografías de las que luego hubiera extraído el escenario de su sueño. A esta observación

mía enlazó Dora la ampliación antes citada de su primer relato: «En una plaza veo un

monumento», y en el acto descubrió la fuente de que provenían las imágenes de su sueño.

En Navidad había recibido un álbum con vistas de un balneario alemán, y el mismo día del

sueño lo había sacado de una caja en que guardaba multitudde estampas y fotografías, para

enseñárselo a unos parientes suyos. Con tal motivo había preguntado a su madre: «¿Dónde

está la caja?». Una de las vistas que el álbum contenía era la de una plaza en cuyo centro se

alzaba un monumento. El álbum era regalo de un joven ingeniero al que había conocido en

la ciudad en que el padre tenía sus fábricas. Este ingeniero, deseoso de crearse pronto una

situación independiente, había aceptado una colocación ventajosa en Alemania y

aprovechaba toda ocasión de hacerse recordar por Dora, demostrando su intención de

pedirla en matrimonio en cuanta su situación se lo permitiese. Pero había que esperar.

El acto de vagar por una ciudad desconocida aparecía superdeterminado. Conducía a

uno de los motivos diurnos ocasionales del sueño. Durante las fiestas de Navidad había

acudido a Viena un joven provinciano, primo de Dora, al que la muchacha tuvo que pilotear

por la capital. Este motivo diurno ocasional era totalmente indiferente. Pero aquel joven

pariente recordó a Dora una estancia suya en Dresden, durante la cual paseó por aquella

ciudad en la que nunca había estado, y visitó, naturalmente, la famosa Galería pictórica.

Otra primo suyo que iba con ella y conocía ya Dresden se ofreció a guiarla en esta visita,

pero Dora rechazó su ofrecimiento y fue sola, recorriendo las salas con todo espacio y

deteniéndose largamente ante los cuadros que más llamaron su atención. Ante la

«Madonna» sixtina permaneció dos horas en serena ensoñación admirativa. Cuando luego

le preguntaron qué era lo que tanto le había gustado en aquella pintura no supo explicarse

claramente. Por último dijo: «La 'Madonna'.» Es indudable que todas estas asociaciones

pertenecen al material productor del sueño, pues integran elementos que retornan sin

modificación alguna en el mismo (rechazó su ofrecimiento y siguió sola dos horas).

Observo ya que las «imágenes» corresponden a un foco de convergencia del tejido de las

ideas latentes del sueño (las fotografías del álbum las pinturas de Dresden). También

el tema de la «Madonna», de la madre virgen, nos ofrece un punto de apoyo para ulteriores

deducciones. Pero, ante todo, veo que en esta primera parte del sueño Dora se identifica con

un hombre joven.

Vaga por un país extranjero, se esfuerza en alcanzar un fin, pero hay algo que le

detiene; precisa tener paciencia y esperar. Si Dora pensaba aquí en el ingeniero, el fin

perseguido en su sueño hubiera podido ser la posesión de una mujer, la posesión de su

propia persona. Pero en lugar de esto era una estación. Sin embargo, conforme a la relación

de la pregunta formulada en el sueño con la que realmente hubo de formular durante el día

inmediatamente anterior al mismo, podemos sustituir la estación por una caja y en el

simbolismo onírico caja y mujer son ya conceptos próximos.

«Pregunta unas cien veces...» Esto nos lleva a otro motivo ocasional del sueño

menos indiferente ya. La noche misma de su sueño su padre le había pedido, al retirarse a

dormir, que le trajese la botella de coñac, pues si no bebía un poco al acostarse no lograba

conciliar el sueño. Dora pidió la llave del aparador a su madre, pero ésta se hallaba tan

SIGMUND FREUD

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abstraída en una conversación, que no oyó su demanda hasta que la muchacha exclamó, con

exageración impaciente: «¿Quieres decirme dónde está la llave del aparador? Te lo he

preguntado ya cien veces.» En realidad, no habría repetido naturalmente su pregunta más

de unas cinco veces . La pregunta «¿Dónde está la llave?» me parece constituir la

contrapartida masculina de la otra interrogación: «¿Dónde está la caja?» (Véase el primer

sueño.) Trátase, pues, de interrogaciones referentes a los genitales. Aquella misma noche,

en la cena con que habían obsequiado a varios parientes, uno de ellos había brindado por el

padre, expresando su deseo de que gozara de salud por muchos años, etc. Dora había visto

entonces dibujarse en el fatigado rostro de su padre una contracción melancólica y había

adivinado las tristes ideas que en él despertaban tales votos. ¡Pobre padre tan gastado ya y

tan enfermo! ¡Quién podía saber cuánto tiempo le quedaba aún de vida! Con esto llegamos

al contenido de la carta que aparece en el sueño, y según la cual Dora había abandonado el

hogar familiar y su padre había muerto. En este punto recordé a la sujeto la carta de

despedida que en otra ocasión había dirigido a sus familiares. Aquella carta estaba

destinada a atemorizar a su padre impulsándole a romper sus relaciones con la señora de K.,

o, por lo menos, a vengarse de él si ni aún así lograba imponerle tal ruptura. Nos hallamos,

pues, ante el tema de la muerte de la propia Dora y de la muerte de su padre (el

«cementerio» luego en el sueño). ¿Erraremos mucho suponiendo que la situación que forma

la fachada del sueño corresponde a una fantasía de venganza contra el padre? Las ideas

compasivas del día anterior armonizarían muy bien con esta hipótesis. Tal fantasía sería

como sigue: ella abandonaría a sus padres, marchándose al extranjero, y su padre se moría

de pena, quedando así vengada ella. Comprendía muy bien lo que ahora le faltaba al padre

hasta el punto de que le fuera imposible conciliar el sueño sin beber coñac.

Dejaremos consignado este deseo de venganza como un nuevo elemento para una

síntesis ulterior de las ideas latentes del sueño. Pero el contenido de la carta había de tener

más amplia determinación. Se imponía buscar la procedencia de las palabras «si ¿quieres?».

Al llegar a este punto, aportó Dora una adición a su primer relato del sueño, manifestando

que la palabra «quieres» estaba en interrogación, y seguidamente reconoció la frase como

una cita de la carta que la señora de K. le había escrito, invitándola a pasar con ellos una

temporada en L. (la estación veraniega junto al lago). Dicha carta contenía, en efecto, un

signo de interrogación completamente fuera de lugar y en medio de frase, después de las

palabras «... si ¿quieres venir?» Retornamos, pues, a la escena a orillas del lago y a los

enigmas con ella enlazados. Rogué a Dora que me relatase una vez más, con todo detalle,

tal escena. Al principio no aportó dato ninguno nuevo de importancia. K. había iniciado su

declaración amorosa en serias reflexiones destinadas a justificarla, pero la muchacha no le

dejó desarrollarlas, pues en cuanto comprendió de lo que se trataba, le abofeteó y huyó de

su lado. Quise saber cuáles habían sido exactamente las palabras de K., pero Dora sólo

recordaba una de sus frases de justificación: «Ya sabe usted que mi mujer no es nada para

mí». Para no volver a tropezar con K., Dora quiso regresar a L. a pie, rodeando el lago y

preguntó a un hombre, al que encontró en su camino, cuánto tardaría en llegar. «Dos horas

y media» fue la respuesta. Dora renunció entonces a su propósito y embarcó de nuevo en el

vaporcito que los había traído. En él volvió a encontrar a K., que se acercó a ella para

pedirle perdón y rogarle que no contase a nadie lo sucedido. Dora no se dignó contestarle.

El bosque de su sueño era idéntico al que cubría la orilla del lago en la que se había

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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desarrollado la escena nuevamente descrita. Pero también el día anterior al sueño había

visto la sujeto un bosque análogamente poblado en un cuadro de una exposición. Este

cuadro mostraba en segundo término varias figuras de ninfas.

Quedaba así confirmada una sospecha. que ya venía asaltándome. En efecto, los

conceptos de estación (Bahnhof) y cementerio (Friedhof) me habían parecido harto

extraños e inhabituales como símbolos de los genitales femeninos y esta singularidad había

orientado mi atención hacia la palabra Vorhof (vestíbulo), de análoga formación, empleada

también como término anatómico para designar una determinada región de los genitales de

la mujer. Pero esto podía ser un error mío. La nueva asociación relativa a las «ninfas» en el

fondo de su «espeso bosque» vino ahora a disipar por completo tales dudas, confirmando

plenamente mi hipótesis, pues estaba de lleno en la geografía simbólica sexual. «Ninfas» es

un término anatómico, totalmente desconocido en este sentido por los profanos e incluso

poco usado por los mismos médicos, con el que se designan los pequeños labios del genital

femenino situado al fondo del «espeso bosque» del vello sexual. Ahora bien: una sujeto que

empleaba términos técnicos tales como Vorhof y «ninfas», tenía que haber adquirido

semejantes conocimientos leyendo algún tratado de Anatomía o consultando una

enciclopedia, refugio habitual esta última de la juventud devorada por la curiosidad sexual.

Así, pues, detrás de la primera situación del sueño se ocultaba, si mi interpretación

no era errónea, una fantasía de desfloración; esto es, cómo un hombre se esfuerza en

penetrar el genital femenino. Estas deducciones mías debieron de impresionar

profundamente a la sujeto pues hicieron emerger en ella el recuerdo de un trozo olvidado de

su sueño «Voy tranquilamente a mi cuarto y me pongo a leer un libro muy voluminoso que

encuentro encima de mi escritorio.» Detalles importantes son aquí la «tranquilidad» de la

sujeto y el «volumen» del libro. A mi pregunta de si el formato de este último era el

habitual en las enciclopedias, respondió en el acto afirmativamente. Ahora bien: cuando los

niños cogen una enciclopedia para satisfacer su curiosidad sobre materias prohibidas, no

leen nunca tranquilamente. Tiemblan y miran a cada momento en torno suyo, temiendo que

sus familiares los sorprendan. Pero la fuerza cumplidora de deseos del sueño había

mejorado fundamentalmente tan inquietante situación. El padre había muerto y los demás

habían ido al cementerio. Dora podía leer tranquilamente lo que quisiera. ¿No indicaría

acaso esto que una de las razones que impulsaban a Dora a la venganza era la rebeldía

contra la coerción ejercida por los padres? Muerto el padre, podía ella leer y amar con plena

libertad. Al principio no quiso recordar haber consultado nunca una enciclopedia, pero

luego acabó por comunicarme tal recuerdo, si bien por completo inocente. Cuando aquella

tía suya, a la que tanto quería, enfermó gravementey Dora había decidido ya trasladarse a

Viena para estar a su lado, recibió una carta de otro tío suyo comunicándole que, por su

parte, le era imposible ponerse en camino, pues uno de sus hijos, primo de Dora, por tanto,

había caído en cama con un ataque de apendicitis. En esta ocasión había consultado la

sujeto una enciclopedia para enterarse de cuáles eran los síntomas de la apendicitis.

De su lectura recordaba aún el dolor característico en el vientre. Recordé entonces

que poco después de la muerte de su tía, y hallándose aún en Viena, había Dora pasado una

enfermedad que se supuso apendicitis. Hasta el momento no me había yo atrevido a contar

esta enfermedad entre sus dolencias histéricas. La sujeto relataba haber tenido fiebre alta

SIGMUND FREUD

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los primeros días y haber sufrido aquel dolor en el vientre que la enciclopedia señalaba

como uno de los síntomas de la apendicitis. Le habían recetado compresas frías, pero no

había podido resistirlas. El segundo día, y entre violentos dolores, se le había presentado el

período, muy irregular en ella desde que había comenzado a estar enferma. Por aquella

época padecía un estreñimiento pertinaz. No parecía factible considerar tal estado como

puramente histérico. No obstante estar plenamente comprobada la existencia de fiebres

histéricas, parecía arbitrario atribuir a la histeria y no a una causa orgánica la fiebre de esta

dudosa enfermedad de Dora. Me disponía, pues, a abandonar esta pista cuando la misma

sujeto vino en mi ayuda, aportando una última adición a su sueño: «Me veo subiendo la

escalera.» Naturalmente, demandé en el acto una especial determinación de este detalle.

Dora objetó, probablemente sin tomarlo ella misma en serio, que para llegar al piso

en que habitaban no tenía más remedio que subir la escalera; pero yo rebatí fácilmente tal

objeción, haciéndole observar que si su sueño la había trasladado desde la ciudad

desconocida en la que se iniciaba hasta Viena, prescindiendo en absoluto de todo detalle

referente al viaje en ferrocarril, también podía haber prescindido de aquel acto, mucho

menos importante, de subir la escalera. Entonces continuó en la forma siguiente: Después

de la apendicitis se le había hecho difícil andar, pues le costaba trabajo avanzar el pie

derecho. Esta dificultad, prolongada durante bastante tiempo, la había llevado a evitar en lo

posible las escaleras. Todavía arrastraba a veces trabajosamente el pie derecho. Los

médicos a los que su padre les hizo acudir en consulta extrañaron mucho aquel residuo

inhabitual de una apendicitis tanto más cuanto que el dolor abdominal no había vuelto a

presentarse ni acompañaba siquiera el esfuerzo que la paciente había de hacer para avanzar

el pié.

Se trataba, pues, de un verdadero síntoma histérico. Aunque la fiebre hubiera

obedecido a una causa orgánica circunstancial quizá a una afección de tipo gripal sin

localización especial alguna, quedaba demostrado que la neurosis había aprovechado la

ocasión utilizándola para una de sus manifestaciones. Dora se había procurado aquella

enfermedad cuyos síntomas había leído en la enciclopedia, se había castigado así por tal

lectura y había de decirse que el castigo no correspondía a la lectura del artículo

«apendicitis», totalmente inocente, sino que había surgido por un proceso de

desplazamiento, una vez que a tal lectura vino a agregarse otra, más culpable, que hoy se

ocultaba detrás de la primera, inocente. Quizá pudiera investigarse todavía cuáles

habíansido los temas de la otra lectura. ¿Qué significaba, pues, aquel estado que quería

imitar una peritiflitis? El resto de aquella enfermedad, la dificultad para avanzar una pierna,

no correspondía a una peritiflitis; debía armonizar mejor con la significación secreta,

posible mente sexual, del cuadro patológico, y su aclaración habría de arrojar alguna luz

sobre dicha buscada significación.

El sueño había integrado indicaciones de tiempo, concepto nada indiferente en

cuanto atañe al suceder biológico. Pregunté pues, a la sujeto cuándo había sufrido aquel

ataque de apendicitis, si antes o después de la escena junto al lago. Rápidamente y sin

titubeos produjo Dora una respuesta que resolvía ya de una vez todas las dificultades: nueve

meses después. No podía darse un plazo más característico. Así, pues, la supuesta

apendicitis había realizado la fantasía de un parto, utilizando para ello los modestos medios

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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de que la paciente disponía: dolores y hemorragia menstrual. Dora conocía, naturalmente,

la significación de semejante plazo y no pudo negar toda verosimilitud a mi sospecha de

que también hubiese consultado la enciclopedia en lo referente al embarazo y al parto. Pero

¿qué podía significar aquella dificultad para avanzar una pierna ? En este punto tenía que

arriesgarme a adivinar. Andamos así cuando nos hemos lastimado un pie. Ahora bien: si los

síntomas de Dora, nueve meses después de la escena junto al lago, transferían a la realidad

su fantasía inconsciente de un parto, ello quería decir que la muchacha había dado en

aquella otra fecha anterior un «mal paso», a lo que es lo mismo, un «paso en falso». Mas

para considerar acertada esta adivinación mía me era preciso obtener de la paciente una

determinada confirmación. Tengo la convicción de que síntomas tales como este del pie no

surgen jamás cuando la vida infantil del paciente no integra un suceso que pueda servirles

de antecedente y modelo. Los recuerdos de épocas posteriores no entrañan, según toda mi

experiencia en la materia, fuerza suficiente para exteriorizarse como síntomas. En el caso

de Dora no me atrevía casi a esperar que la sujeto me proporcionase el material buscado,

procedente de su vida infantil, pues aunque el principio antes expuesto me parecía

rigurosamente exacto, no podía, sin embargo, atribuirle con plena seguridad alcance

general. Pero precisamente con esta enferma obtuve en el acto su confirmación. Siendo

niña había rodado por la escalera de su casa en B., y se había lastimado un pie, el mismo

que ahora le costaba trabajo avanzar. Se lo vendaron y tuvo que permanecer en reposo

semanas enteras. Ello sucedió teniendo la paciente ocho años y poco antes de presentársele

el primer acceso de asma nerviosa.

Tratábase ahora de utilizar el descubrimiento de la fantasía inconsciente antes

descrita, y lo hice en la siguiente forma: «El hecho de que nueve meses después de la

escena a orillas del lago simule usted inconscientemente un parto y arrastre luego hasta hoy

la consecuencia de aquel «paso en falso», demuestra que en su inconsciente lamenta usted

el desenlace de aquella escena, sentimiento que la ha llevado a rectificarlo en su

pensamiento inconsciente. Su fantasía de un parto exige como premisa la condición de que

por entonces hubiera ocurrido realmente algo y hubiese usted vivido y experimentado en

aquella ocasión todo lo que después hubo de buscar en la enciclopedia. Ya ve usted cómo

su amor a K. no terminó con aquella escena y continúa vivo hasta hoy, como desde un

principio sostuve yo contra su opinión, aunque no tenga usted conciencia de ella.» Dora no

me contradijo ya. Esta labor, encaminada a lograr la explicación del segundo sueño, nos

llevó dos horas, o sea dos sesiones completas del tratamiento. Cuando al final de la segunda

hora manifesté mi satisfacción ante los resultados conseguidos, Dora observó

despreciativamente: «No veo que haya salido a luz nada de particular», preparándome así a

la proximidad de nuevas revelaciones.

La sesión inmediata la inició Dora con las palabras siguientes: ¿Sabe usted,

doctor, que hoy es la última vez que vengo aquí? ¡Cómo voy a saberlo si hasta ahora no

me ha dicho usted nada que pudiera hacérmelo prever! Sí. Resolví seguir viniendo hasta

Año Nuevo , pero ni un día más. No quiero esperar por más tiempo la curación. Ya sabe

usted que puede interrumpir el tratamiento cuando quiera. Pero hoy vamos a trabajar

todavía. ¿Cuándo tomó usted esa resolución? Hace quince días. Quince días. Parece

como si se tratase del despido de una criada o de una institutriz. Es el plazo habitual para

anunciarles o anunciar ellas su despido. Cuando fui a L. a pasar unos días con los K.

SIGMUND FREUD

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tenían éstos en su casa una institutriz que se despidió poco después. ¡Ah!, ¿sí? Nunca me

ha hablado usted de ella. Cuénteme. Sí. Tenían una institutriz para los niños; una

muchacha cuya conducta para con el amo de la casa me pareció muy singular desde el

primer momento. No le saludaba ni le dirigía la palabra, ni siquiera hacíaademán de

alcanzarle las cosas que pedía en la mesa. Parecía como si no existiese para ella. Tampoco

él se mostraba, ciertamente, muy cortés para con la muchacha. Uno o dos días antes de la

escena a orillas del lago, la institutriz me llamó aparte y me contó que durante una

temporada que la mujer de K. había estado ausente, el marido la había cortejado con

insistencia, apremiándola tenazmente y asegurándole que su mujer no era nada para él, etc.

Las mismas palabras que acababa de pronunciar en su declaración a usted cuando usted

le abofeteó, ¿no ? Sí; la institutriz acabó por ceder a sus deseos. Pero K. dejó de ocuparse

de ella al poco tiempo, y la muchacha le odiaba desde entonces. ¿Y se despidió durante

su estancia de usted en L.? No. Pensaba hacerlo. Me dijo que al verse abandonada había

comunicado a sus padres, residentes en Alemania, todo lo sucedido. Sus padres le

aconsejaron que abandonara en el acto aquella casa, y al ver que no lo hacía, le escribieron

rompiendo toda relación con ella y prohibiéndole volver jamás a su lado. ¿Y por qué no

se había marchado? Me dijo que quería esperar aún algún tiempo para ver si K.

modificaba su conducta. En caso contrario, se despediría. ¿Qué ha sido de la muchacha?

No sé nada. Sólo que se marchó de la casa. ¿No quedó embarazada a consecuencia de

aquella aventura? No.

Había surgido pues en medio del análisis cosa perfectamente normalun trozo

de material real que ayudaba a resolver problemas anteriormente planteados. Podía ya decir

a Dora: «Ahora conozco el motivo de aquella bofetada con la que respondió usted a la

declaración de su amor. No fue la indignación provocada por suponerla a usted capaz de

aceptar tales proposiciones de un hombre casado, sino un impulso de celosa venganza.

Cuando la institutriz le contó su historia, usted hizo aún uso de su destreza habitual para

echar a un lado todo aquello que contrariaba sus sentimientos. Pero en el momento en que

K. le dirigió las mismas palabras que antes a la otra muchacha«Mi mujer no es nada para

mí», despertaron en usted nuevos impulsos, y la balanza se inclinó decisivamente. Se

dijo usted: «Este hombre se atreve a tratarme como a una institutriz, como a una persona

subordinada.» Y esta ofensa inferida a su orgullo, sumada a sus celos y a los restantes

motivos conscientes y razonados, colmó ya las medidas. Para demostrarle hasta qué punto

se halla usted aún bajo la influencia de la historia de la institutriz, me bastará hacerle

observar cuán repetidamente se identifica usted con ella en sus sueños y en su conducta.

Se despide usted de mí como una institutriz tomándose un plazo de quince días. La

carta de su sueño, autorizándola a usted para retornar a su casa, es la contrapartida de la

carta en que los padres de la institutriz prohibían a ésta presentarse ante ellos. ¿Por qué

no se lo conté entonces todo inmediatamente a mis padres? ¿Qué tiempo dejó usted

pasar? La escena con K. fue el último día de junio. Hasta el 14 de julio siguiente no se lo

conté a mi madre. Otra vez el plazo de quince días, característico para el despido de una

sirviente. Ahora puedo ya contestar a su pregunta anterior. Comprendió usted muy bien a

aquella pobre muchacha. No quiso despedirse en el acto porque esperaba que K. le otorgara

de nuevo su cariño. Tal fue también el motivo que determinó su propia conducta. Se dio

usted un plazo para ver si K. renovaba su declaración, demostrándole así la seriedad de sus

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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intenciones y que no trataba solamente de jugar con usted como antes con la institutriz.

Pocos días después de su partida, aún me escribió una postal. Bien. Pero luego, al no

volver a recibir noticias suyas, dio usted libre curso a su venganza. Aunque no es nada

inverosímil que también su acusación contra K. obedeciese, en segundo término, a la

intención de moverle a acudir a su lado para justificarse ante los suyos. Tal fue, en

efecto, mi primera intención. Y entonces hubiera quedado cumplido su ardiente deseo de

volver a verle (Dora asintió aquí, cosa que yo no esperaba) y hubiera podido darle la

satisfacción que usted demandaba. ¿Qué satisfacción? Empiezo a sospechar que toda

esta historia con K. ha sido para usted mucho más seria de lo que hasta ahora ha querido

reconocer. ¿No se habló varias veces de separación en el matrimonio K.? Sí.

Primero no quiso ella, por causa de los hijos. Ahora quiere, pero su marido no. ¿Y

no ha pensado usted nunca que K. quería separarse de su mujer para casarse con usted? ¿Y

que si ahora no quiere es porque no tiene ya tal compensación? Hace dos años era usted,

desde luego, demasiado joven para casarse; pero usted misma me ha contado que su madre

se prometió a los diecisiete años y esperó luego dos años. La historia amorosa de la madre

constituye, habitualmente, un modelo para la hija. Quería usted, pues, esperar a K. y

suponía que por su parte sólo esperaba a que usted tuviera edad para casarse con él. He de

suponer que usted llegó a edificar seriamente todo un plan de vida sobre esta base. No

puede usted negar que K. abrigaba aquella intención, y en el curso del análisis han surgido

muchas cosas que indican directamente la existencia de tal propósito.

La conducta de su enamorado en L. no integra tampoco prueba alguna en contrario.

No le dejó usted acabar de explicarse e ignora, por tanto lo que en definitiva quería decirle.

Su matrimonio con K. no hubiera sido en realidad tan imposible. Las relaciones de su padre

con la señora de K., relaciones que usted protegió en tanto resultaban favorables a sus

propias intenciones, eran una garantía segura de que dicha señora consentiría en el divorcio,

y en cuanto a su padre, siempre ha conseguido usted de él lo que ha querido, e incluso

hubiera sido ésta la única solución posible para todos si los sucesos desarrollados en L.

hubieran tenido otro desenlace. Por haberlo comprendido así lamentó usted luego tan

hondamente el desenlace por usted misma provocado y lo corrigió en la fantasía

inconsciente que hubo de exteriorizarse bajo la forma de una apendicitis. Fue, pues, para

usted un doloroso desengaño ver que su enamorado, en lugar de reaccionar a su acusación

renovando seriamente sus pretensiones, la acusaba a su vez calumniosamente. Ha

confesado usted que lo que más le indigna es la suposición de que la escena a orillas del

lago sea pura imaginación suya. Ahora sé ya lo que no quiere usted que se le recuerde: que

imaginó usted serias y sinceras las pretensiones amorosas de K. y creyó que no cejaría en

ellas hasta conseguirla en matrimonio.

Dora me oyó sin contradecirme, como solía. Parecía impresionada. Se despidió

amablemente de mí, deseándome toda clase de venturas en el nuevo año..., y no volvió a

aparecer por mi consulta. El padre, que aún me visitó varias veces, me aseguró que

volvería, pues se la notaba deseosa de continuar el tratamiento. Pero no creo que hablara

sinceramente. Había intervenido en favor de la cura mientras supuso que yo iba a

convencer a Dora de que entre él y la señora de K. no existía sino una pura amistad. Pero al

advertir que no entraba en mis cálculos tal cosa, se desinteresó por completo del

SIGMUND FREUD

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48

tratamiento. Yo sabía muy bien que Dora no volvería a mi consulta. La inesperada

interrupción del tratamiento, cuando mis esperanzas de éxito habían adquirido ya máxima

consistencia, destruyéndolas así de golpe, constituía por su parte un indudable acto de

venganza y satisfacía al propio tiempo la tendencia de la paciente a dañarse a sí misma.

Quien como yo despierta a los perversos demonios que habitan, imperfectamente domados,

un alma humana, para combatirlos ha de hallarse preparado a no salir indemne de tal lucha.

Surge aquí la cuestión de si hubiera quizá logrado retener a la paciente prestándome a

desempeñar un papel insincero; esto es, exagerando el valor que para mí había de tener la

continuación del tratamiento y mostrando a Dora un caluroso interés que, no obstante las

limitaciones impuestas por mi situación profesional, habría sido acogido por ella como una

sustitución del cariño que tanto ansiaba. No lo sé. Pero teniendo en cuenta que una parte de

los factores que se oponen en calidad de resistencia permanece siempre y en todo caso

incógnita, he huido constantemente de toda insinceridad, contentándome con ejercer

desinteresadamente el arte psicológico. Con todo mi interés teórico y mis mejores deseos

profesionales de ayudar a los enfermos, no olvido nunca que el influjo psíquico tiene

necesariamente sus fronteras y respeto como tales el juicio y la voluntad de los pacientes.

No sé tampoco si el señor K. hubiera conseguido más si alguien le hubiera revelado

que aquella bofetada de Dora no significaba en modo alguno un «no» definitivo y

correspondía en realidad a los celos en ella a última hora despertados, en tanto que los más

fuertes impulsos de su alma le eran francamente favorables. Si K. hubiera hecho caso omiso

de aquel «no» y hubiera continuado pretendiendo a Dora con apasionamiento convincente,

es muy posible que la inclinación de la muchacha hubiese superado todas las dificultades

internas. Pero también podría haber ocurrido que tal insistencia no hubiese hecho sino

incitar a Dora a satisfacer todavía más ampliamente en K. sus ansias de venganza. En la

lucha de unos motivos contra otros no es posible prever de qué lado habrá de inclinarse la

solución; esto es, si habrá de levantar la represión o, por el contrario, reforzarla. La

incapacidad de satisfacer una demanda real de amor es uno de los rasgos característicos

esenciales de la neurosis. Los enfermos se hallan dominados por la antítesis entre la

realidad y la fantasía. Cuando encuentran en la realidad aquello mismo que más

intensamente desean en su fantasía, huyen presurosamente de ello, entregándose con tanto

mayor abandono a sus fantasías cuanto menos tiene que temersu realización. Desde luego,

la barrera erigida por la represión puede también caer ante el ataque de violentas emociones

de origen real quedando así dominada y vencida la neurosis por la acción de la realidad.

Pero no podemos saber, en general, en qué casos y cómo puede ser posible tal curación.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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Epílogo

No obstante haberme anticipado a hacer constar que el presente trabajo integraba tan

solo un fragmento de un análisis, algunos lectores lo habrán encontrado más incompleto

aún de lo que así era de esperar. Habré, pues, de aducir los motivos de las omisiones,

plenamente voluntarias, que en él se advierten. Falta, en primer lugar, toda una serie de

resultados del análisis. Unos porque al tiempo de la interrupción del tratamiento no aparecía

aún suficientemente garantizada su exactitud. Otros porque hubieran precisado ser

continuados hasta una conclusión de carácter general. En algunas ocasiones he indicado la

continuación probable de ciertas soluciones. Por otro lado, he omitido también toda

referencia a la técnica mediante la cual extraemos el contenido de ideas inconscientes

integrado en la masa total de asociaciones espontáneas de los enfermos, omisión que trae

consigo el inconveniente de impedir al lector apreciar la corrección de mis procedimientos

en este proceso expositivo. Pero juzgaba totalmente irrealizable tratar simultáneamente de

la técnica de un análisis y de la estructura interna de un caso de histeria. Ni yo hubiera

podido desarrollar con claridad suficiente tal exposición ni el lector hubiera podido

orientarse en ella. La técnica requiere una exposición por separado, ilustrada con

numerosos ejemplos tomados de los casos más diversos e independiente del resultado final

de cada uno.

Tampoco he intentado justificar ni fundamentar las premisas psicológicas que se

traslucen en mis descripciones de fenómenos psíquicos. Una fundamentación incompleta y

superficial no sería de utilidad alguna, y la tentativa de desarrollarla con la debida

minuciosidad constituiría por sí sola una extensa labor. Puedo tan sólo asegurar que el

emprender el estudio de los fenómenos que nos revela la observación de los

psiconeuróticos no me hallaba influido por ningún sistema psicológico y que he ido

formando y modificando mis opiniones hasta que me parecieron adaptarse perfectamente a

lo observado. No tengo a orgullo haber evitado la especulación, pero sí quiero hacer constar

que el material en que se basan mis hipótesis ha sido producto de una prolongada y

laboriosa observación. Habrá de extrañar especialmente mi resuelta actitud en la cuestión

de lo inconsciente, actitud que me lleva a operar con los impulsos, ideas y representaciones

inconscientes cual si fuesen objeto tan indudable de la Psicología como todo lo consciente.

Pero estoy seguro de que todo aquel que emprenda con igual método la investigación de

tales fenómenos acabará por compartir mi actitud, a pesar de todas las advertencias de los

filósofos.

Aquellos de mis colegas que consideran puramente psicología mi teoría de la

histeria, declarándola así, a priori, incapaz de resolver un problema patológico, verán en el

presente trabajo cómo su reproche transfiere injustificadamente a la teoría un carácter de la

técnica. Sólo la técnica terapéutica es puramente psicológica. La teoría no omite señalar la

base orgánica de la neurosis, aunque no la busque en una alteración anatomopatológica y

sustituya la supuesta alteración química inaprehensible aún, por la interinidad de la función

SIGMUND FREUD

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50

orgánica. No creo que nadie intente negar carácter de factor orgánico a la función sexual,

en la que vemos la base tanto de la histeria como de las psiconeurosis. Ninguna teoría

sexual puede prescindir, a mi juicio, de la hipótesis de la existencia de ciertas materias

sexuales de acción excitante. Los fenómenos de intoxicación y abstinencia provocados por

el uso de ciertos venenos crónicos se aproximan al cuadro patológico de las psiconeurosis

genuinas mucho más que a ningún otro. No he incluido tampoco en este trabajo lo que hoy

puede decirse sobre la colaboración somática, los gérmenes infantiles de perversión, las

zonas erógenas y la disposición a la bisexualidad, limitándome a señalar aquellos puntos en

los que el análisis tropieza con estos fundamentos de los síntomas. No era posible hacer

más en la exposición de un caso aislado.

Tan incompleta publicación tiende, sin embargo, a conseguir dos fines. En primer

lugar, y como complemento a mi libro sobre la interpretación de los sueños, a demostrar

cómo el arte onirocrítico puede ser utilizado para descubrir los elementos ocultos y

reprimidos de la vida anímica. En el análisis de los dos sueños aquí comunicados se ha

tenido también en cuenta la técnica de la interpretación onírica, análoga a la psicoanalítica.

En segundo, quería despertar el interés de mis lectores hacia toda una serie de

circunstancias desconocidas aún hoy en día para la ciencia, puesto que sólo se hacen

visibles en la aplicación de este procedimiento especial. Nadie hasta ahora ha podido

formarse una idea exacta de la complicación de los procesos psíquicos en la histeria, de la

yuxtaposición de los impulsos más diversos, de la mutua conexión de las antítesis, de las

represiones y los desplazamientos, etc. La teoría de Janet de la «idea fija» que se convierte

en síntoma no es más que una esquematización, insuficiente a todas luces. No podemos

sustraernos, además, a la sospecha de que las excitaciones basadas en representaciones

carentes de capacidad de conciencia actúan distintamente, siguen un curso diferente y

conducen a manifestaciones distintas que aquellas otras a las que denominamos «normales»

y cuyo contenido ideológico se nos hace consciente. Admitido esto, nada se opone ya a la

comprensión de una terapia que suprima los síntomas neuróticos al transformar aquellas

primeras representaciones en representaciones normales.

Me interesaba también demostrar que la sexualidad no interviene como un deus ex

machina, emergente una sola vez en el curso de los procesos característicos de la histeria,

sino que constituye la fuerza impulsora de cada uno de los síntomas y de cada una de las

manifestaciones de los mismos. Los fenómenos patológicos constituyen la actividad sexual

de los enfermos. Un sólo caso no podrá jamás demostrar un principio tan general; pero toda

mi experiencia en la materia me fuerza a repetir que la sexualidad es la clave del problema

de las psiconeurosis y neurosis. Nadie que no lo reconozca así llegará jamás a solucionarlo.

Aún espero las investigaciones que hayan de moverse a abandonar o restringir tal principio.

Lo que hasta ahora he oído en contra del mismo han sido tan sólo manifestaciones de

desagrado o incredulidad puramente personales, a las cuales basta oponer la frase de

Charcot: Ça n'empêche pas d'exister. El caso de cuyo historial publicamos aquí un

fragmento no es tampoco nada apropiado para darnos una idea exacta del valor de la terapia

psicoanalítica. No sólo la escasa duración del tratamiento apenas tres meses, sino

también cierto factor intrínseco del caso, impidieron que la cura terminase con un alivio

reconocido tanto por el enfermo como por sus familiares y más o menos próximos a la

curación total.

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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Tales resultados satisfactorios se consiguen siempre que los fenómenos patológicos

son mantenidos exclusivamente por el conflicto interno entre los impulsos de orden sexual.

En estos casos vemos mejorar a los enfermos en la misma exacta medida en que vamos

contribuyendo a la solución de sus conflictos psíquicos por medio de la traducción del

material patógeno en material normal. En cambio, aquellos otros casos en que los síntomas

han entrado al servicio de motivos exteriores de la vida, como en el de Dora durante los dos

últimos años, siguen muy distinto curso. En ellos extraña y puede incluso inducir a error

ver que el estado del enfermo no presenta modificación alguna visible, aun estando ya muy

avanzado el análisis. Pero en realidad no es tan negativo el resultado del mismo. Los

síntomas no desaparecen durante el desarrollo de la labor analítica, pero sí una vez

terminada ésta y disueltas las relaciones del paciente con el médico. El retraso de la

curación o del alivio tiene, efectivamente, su causa en la propia persona del médico.

Para explicar esta circunstancia hemos de partir de muy atrás. Durante una cura

psicoanalítica queda regularmente interrumpida la producción de nuevos síntomas. Pero la

productividad de la neurosis no se extingue con ello, sino que actúa en la creación de un

orden especial de productos mentales, inconscientes en su mayor parte, a los que podemos

dar el nombre de «transferencias». ¿Qué son las transferencias? Reediciones o productos

facsímiles de los impulsos y fantasías que han de ser despertados y hechos onscientes

durante el desarrollo del análisis y que entrañan como singularidad característica de su

especie la sustitución de una persona anterior por la persona del médico. O para decirlo de

otro modo: toda una serie de sucesos psíquicos anteriores cobran de nuevo vida, pero no ya

como pasado, sino como relación actual con la persona del médico. Alguna de estas

transferencias se distinguen tan sólo de su modelo en la sustitución de persona. Son, pues,

insistiendo en nuestra comparación anterior, simples reproducciones o reediciones

invariadas. Otras muestran un mayor artificio; han experimentado una modificación de su

contenido, una sublimación, según nuestro término técnico, y pueden incluso hacerse

conscientes apoyándose en alguna singularidad real, hábilmente aprovechada, de la persona

o las circunstancias del médico. Estas transferencias serán ya reediciones corregidas y no

meras reproducciones.

Penetrando en la teoría de la técnica analítica, hallamos que la transferencia es un

factor imprescindible y necesario. Prácticamente se convence uno, por lo menos, de que no

hay medio hábil de eludirla, haciéndose necesario combatir esta última creación de la

enfermedad como todas las anteriores. Y esta faceta de la labor analítica es, con mucho, la

más difícil. La interpretación de los sueños, la extracción de las ideas y los recuerdos

inconscientes integrados en el material de asociaciones espontáneas del enfermo y otras

artes análogas de traducción son fáciles de aprender, pues el paciente mismo nos suministra

el texto. En cambio, la transferencia hemos de adivinarla sin auxilio ninguno ajeno,

guiándonos tan sólo por levísimos indicios y evitando incurrir en arbitrariedad. Lo que no

puede hacerse es eludirla, pues es utilizada para constituir todos aquellos obstáculos que

hacen inaccesible el material de la cura y, además, la convicción de la exactitud de los

resultados obtenidos en el análisis no surge nunca en el enfermo hasta después de resuelta

la transferencia.

SIGMUND FREUD

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Se considerará, quizá, como un grave inconveniente del procedimiento analítico, ya

harto espinoso de por sí, el hecho de hacer todavía más ardua la labor del médico creando

una nueva especie de productos psíquicos patológicos, e incluso se querrá derivar de la

existencia de las transferencias la posibilidad de que el tratamiento analítico dañe a los

enfermos. Ambas cosas serían erróneas. La transferencia no hace más penosa la labor del

médico, para el cual puede ser indiferente que el impulso que en el enfermo ha de vencer se

refiera a su persona o a otra cualquiera, ni impone tampoco al paciente rendimiento alguno

nuevo que no hubiera tenido que realizar sin ella. La curación de casos de neurosis en

sanatorios en los que no se practica el método psicoanalítico, la opinión vulgar de que la

histeria no es curada por el tratamiento, sino por el médico, y la ciega dependencia duradera

que liga al enfermo con el médico que lo ha librado de sus síntomas por medio de la

sugestión hipnótica tienen su explicación científica en las transferencias que el paciente

hace recaer regularmente sobre la persona del médico. El tratamiento psicoanalítico no crea

la transferencia; se limita a descubrirla como descubre otras tantas cosas ocultas de la vida

psíquica. La única diferencia está en que, espontáneamente, el paciente sólo produce

transferencias afectuosas y amigables, y cuando por cualquier causa no son posibles tales

transferencias, se desliga rápidamente del médico que no le es «simpático», sin que este

último haya conseguido ejercer sobre él la menor influencia. En cambio, en el psicoanálisis,

y a consecuencia de una distinta disposición de los motivos, son despertados todos los

impulsos, también los hostiles, y utilizados, haciéndolos conscientes para los fines del

análisis, quedando luego destruida en todo caso la transferencia. La transferencia, destinada

a ser el mayor obstáculo del psicoanálisis, se convierte en su más poderoso auxiliar cuando

el médico consigue adivinarla y traducírsela al enfermo.

He tenido que hablar de la transferencia porque sólo teniéndola en cuenta resulta

posible explicar las singularidades del análisis de Dora. La cualidad más excelente de este

análisis, aquella que lo hace tan apropiado para una primera publicación introductiva, su

máxima transparencia, se halla íntimamente ligada a su mayor defecto, responsable de su

prematura interrupción. No conseguí adueñarme a tiempo de la transferencia. La buena

voluntad con la que Dora puso a mi disposición en el tratamiento una parte del material

patológico me hizo olvidar la precaución de atender a los primeros signos de la

transferencia que me preparaba con otra parte, desconocida para mí, del mismo material. Al

principio se advertía claramente que yo sustituía para ella, en la fantasía, a su padre, como

era natural, dada la diferencia entre nuestras edades respectivas. Dora me comparaba

también de continuo conscientemente con él, buscando siempre convencerse de mi

sinceridad para con ella, pues el padre «prefería siempre el misterio y los caminos

torcidos». Cuando luego llegó el primer sueño, en el que Dora se proponía abandonar la

cura, como antes la casa de K., hubiera yo debido darme cuenta de la advertencia que el

sueño encerraba y haber dicho a la paciente: «Ahora ha realizado usted una transferencia de

K. a mi persona.

¿Ha advertido usted algo que la lleve a deducir que yo abrigo hacia usted malas

intenciones, análogas (directamente o por sublimación) a las de K., o ha observado en mi

persona o sabido de mí algo que fuere su inclinación, como antes en K.?» Esto hubiera

orientado su atención hacia un detalle cualquiera de nuestras relaciones, de mi persona o de

mis circunstancias, detrás del cual se mantuviera oculto algo análogo, aunque de

ANALISIS FRAGMENTARIO DE UNA HISTERIA

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importancia mucho menor, referente a K., y la solución de esta transferencia hubiera

procurado al análisis el acceso a nuevo material mnémico. Pero incurrí en el error de

descuidar esta primera advertencia, pensando disponer aún de tiempo más que suficiente,

ya que no se presentaban nuevas etapas de la transferencia ni parecía agotarse aún el

material analizable. De este modo, la transferencia me sorprendió desprevenido, y a causa

de un «algo» en que yo le recordaba a K., Dora hizo recaer sobre mí la venganza que quería

ejercitar contra K. y me abandonó como ella creía haber sido engañada y abandonada por

él. La paciente actuó así de nuevo un fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías en

lugar de reproducirlo verbalmente en la cura. No sé, naturalmente, qué podía ser aquello

que había servido de punto de partida para la transferencia. Sospecho tan sólo que tenía

alguna relación con el dinero o eran celos de otra paciente, que después de su curación

había continuado tratando a mi familia. En aquellos casos en que las transferencias se dejan

integrar tempranamente en el análisis, se hace más lento y menos transparente el curso del

mismo, pero su desarrollo queda más asegurado contra súbitas resistencias incoercibles.

En el segundo sueño de Dora, la transferencia aparece representada por varias

alusiones clarísimas. Cuando me lo relató, no sabía yo aún hasta dos días después no lo

supeque sólo teníamos ya ante nosotros dos horas de trabajo, el mismo tiempo que la

sujeto había permanecido ante la «Madonna» sixtina y el mismo que mediante una

corrección (dos horas en vez de dos horas y media) había convertido en medida de tiempo

necesario para retornar a pie a L. bordeando el lago. La espera del sueño, que se refería al

joven ingeniero residente en Alemania y procedía de su propia espera hasta que el señor K.

pudiera matrimoniarla, se había ya exteriorizado algunos días antes de la transferencia: la

cura se le hacía demasiado larga; no tendría paciencia para esperar tanto tiempo. En

cambio, durante las primeras semanas había mostrado comprensión suficiente para aceptar,

sin tales objeciones, mi advertencia de que su curación habría de exigir cerca de un año de

tratamiento. El acto de rechazar la compañía ofrecida, prefiriendo continuar sola su camino,

detalle onírico procedente también de su visita a la Galería de Dresden, hubo de ser

repetido por Dora a mi respecto el día previamente marcado para ello. Su significación

sería la siguiente: Puesto que todos los hombres son tan asquerosos, prefiero no casarme.

Tal es mi venganza.

En aquellos casos en los que el enfermo transfiere sobre el médico, en el curso del

tratamiento, impulsos de crueldad y motivos de venganza utilizados ya para mantener los

síntomas, y antes que aquél haya tenido tiempo de desligarlos de su persona,

retrotrayéndolos a sus fuentes, no podemos extrañar que el estado del enfermo no aparezca

influido por la labor terapéutica. En efecto: ¿qué venganza mejor para el enfermo que

mostrar en su propia persona cuán impotente e incapaz es el médico? No obstante, me

inclino a atribuir un valor terapéutico nada escaso a tratamientos tan fragmentarios, incluso

como este de Dora. Sólo cinco trimestres después de interrumpido el tratamiento y escritas

las notas que preceden tuve noticias del estado de mi paciente, y con ellas del resultado de

la cura. En una fecha no del todo indiferente, en 1º. de Abril ya sabemos que los períodos

de tiempo no carecían nunca de significación en su caso, apareció Dora en mi consulta

para, según dijo, terminar de relatarme su historia y solicitar de nuevo mi ayuda. Pero su

expresión al hablarme así delataba claramente la insinceridad de su demanda de auxilio.

Después de la interrupción del tratamiento había pasado más de un mes muy «trastornada»,

SIGMUND FREUD

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según su propia expresión. Luego se inició una considerable mejoría: los ataques se

hicieron menos frecuentes y su estado de ánimo mostró un gran alivio. En mayo del año

anterior murió uno de los hijos del matrimonio K., enfermizo de siempre.

Dora visitó con este motivo a los K. para darles el pésame y fue recibida por sus

antiguos amigos como si nada hubiera sucedido entre ellos en los tres últimos años. En esta

ocasión se reconcilió con el matrimonio, se vengó de él y llevó todo el asunto a un

desenlace satisfactorio para ella. A la mujer le dijo que estaba perfectamente al tanto de sus

relaciones ilícitas con su padre, sin que la interesada se atreviese a protestar. Luego obligó

al marido a confesar la verdad de la escena junto al lago y se la comunicó así a su padre,

quedando ya plenamente justificada ante él. Después de esto no volvió a reanudar sus

relaciones con el matrimonio. Siguió bien hasta mediados de octubre, fecha en la que

padeció un nuevo ataque de afonía, prolongado durante seis semanas. Sorprendido ante esta

noticia, pregunté a Dora cuál podía haber sido la causa de aquel acceso. Al principio se

limitó a manifestar que había sido consecuencia del susto experimentado al presenciar en la

calle un atropello. Pero después de algunas vacilaciones acabó por confesar que el

atropellado había sido el propio K. Lo había encontrado una tarde en una calle de mucho

tránsito. K. la había visto en el momento en que cruzaba la calzada y se había detenido de

pronto, tan impresionado y aturdido, que se dejó derribar por un coche. Afortunadamente,

no sufrió lesión ninguna, y Dora le vio levantarse del suelo y seguir andando, totalmente

indemne. La sujeto experimentaba aún alguna emoción cuando oía hablar de las relaciones

de su padre con la mujer de K., en las cuales no se mezclaba ya para nada. Vivía

consagrada a sus estudios y no pensaba casarse.

Acudía a mí por causa de una neuralgia facial que ahora la atormentaba día y noche.

«¿Desde cuándo?» «Desde hace exactamente quince días.». No pude reprimir una sonrisa,

pues podía demostrarle que precisamente hacía quince días había leído en los periódicos

una noticia sobre mí . Dora lo reconoció así sin dificultad ninguna. La supuesta neuralgia

facial correspondía, pues, a un autocastigo, al remordimiento por la bofetada propinada a K.

y por la transferencia sobre mí de los sentimientos de venganza extraídos de aquella

situación. No sé qué clase de auxilio quería demandarme, pero le aseguré que le había

perdonado haberme privado de la satisfacción de haberla libertado más fundamentalmente

de sus dolencias. Desde esta visita de Dora han pasado ya varios años. Dora se ha casado y

precisamente con aquel joven ingeniero al que aludían, si no me equivoco mucho, sus

asociaciones iniciales en el análisis del segundo sueño. Del mismo modo que el primer

sueño significaba el desligamiento del hombre amado y el retorno al padre, o sea la huida

de la vida y el refugio en la enfermedad, este segundo sueño anunciaba que Dora se

desligaría de su padre, ganada de nuevo para la vida.

 

Histeria y Transferencia: El caso Dora

 

Es importante decir que las huellas de estos traumas se descubren en los síntomas de la enfermedad, mas no en el recordar conciente, pues lo relacionado con la vivencia se encuentra reprimido, de esta forma es como si con sus síntomas la enfermedad hablaran, simbólicamente, y es tarea del analista descifrar este particular lenguaje.”

Para contextualizar…

En la historia de las enfermedades mentales, la histeria es uno de los diagnósticos más antiguos, su concepción imprimió su sello en casi todos los conceptos modernos de dicha enfermedad. Se la encuentra en los registros de la civilización Egipcia, en algunos papiros que se ocupan de los problemas de medicina de esa época, ellos describen una serie de signos inespecíficos que aluden a una sensación de nudo en la garganta, problemas a la vista, dolores musculares, opresión sobre los ojos, personas que permanecen todo el día en la cama sin poder levantarse, etc. Y a pesar de presentarse un cuadro tan extraño e indiferenciado los médicos de esa época ya veían en ellos una unidad posible. Todos estos síntomas eran atribuidos a un problema de la matriz o útero, y específicamente al desplazamiento de éste. Adoptándose como hipótesis la idea de útero móvil o migrador, fuente de numerosos trastornos (Marchant, 1999).

Consecuentemente con dicha etiología de la histeria se recomendaba como tratamiento la elaboración de ungüentos y mezclas especialmente desagradables para aplicar en las zonas afectadas, de tal modo que el útero retomara su lugar en vista de lo molesto y repugnante de la aplicación. Del mismo modo se recomendaba la inhalación de olores especialmente desagradables que llevaran a que el útero se fuera del lugar afectado. Estos tratamientos no son en extremo ajeno a nuestros tiempos pues aún los encontramos en la farmacología de los comienzos del siglo XX. (Veith, 1973; Kraepelin, 1997 en Marchant,1999).

 Por otra parte, en la cultura griega se retoman algunas ideas de la cultura egipcia, planteándose ideas similares respecto a la etiología y el tratamiento, en ella nace la palabra histeria derivada de la palabra griega utilizada para designar al útero (hysteron). La concepción de la etiología consideraba que esta enfermedad se daba principalmente en mujeres que no habían tenido relaciones sexuales y que debido a ello se podría producir un resecamiento en la matriz, por lo que su movimiento buscaría recobrar la humedad perdida en la cavidad abdominal o en la garganta (el globus histérico o la sensación de nudo en la garganta, por ejemplo) lugares donde encontraría dicha humedad (Marchant, 1999).

En cuanto a las curas establecidas prevalecía el mismo principio, es decir la aplicación de sustancias desagradables con el fin de hacer al útero retomar su lugar. Sin embargo, se hacía una distinción en el tratamiento de acuerdo a la edad de la paciente y si eran vírgenes, casadas o viudas. En el caso de las mujeres solteras se recomendaba como medio más eficaz la consecución pronta de un marido, no pudiéndose desconocer que la psicología popular conserva estas ideas en la actualidad (Marchant,1999 ).

En base a lo anteriormente dicho, destaca el hecho del establecimiento de la hipótesis del útero móvil, la cual no corresponderá al mero azar, producto del desconocimiento casi total de la anatomía humana, se rescata que esta concepción supone desde un principio una etiología eminentemente sexual de dicho cuadro” (Marchant,1999)

Respecto de lo anterior, Thibaut y Hidalgo (1996) plantean que la idea de útero móvil es interesante en dos sentidos, primero, postula una causa única a distintas manifestaciones de una misma entidad clínica y segundo, que aún cuando el útero de las histéricas no parece viajar por sus anatomías, constituye una muy buena metáfora del significante y sus consecuencias en el cuerpo y de la manera como este significante hace síntoma.

Posteriormente, en la edad media los teólogos afirmaban que la histeria se debía a una alianza de la persona con el demonio, en este sentido hay autores que sostienen, por ejemplo, que muchas de las brujas quemadas durante la inquisición habrían sido histéricas, para las cuales la cosmovisión de la época no tuvo otra cura; luego, con el advenimiento del renacimiento se vuelve a una visión médica, considerando una ubicación para la histeria: el cerebro. (Thibaut y Hidalgo, 1996)

Es en este contexto que el neurólogo francés Jean Charcot, a cargo de las histéricas de la Salpetrière se dedicó a indagar las causas de ésta enfermedad utilizando el hipnotismo como modo de tratamiento, pero siempre sosteniendo una etiología enmarcada en la mirada médica, por ejemplo la disposición hereditaria (Freud, 1956 (1886)).

 

La teoría Freudiana acerca de La Histeria.

            Freud desarrolla lo que él denomina psicoanálisis, principalmente a partir de sus estudios de pacientes que en aquella época eran un enigma para la ciencia médica, pacientes aquejados/as de histeria. Logra un mayor acercamiento al tema gracias a la posibilidad de estudiar junto a Charcot en la Salpetrière, hospital Parisino donde Charcot estaba encargado de todos los casos de histeria. Freud se interesa en el tema y comienza a estudiar con el maestro Charcot, como el mismo le llama, sin embargo su concepción teórica de la histeria pronto empieza diferir de la de él, ésta se centra en la disposición hereditaria, mientras que Freud comienza a hablar de que la etiología de las perturbaciones neuróticas, y entre ellas de la histeria, debe buscarse en la primera infancia (Freud, 1896)

             Para Freud, los síntomas de la histeria se vuelven inteligibles reduciéndolos a unas vivencias de eficacia traumática relacionada con la vida sexual.  Más específicamente estos traumas sexuales corresponden a la niñez temprana, anterior a la pubertad, y su contenido tiene que consistir en una efectiva irritación de los genitales. En otras palabras, en la histeria acontecería una pasividad sexual en periodos presexuales. Sin embargo, Freud también acota que ningún síntoma histérico puede surgir de una vivencia real sola, sino que todas las veces el recuerdo de vivencias anteriores, despertado por vía asociativa, coopera en la causación del síntoma  (Freud, 1896)

            Freud (1896) aclara que no son sólo las vivencias mismas, las que poseen el efecto traumático, sino su reanimación como recuerdo, después que el individuo a ingresado ha la madurez sexual.

            Dentro de las  personas culpables del abuso, identificadas por Freud en sus casos, se encuentran niñeras, gobernatas y otras personas del servicio, educadores, hermanos varones mayores también, previamente abusados por mujeres mayores.

            Es importante decir que las huellas de estos traumas se descubren en los síntomas de la enfermedad, mas no en el recordar conciente, pues lo relacionado con la vivencia se encuentra reprimido, de esta forma es como si con sus síntomas la enfermedad hablaran, simbólicamente, y es tarea del analista descifrar este particular lenguaje (1896).

            Con respecto al mecanismo psíquico, la irrupción de la histeria se remonta a un conflicto psíquico que pone en acción la defensa del yo y provoca la represión. Sin embargo la represión puede fallar, “…su suma de excitaciones es trasladada a lo corporal, proceso para el cual pondré el nombre de conversión”(Freud, 1896, p ).

            Con respecto a la conversión, Freud plantea que la histeria toma los órganos en el sentido vulgar y popular del nombre que llevan: la pierna es la pierna hasta la inserción de la cadera, el brazo es la extremidad superior tal como se lo perfila bajo la ropa, etc.

            En esta misma línea, con respecto al tratamiento, la reconducción de un síntoma histérico a una escena traumática sólo conlleva una ganancia para el entendimiento si posee la pertinente idoneidad determinadora y que se deba reconocerle la necesaria fuerza traumática. Cuando una escena hallada en psicoanálisis es insatisfactoria se cree que hay una escena anterior a está que explicaría para los síntomas (1896).

            En importante decir que los síntomas vienen a representar la actividad sexual de los enfermos, es decir, se intentaría sustituir los órganos genitales por otros órganos que se conducen entonces como órganos genitales de sustitución. Dichos síntomas se resuelven al averiguarse su significación psíquica (1896).

             A medida que Freud va aprendiendo de sus pacientes, modifica su teoría etiológica de la histeria, el acento ya no recae sobre el elemento traumático en las experiencias sexuales infantiles, sobre una representación, ahora el origen de la histeria es un fantasma inconciente, y lo que se convierte es una angustia fantasmática, no una sobrecarga de la representación (Nasio, 1991).

            Freud (1908) desarrolla la idea de que el síntoma histérico nace de dos mociones pulsionales contrapuestas, por un lado una se empeña por expresar una pulsión parcial o uno de los componentes de la constitución sexual, mientras que otra se empeña en sofocarlo, de esta forma plantea que quien estudia la histeria abandona pronto los síntomas para dirigirse a las fantasías de las cuáles proceden.

            Nasio (1991) explica el vuelco de teoría Freudiana planteando que la representación penosa no necesita surgir de una remota seducción sexual cometida por un adulto, pues basta pensar en nuestra infancia e imaginar el desarrollo pulsional en las distintas zonas erógenas ya que eso tiene el valor del un trauma, el yo infantil mismo es el asiento de una tensión excesiva llamada deseo. De esta forma para Freud trauma ya no se refiere esencialmente a la idea de un acontecimiento exterior sino que un acontecimiento psíquico cargado de afecto, un microtrauma local focalizado en torno a una región erógena del cuerpo y consistente de la ficción de una escena traumática: el fantasma (Nasio, 1991).

De esta forma, se plantea que debido a que  la sexualidad infantil es siempre exorbitante y extrema en relación a los recursos del niño, es decir, ahora es el propio cuerpo erógeno del niño el que produce el acontecimiento psíquico, pues es el foco de la sexualidad naciente y del deseo (Nasio, 1991).       

 

I.  Los Desarrollos  Lacanianos: ¿Qué es ser una Mujer?

             Lacan dentro de su relectura de la obra Freudiana, mantiene las categorías nosográficas planteadas por Freud, neurosis, perversión y psicosis, y al igual que éste considera que la raíz de todas las estructuras psicopatológicas se encuentra en el complejo de Edipo, en el rechazo a la castración, sin embargo, nadie resuelve totalmente el complejo de Edipo, por lo que no hay una posición completamente normal, lo más cercano a esto es la neurosis. Las cuales para Lacan son estructuras inmodificables, por lo que en el análisis se busca modificar la posición subjetiva ante la neurosis, más que erradicarla (Evans, 1998)

Con respecto a lo anterior, ya que la posición que se asuma frente a la castración vendrá a determinar un tipo de estructura en el sujeto, el psicoanálisis se basa en la “hipótesis del periodo crítico”, en la cual una estructura queda determinada por la experiencia en los primeros años de vida (Evans, 1998). 

            En el complejo de Edipo, Lacan analiza el paso de lo imaginario a lo simbólico, enfatizando la intervención del padre simbólico en cuanto ley que regula, previamente aceptada en el discurso por la madre. De esta forma, identifica  tres tiempos organizados en una secuencia de prioridades lógicas más que cronológicas, lo cual quiere decir, que el cambio no es visto como un movimiento gradual a lo largo de un continuo, sino, como un abrupto pasaje de una estructura discreta a otra (Evans, 1998).

            De esta forma, sucede un primer tiempo, en donde  hay un triangulo imaginario de la madre, el niño y el falo, denominado triángulo preedipico. En este acontece que el infante percibe una falta en la madre, entonces, comprende que la madre no queda completamente satisfecha sólo con él, sino que desea alguna otra cosa (el falo) (Dor, 2000, y Thibaut e Hidalgo, 1996 ).

            La fase preediipica, es importante pues funciona preparando el camino para el complejo de Edipo y todas las perversiones se originan en ella, pues ésta involucra algún tipo de identificación con algún término del triangulo edípico, sea el falo imaginario o  la madre (Dor, 2000, y Thibaut e Hidalgo, 1996 ).

            Dentro del triangulo preedipico, el falo es un objeto imaginario que la madre desea más allá el niño mismo, entonces éste comprende que tanto él como la madre está marcados por una falta. Ella, porque se percibe como no completa, sino no desearía, y él, porque no satisface la falta en la madre  (Dor, 2000, y Thibaut e Hidalgo, 1996 ).

            El niño, trata de convertirse en el objeto de deseo de la madre (trata de llenar la falta materna), siendo la madre en éste punto omnipotente, en donde su deseo es la ley. Paralelamente con esto, las pulsiones sexuales del infans comienzan a intensificarse, ésta emergencia en lo real de la pulsión introduce una angustia en el triangulo imaginario. Dicha angustia, en los tiempos siguientes del complejo de Edipo puede alcanzar una solución sólo con la intervención del padre (Dor, 2000, y Thibaut e Hidalgo, 1996 ).

            Este segundo tiempo del complejo de Edipo se caracteriza por la intervención del padre, pero del padre imaginario, el cual más que una castración produce una privación, pues impone la ley al deseo de la madre, ya que le niega el acceso al objeto fálico y le prohíbe al sujeto el acceso a la madre. Es importante acotar, que ésta intervención esta mediada por el discurso materno. De esta forma, el niño ve al padre como un rival que se disputa el deseo de la madre (Dor, 2000, y Thibaut e Hidalgo, 1996).

            El tercer tiempo del Edipo, en tanto, esta marcado por la intervención del padre real, el cual castra al niño, pues le hace imposible que él persista en su deseo de ser el falo de la madre, de ésta forma, el sujeto es liberado de una tarea imposible y se abre camino para la identificación con el padre, la cual es una identificación en lo simbólico, de ésta forma, el complejo de Edipo tiene una función normativa y normalizadora, pues “es esencial para que el ser humano pueda acceder a una estructura humanizada de lo real” (Evans, 1998, p.55).

En este contexto, se tiene que es imposible aceptar totalmente la castración, no hay una posición absolutamente normal siendo lo más cercano a esto la estructura neurótica. En esta el sujeto aún se defiende de la falta en el Otro, reprimiendo de su conciencia la castración (Dor, 2000)

Dentro de las estructuras neuróticas que surgen a partir de lo anteriormente planteado se encuentra la histeria, como forma particular de relacionarse con la falta en el Otro, puntualizando Lacan ésta en tanto estructura, no necesariamente debe presentar los síntomas corporales típicos de la histeria (Lacan, 1955-1956). En otras palabras, la noción de estructura no se basa en una conjunción de síntomas sino que se lleva a cabo a partir de la configuración y articulación de todos sus elementos (Dor, 2000).

            Dentro del Complejo de Edipo, ya expuesto, ocurre  un tiempo lógico en que el niño se inscribe en la dinámica del ser (el deseo de la madre), para dar posterior paso, vía intervención del significante paterno a un tiempo determinado por el tener o no tener  (Dor, 2000)

            Considerando lo anterior, la conflictiva histérica presentaría un núcleo esencial en ese paso que se debe dar en la asunción en la conquista del falo, pues al intervenir el padre como el que tiene el falo, y no él que lo es, puede producirse ese “algo” que reinstaura la instancia del falo como objeto deseado por la madre y no solamente como objeto del que el padre la puede privar. Así, pareciera ser que el histérico se interroga sin descanso sobre la atribución fálica entre dos opciones psíquicas, una, que el padre tiene el falo y por esta razón la madre lo desea en él, y la otra, es que el padre no lo tiene, sino que priva de él a la madre (Dor, 2000).

            Es la ultima de éstas opciones, la que alimentará la relación del histérico con la atribución fálica, pues es una dinámica que versa sobre apropiarse sobre el atributo fálico del cual el sujeto se considera injustamente desprovisto, es un fantasma movilizado por la posesión supuesta del falo (Dor, 2000).

            El histérico se presenta como lo que le falta al otro para obturar la falta, aunque por otro lado de todas maneras se inscribe la falta, el histérico se presenta como objeto de deseo aunque su cuerpo genital permanece anestesiado, con esta acción el Otro aparece completo pero el histérico pasa a encarnar la insatisfacción pues se pone en el lugar de un objeto imposible y perdido: el objeto a (Nasio, 1991).  

            Se quiere enfatizar que en esta inscripción del infans como sujeto,  su sexualidad solo puede realizarse en el plano simbólico (el Edipo), sin embargo, hay un carácter problemático con respecto a esta identificación simbólica, “pues hay una disimetría que se sitúa esencialmente a nivel del significate y que se debe a que no hay simbolización del sexo de la mujer en cuanto tal, lo imaginario solo proporciona una ausencia en donde por otro lado hay un símbolo muy prevalerte” (Lacan 1955-1956, p 251)

 Ésta prevalencia fálica en el Complejo del Edipo, fuerza a la mujer a tomar el rodeo de  la identificación al padre, igual que el varón, es decir, uno de los sexos necesita tomar como base de identificación uno de los otros sexos debido al ordenamiento simbólico que todo lo regula. Es en esta disimetría significante en que la mujer intenta simbolizar el órgano femenino en tanto tal, su identificación al hombre, le es una forma de aproximarse a esa definición que se le escapa, de ahí la pregunta histérica ¿qué es ser una mujer?¿soy hombre soy mujer? (Lacan 1955-1956).

Es importante acotar, que dicha interrogante versa sobre el “ser” más que sobre el sexo del sujeto, y una de las cosas que caracteriza a la histeria no es sólo esta pregunta, sino  la relación entre esto y el hecho de que esta pregunta se cristalice sobre lugares específicos del cuerpo, que sirve como una manera de decirlo todo sin decirlo, utilizándose el Yo para hacer la pregunta, o precisamente para no hacerla  (Ménard 1996).

            En esta misma línea, Nasio (1991) centra su descripción de la posición histérica, más que en la función paterna, enfatizada por Lacan, en el fantasma inconsciente de la castración de ese primer gran Otro, la madre (Nasio, 1991).

            Según este autor, existiría un fantasma inconsciente fundador de la histeria, directamente ligado a la figura materna (femenina) tanto para el niño como para la niña, pero con caracterizaciones fantasmáticas  peculiares para cada uno de ellos (Nasio, 1991).

            Así, en el caso del niño, éste observa el cuerpo desnudo de una mujer, que presenta una significación afectiva para éste,  un cuerpo castrado, experimentando la angustia de ser también victima posible de esa castración, en dónde ésta amenaza proviene de dos fuentes, la imagen de éste cuerpo femenino castrado (entrando la amenaza de castración por los ojos) y la otra refiere a la voz del padre (entrando la amenaza de castración por los oídos) (Nasio, 1991).

            De esta forma, el fantasma en el niño se produce por una amenaza de castración, no por ésta en sí misma, sino por la percepción amenazante de sufrirla, la angustia de poder ser castrado (Nasio, 1991).

            En el caso de la niña, la escena visual es la misma que la del varoncito, sin embargo, y siguiendo a Freud, la niña experimenta un odio profundo hacia la madre, pues la considera responsable de haberla hecho mujer, no garantizándole la fuerza fálica, es decir, que su fantasma es el de la castración ya consumada (Nasio, 1991).

            Sin embargo, sin desconocer lo anterior, el autor plantea que antes de ésta visual, cuando la niña (al igual que el niño) cree en la universalidad del falo, experimenta en su bajo vientre y en su vagina las mismas sensaciones físicas, narcisistas y ensoñaciones que el niño con su pene. En este contexto, sus genitales internos, específicamente su útero, vendría a representar el falo para ella, el que quiere preservar a toda costa de cualquier posible ataque que lo pueda desintegrar. Es en este afán de conservación que la madre desnuda y castrada se le presenta en cuerpo entero como un falo que le provoca una angustia desmesurada ante la posible invasión de su cuerpo y la consiguiente desintegración de su útero(Nasio, 1991) .

En este sentido, para el histérico lo más peligroso es el goce, como  lo que lo haría estallar y disolverse en la nada, por ello se opone a él. Es en éste intento de alejarse del goce, que inventa inconscientemente un fantasma: el fantasma de la castración, que viene a recrear la  amenaza ficticia de perder su fuerza fálica, evitando así el goce que lo llevaría a desaparecer,  transformándose éste en angustia de castración, en donde el objeto amenazado no es todo el ser, sino el falo (Nasio, 1991).

Este fantasma, si bien salva al histérico del goce, lo hunde en un profundo sufrimiento corporal, sexual y relacional, en donde la angustia de castración se transforma, por conversión, en síntomas corporales, desajuste en la sexualidad y dolor de insatisfacción, perturbando la manera en que éste percibe a los seres que lo rodean, siendo éste fantasma un lente que deforma, sumergiendo al histérico en un mundo donde la fuerza y la debilidad (fálica) deciden exclusivamente  sobre  el amor y el odio (Nasio, 1991).

Nasio (1991, p.77), sintetiza así la génesis histérica del siguiente  modo, “el deseo conduce al goce, el goce suscita el fantasma, el fantasma contiene a la angustia y la angustia se transforma en sufrimiento”.

De esta forma la angustia ante la castración es desplazada y convertida a lo corporal, según Nasio (1990) es necesario replantear el mecanismo de la conversión, este se trataría de un fenómeno de falización del cuerpo no genital y simultáneamente de desafección del cuerpo genital, de forma que el cuerpo histérico sufre de ser un falo desmensurado y embarazoso en el que se abre a nivel genital un agujero.

            De esta forma, en esta división y falización/desafección  entre el cuerpo no genital y el cuero genital operaría un mecanismo de conversión global destinado a preservar la integridad de su falo y más allá la integridad de todo su ser, ya que en su fantasma el pene del hombre representaría el equivalente inconsciente del cuerpo desmensurado y peligroso de la madre. 

En base a lo ya desarrollado respecto a como se originaria la estructura histérica cabe describir como dicha estructuración subjetiva podría presentársenos en el análisis y en las relaciones interpersonales en general. En este sentido más que mostrar “las formas posibles” de la histeria, caricaturizándola, nuestro interés es realizar descripciones que guardan relación finalmente con el fantasma de la castración, descrito por otros autores en base a su experiencia, a modo de material útil para la clínica.

            Central en la histeria es la problemática de la identificación fálica, en la cual se posiciona como quien puede ser ese falo del Otro, y esto es siempre negarse a encontrarse con la falta. Lo anterior permite comprender que la circulación del deseo entre un hombre y una mujer esta imperativamente supeditada al reconocimiento de la castración en el otro, en el hombre frente a una mujer, se presenta como yo no tengo el falo, mientras que para la mujer, yo no soy el falo, el histérico jamás reconoce estas dos dimensiones de la castración  (Dor, 2000).

Lo anterior, se  puede traducir en distintas formas, insatisfacción histérica, recalca la literatura, al esforzarse por huir del goce, al ocupar un lugar imposible. Puede verse afán de perfección, donde un interés constante versa sobre lo bello, que viene a encimarse sobre lo femenino al precio de suplantarlo. Hay una recurrente preocupación de gustar al otro y de constituirse como objeto que podría colmar su falta (Dor, 2000).

            En cuanto a la elección de pareja, también se puede vislumbrar el fantasma de la castración en una tendencia a escoger un compañero inaccesible, en cuanto en él se busca un padre completo, un padre tal como jamás existió  (Dor, 2000).

Otro elemento, con su centro en la disimetría del significante, es abordar el interés que puede suscitar para una mujer histérica otra mujer (como es el caso Dora desarrollado más adelante), Lacan (1956-57) plantea que el objeto de la histérica, es un objeto esencialmente homosexual, en tanto ama a una mujer que “tiene” el objeto amado (el hijo real que engendra el falo). En este sentido, lo más amado para la histérica es la falta, lo que se ubica más allá de ella misma, es decir, el falo.

Cabe mencionar en este punto, que la homosexualidad de la histérica no refiere a un objeto amoroso en cuanto tal, sino más bien a las identificaciones que aluden a la femineidad (Dor, 2000). A poder simbolizar de alguna forma aquello que es un enigma.

Ménard (1996), centrándose en lo materno, plantea que pareciera ser que entre madre e hija hay un fracaso fundamental, lo cual es a la vez muy banal y muy difícil de analizar. Aclara que lo que hay de violento en la relación de una mujer con su madre es que es muy difícil separarse, la relación a lo masculino está ahí puesta para desconocer la otra relación. 

  Importantes, a lo hora de incluir la óptica del género en histeria, son los planteamientos de Dio Bleichamar (1985), la autora desarrolla que la femineidad de la histeria no puede ser reducida a la sexualidad, sino que debe contextualizarse en el género, en un narcisismo que apunta a privilegiar la mente, la acción y la realidad moral y no quedar atrapada en la belleza corporal, consistiendo mas que nada en  una protesta que no logra traducirse en palabras que apunta a una reivindicación de la femineidad que no desea ser simplemente reducida a la sexualidad.

Por su parte, Nasio (1991) describe tres posiciones permanentes y duraderas del yo histérico, en primer lugar,  plantea que  el histérico es fundamentalmente un ser de miedo, que para atenuar su angustia no ha encontrado más recurso que sostener sin descanso en sus fantasmáticas y en su vida el penoso estado de insatisfacción, pues teme vivir la satisfacción como goce máximo, por lo que evita las experiencias que le lleven a ésta. Por ello crea fantasmas que le lleven en cualquier intercambio relacional con el Otro a la insatisfacción, en donde en la cotidianeidad sus relaciones se modelan por éste fantasma, en donde el Otro, amado u odiado, desempeña siempre un rol insatisfactorio.

Este primer estado sería un estado pasivo, en donde el Yo se encuentra en una constante espera de recibir del Otro, no la satisfacción que colma, sino curiosamente, la no respuesta que frustra, siendo así el primer estado el de un Yo insatisfecho (Nasio, 1991).

Cobraría acá sentido, citar a  Ménard (1996), que plantea que ésta  insatisfacción,  se produciría por una demanda perentoria del Otro, de un Otro que sea no faltante, que manifieste estar absolutamente ahí.

En segunda instancia, Nasio (1991), alude a un yo activo que transforma la realidad concreta en una realidad fantasmática de contenido sexual, el Yo histerizador, en que el histérico no percibiría los objetos internos o externos tal como el común de la gente, sino que los transforma en una realidad fantasmatizada, histeriza el mundo, dirá el autor, en donde histerizar es hacer que nazca en el cuerpo del otro un foco ardiente de libido, instalando en el cuerpo del otro un cuerpo nuevo, tan lidibinalmente intenso y fantasmático como lo es su propio cuerpo, el que no es su cuerpo real, sino un cuerpo sensación pura abierto hacia fuera.

En tercer lugar, nos encontramos con el Yo tristeza, esta es una posición subjetiva del histérico caracterizada por la tristeza de su Yo cuando debe afrontar la única verdad de su ser, no saber si es un hombre o una mujer. Esto, debido a que la singular plasticidad del yo del histérico, lo instala en una realidad confusa, un tanto real y un tanto fantaseada, en donde se emprende un juego cruel de identificaciones múltiples y contradictorias con diversos personajes, a precio de permanecer ajeno a su propia identidad de ser, en particular, de ser sexuado, en donde desatando el conflicto o despejándolo, sea hombre o mujer, ocupara invariablemente el papel de excluido, lo que le produce una tristeza agobiante, el dolor de su soledad (Nasio, 1991).

En suma, dirá el autor, la histeria en cualquier relación con el otro se presenta como un lazo insatisfactorio, histerizador y triste, enteramente polarizado alrededor de la tenaz negativa de gozar (Nasio, 1991).

Respecto de lo anterior, Ménard (1996) plantea que para que un histérico se juegue el cuerpo, es porque hay algo que no se puede decir, no se puede llevar a lenguaje, en donde el cuerpo es quien habla, el que dice lo que no puede ser dicho en palabras por la represión.

En palabras de Marchant (1999), este cuerpo no corresponde exclusivamente a su substrato anatómico sino que también a su matriz simbólica. Son los síntomas los que se inscriben en el cuerpo, pero esta vez es fundamental que el analista no solo tenga un conocimiento preciso de la anatomía médica sino que también sea capaz de estructurar una anatomía simbólica del cuerpo y de lo que éste representa en el dolor histérico.

En el caso de la histérica es el cuerpo que habla de su sufrimiento, que grita y clama por una escucha distinta. La histeria muestra bien junto a las enfermedades psicosomáticas que los terrenos del cuerpo y la psiquis están conjugados a través del lenguaje y es lo que permite afirmar que ese cuerpo habla (Marchant, 1999).

De lo anterior, el autor hace la interrogante de porqué la histeria para sufrir y dar a ver su sufrimiento debe aportar a un cuerpo doliente, ¿qué pasa en la estructuración subjetiva que facilita tal operación?, agregando que el cuerpo de la histeria es un cuerpo sexuado y se constituye como tal, no como un postulado del psicoanálisis, sino porque ella expresa con su cuerpo el malestar de su sexo, expresado por ejemplo en una anestesia sexual, en el asco hacia lo sexual. Es un cuerpo erotizado incluso en sus síntomas (Marchant, 1999).

De acuerdo a lo anteriormente citado, Marchant (1999) dice que lo que hallamos en una histeria que ofrece su cuerpo como un órgano sufriente es la falta de simbolización de un conflicto a nivel simbólico y plasma en lo somático una pregunta por su ser, en donde la histérica ofrece su cuerpo como objeto de estudio, ¿pero qué podemos leer de este ofrecimiento sino una entrega al Otro para ser deseada por este? Es decir que el malestar corporal no solo se constituye sólo como una dolencia sino también como un ofrecimiento de su ser al cuerpo médico. Esa es la trampa imaginaria en la que podemos caer, tratar su cuerpo como un objeto de estudio y no escuchar ahí la compleja red simbólica que inviste al cuerpo de vida.

            Un último punto a mencionar es la fragmentación que ha sufrido la histeria en los actuales manuales de psicología y psiquiatría, siendo retirada como categoría diagnóstica desde el DSM- III hacia adelante, sin embargo existen una serie de trastornos en los cuales se puede vislumbrar manifestaciones propias del cuadro de la histeria, tales como los así llamados trastornos disociativos, trastorno histriónico de la Personalidad, distimia, entre otros (Thibaut e Hidalgo, 1996).  

 

II. Transferencia

            La transferencia es un concepto central en psicoanálisis, habla del quehacer mismo de la cura psicoanalítica, aparece conceptualmente de la mano de Freud (1915), como un fenómeno que acontece desde el inicio de  la relación entre analista y paciente, éste último, transfiere sentimientos sobre la persona del médico, sin embargo todo este afecto viene de otra parte, ya estaba preparado y es “repetido” frente al analista. De forma tal que el paciente escenifica ante el analista un trozo de su biografía.

Dicha transferencia se manifiesta de forma ambivalente, puede presentarse como un tormentoso reclamo de amor o en formas más atenuadas (sublimadas), así como incluir actitudes hostiles hacia el analista, el cual es puesto en lugar de un miembro de la pareja parental (Freud, 1940). En este sentido Freud plantea que la transferencia puede ser una poderosa resistencia al análisis así como un aliado.

            Respecto a la líbido puesta en la transferencia, es necesario puntualizar que dicha energía fue sustraída respecto de los síntomas y ahora se encuentra puesta en la relación paciente analista, de forma que este último tiene la posibilidad de desasir la líbido de sus provisionales ligaduras sustraídas al yo  para ponerla de nuevo al servicio de éste (Freud, 1917).

            En su trabajo con pacientes neuróticos, Freud concede un importante papel a la transferencia, si bien no acota un tipo específico de transferencia en la histeria, se puede vislumbrar a lo largo de toda su obra como utiliza la utiliza para dar curar  a sus pacientes, analizando que repetición está operando en los pacientes, hallando el sentido a los síntomas conversivos, sueños, etc. 

            Para Freud, también pueden acontecer fenómenos de parte del analista hacia el paciente, es lo referente a la contratransferencia, concepto que alude a los afectos que el analista pone en la relación con el paciente, los cuales sino no son apropiadamente manejados pueden desembocar en el fracaso del análisis, por ello, el énfasis puesto en que el analista haya pasado por un análisis propio antes.  En este sentido en importante recalcar siempre que el analista no debe responder a la demanda del paciente, pues no está dirigida a su persona, más bien debe interpretarla, de forma  tal que la repetición que opera ahí sea anudada a un recuerdo que permita esclarecer el sufrimiento del paciente (Freud, 1917).

Por su parte Lacan plantea que la transferencia no guarda relación con ninguna propiedad misteriosa de la afectividad, sino que más bien tiene que ver con el momento dialéctico en que se produce. “La transferencia no es nada real en el sujeto, sino la aparición, en un momento de estancamiento de la dialéctica analítica, de los modos permanentes según los cuales constituye sus objetos” (Lacan, 1966).

La transferencia es necesaria para la cura pero por si misma no es suficiente. En ésta el sujeto proyectaría su pasado en un discurso en devenir, en la transferencia lo que siempre se debe indicare es el momento de la errancia y también de orientación del analista (Lacan, EI). En donde la interpretación consistiría en llenar con engaño el vacío de ese punto muerto.   

Evans (1998) señala la distinción Lacaniana entre una parte simbólica y otra imaginaria de la transferencia, la primera  alude a los afectos (amor/odio) y actúa como resistencia. La segunda se liga a la compulsión a repetir, y contribuye al progreso del a cura al revelar los significantes de la historia del sujeto.

Aunque Lacan plantea que la transferencia puede manifestarse con la apariencia del amor se trata más que nada de un amor por el saber, implícita en el hábito del habla. En donde la transferencia consistiría en la atribución de un saber al Otro, un Otro Supuesto Saber que vendría a ser encarnado por el analista.

Al respecto es importante lo planteado por Gomberoff (1992), respecto de la posición que el analista viene a ocupar, una posición de muerte, ya que de una u otra forma debe des- centrarse de su yo, y hacer una escucha pareja a todo lo que dice el paciente, así como asocia libremente el paciente, y no escucha al paciente sino que al sujeto del inconsciente, el que habla en los lapsus, en los sueños, actos fallidos, etc.

Dicha posición des- centrada de su yo, conlleva una gran herida narcisista, pues el terapeuta no debe olvidar que no sabe, quien sabe es el paciente y el terapeuta le ayuda a encontrar ese saber, acude a terapia a que otro le diga algo ahí donde el dice no saber, es una paradoja.

            En este sentido el analista debe tener claro su lugar en la terapia, su posición está en A, para no caer en lo real o lo imaginario, sino que operar desde lo simbólico, pues “si se calla es para dejar la palabra a ese Otro de la determinación simbólica, más allá del otro de la intersubjetividad” (Gomberoff, 1992).

Destacamos este punto sobre todo con respecto a lo ya desarrollado sobre la forma relacional del histérico y lo planteado por Marchant (1999) respecto a la agresividad histérica, la cual es del orden de la  contratransferencia, donde la rabia no es generada por la supuesta falta de voluntad del paciente sino que tiene que ver con las propias limitaciones del analista y que en su incomodidad devuelve la agresión a la histérica. Agrega además que esta agresividad es fácil de captar clínicamente. Es la actitud que más irritante resulta al médico, que adorna su ira con la púdica denominación de contratransferencia, aunque debemos leer allí la rabia impotente (...) Impotente para comprender, impotente para hacer gozar”

Debiéndose  entender que  esa demanda concreta no está dirigida al analista, que no es su persona la que es interpelada, sino que es el lugar del Otro el que está llamado (Gomberoff, 1992; Marchant, 1999).

Si el analista en vez de situarse en el lugar del Otro, se ubica como un otro semejante, cae presa del circuito imaginario, “cuando no sabemos escuchar lo que ella nos dice, cuando nos entrampamos en el juego imaginario impuesto en psicoterapia, en una especie de lucha de yoes (de yo a yo), para ver quien es el más fuerte al menos lógicamente, y en los gritos perdemos la palabra del paciente” (Marchant, 1999).

En esta misma línea se ubica la confrontación, aludiendo con ello a las continuas disputas entre el yo del paciente y el yo del terapeuta, la idea de rectificar los errores lógicos del paciente, disputas infructuosas por tratar de demostrar los errores del paciente en su pensamiento y rectificarlos, sosteniéndose una lucha imaginaria. Esto supone que el terapeuta posee una posición privilegiada con respecto al paciente y que incluso el paciente debe servirse de las potencialidades y fortalezas de su yo para servir de ejemplo e imitación (Marchant, 1999). De esta forma olvida que es un sujeto supuesto saber, pues el también es un ser en falta.

En este sentido, plantea que la clínica de la histeria debe basarse en la falla, en el error, en un lugar móvil que evite todo estancamiento de un saber rígido, pues cada vez que tratamos de aplicar un tratamiento al modo de una ingeniería, de un mecanismo, fallamos, nuestra palabra cae presa de la insatisfacción histérica.

 Como dice Gomberoff (1992), “la provocación es evidente”, el analista o terapeuta debe aceptar que se formó para no saber, que debe des-centrarse de su yo, si en verdad quiere atender el sufrimiento de su paciente, y no debe responder ni desde la necesidad ni desde lo imaginario, sino que desde lo simbólico, pues los verdaderos cambios se producen desde el Otro, el sujeto del inconsciente es quien se debe escuchar “flotantemente”.

Por su parte Nasio también desarrolla el trabajo con la transferencia en el tratamiento de la histeria, en tanto sostiene la idea de fantasma inconsciente ligado a la castración materna, describe escenas fantasmáticas que el paciente transfiere sobre el Otro, en este caso el terapeuta, las que aluden a tres fachadas del Otro que le engendrarían angustia (Nasio, 1991). Estas nos permiten entender mejor lo ya esbozado con respecto a la acción demandante de la histeria y la posición difícil y dolorosa (desde el punto de vista del narcisismo) que debe encarnar el analista.

Estas tres máscaras fundamentales aludirían al Otro Castrado, el Otro de la Ley y el Otro del deseo perverso, en donde el primero aludiría a la madre y los dos segundos a la figura paterna, por lo cual, es el primero el que se relacionaría más directamente a la fantasmática histérica. (Nasio, 1991)

Así, el Otro Castrado (la madre), es la figura más amenazadora, en tanto viene a representar una amenaza que espanta  a la vez de que seduce y tranquiliza, ligado a que el fantasma de castración es angustiante, pero a la vez es una  garantía que protege al niño fálico del peligro absoluto y sin límites (Nasio, 1991).

            Ligado a esto, el tratamiento de la histeria consistiría en conducir al analizando a atravesar la prueba de la angustia de castración, la situación de aceptar o repulsar la prueba de angustia de castración no depende de una elección consciente y deliberada sino de un estado subjetivo inconsciente, fruto de un largo trabajo entre el analista y el paciente, en el punto final del análisis se sitúa no en un sentido temporal como el final del análisis sino como la desatadura decisiva de la neurosis de transferencia (Nasio, 1999).

            En este sentido resulta compresible cuando Lacan dice “el sujeto comienza hablando de él, nos les habla a ustedes; luego les habla a ustedes, mas no les habla de él; cuando les haya hablado de él (que habrá cambiando sensiblemente en el intervalo) a ustedes, habremos llegado al final del análisis” (Lacan, 1955-56, p. 230). 

 

Caso Dora

            El caso Dora es abordado por Freud (1905) con el sustento teórico de que la causación de las enfermedades histéricas se encuentran en las intimidases de la vida psicosexual de los enfermos, siendo los síntomas histéricos la expresión de sus más secretos deseos deprimidos.

De esta forma Freud, describe a Dora como aquejada de una pequeña histeria, en el sentido de que por ejemplo no presentaba los ataques impresionantes de los pacientes histéricos de la Salpetrière. No obstante dado el sufrimiento de Dora y el desarrollo y curso del tratamiento reviste  de gran importancia para el Psicoanálisis.

            Es el padre quien informa a Freud sobre el curso de la enfermedad de Dora, quien a los 18 años es puesta bajo tratamiento (aunque ya había visto a Freud antes, a los 16). El núcleo familiar es descrito como dominado por el padre, quien es caracterizado como una persona de gran inteligencia, que ha venido, según Freud, a constituirse como una armazón a alrededor de la cual se edifico la historia infantil y patológica de la paciente. Por su parte la madre aparece ausente del relato, siendo caracterizada como una mujer de escasa cultura, poco inteligente y aquejada de la “psicosis del ama de casa”.

            Otros datos clínicos de la paciente son que a los 6 años el padre enferma de tuberculosis debiendo irse a vivir por 10 años a “B”. A los 7 años sufre de Enuresis, a los 8 años Disnea. Posteriormente, a los 10 años de Dora, el padre sufre un desprendimiento de retina, para lo cual se le prescribe una cura de oscuridad. A los 12 años Dora presenta hemicráneas y ataques de tos nerviosa, en tanto el padre, sufre de ataque de confusión, parálisis y ligeras perturbaciones psíquicas.

            A los 16 años Dora enferma de neurosis siendo traída a Freud por el padre. A la par con esto ocurre la escena del lago (a desarrollar después), y también muere la tía de Dora. A los 17 sufre Apendicitis y a los 18 escribe una carta donde dice que quiere suicidarse.

            Dora es descrita como una persona que se burlaba de los esfuerzos médicos y que acude a Freud sólo por la palabra del padre. Freud plantea que esta tiene una desazón y alteración del carácter, no estaba satisfecha consigo misma ni con los suyos, enfrentaba hostilmente a su padre y no se entendía con su madre, quien quería atraerla a las labores domésticas.

            Es así, como Dora es analizada por Freud a los 18 años debido a la carta de suicidio encontrada por sus padres, sufre además un ataque de perdida del conocimiento.

            Una vez que Freud comienza a tratarla, nota que hay una relación entre cuatro personas, muy ligada al malestar de Dora. Dentro de éste cuarteto, aparece ella misma, su padre, y el señor y la señora K, la madre aparece al margen de esta situación.

            Cabe mencionar que fue la señora K quien cuido al padre mientras estuvo enfermo, mostrándose  además muy amable con Dora. Esta última le tenía mucho afecto y confianza.

            A medida que Dora va avanzando en el tratamiento, refiere distintas escenas que guardan relación, según Freud, con un aparente interés sexual por parte de Dora hacia el señor K, a pesar de que ésta  manifiesta un profundo rechazo hacia él, deseando a su vez que el padre se aleje de la señora K, no aludiendo sin embargo en forma alguna un odio hacia ésta, pero sí hacia su marido.

            En el curso del tratamiento Dora relata a Freud una escena ocurrida en un lago, en la cual el señor K le habría hecho una propuesta que enfatizaba que su mujer no era nada para él. Resulta interesante destacar que, a pesar de las malas relaciones con su madre, es ella a quien Dora cuenta primero lo ocurrido para que se lo cuente a su padre. Este reclama por ello al señor K, el cual acusa a Dora a mentirosa. En este punto, Freud realiza una serie de inversiones dialécticas como las llama Lacan, destinadas a cuestionar a Dora que tanto tenía ella que ver con el sufrimiento del cual se queja (abordadas más adelante).

            Dentro del análisis también Dora relata la escena de un beso, a la edad de 14 años, donde ella sintió un gran asco, Freud habla de un desplazamiento de la sensación de la zona genital al asco, y de un síntoma de Dora relacionado con una presión en la parte superior del cuerpo, Freud la relaciona con la presión del pene sobre el clítoris (Freud, 1900).

            En Dora surge el sentimiento de estar siendo usada, es entregada al señor K a cambio de la señora K por el padre. Sin embargo, desde la escena del lago reclama contra la relación entre el padre y la Señora K, antes había sido más bien una cómplice. ¿Por ese cambio? 

            Freud le dice a Dora que está enamorada del señor K, ella rechaza muchas veces la interpretación. Ante lo cual Freud se cuestiona, si su interpretación era cierta, ¿cómo rechazó al señor K en la escena del lago?

            Después de muchas interpretaciones que apuntaban en la misma línea, del amor de Dora por El señor K, y de que Dora manifestara la negativa ante las palabras de Freud, éste comienza pensar que por ejemplo en los celos de Dora el objeto era la señora K, de forma tal que termina por concluir que de todas las corrientes inconscientes que gobernaban la vida de Dora, la corriente homosexual dirigida a la señora K era la más intensa. Interpretación que no alcanzó a  hacer, pues Dora no volvería más.

            La historia de Dora prosigue, después el análisis abandonado con Freud, Felix Deutch reconoce a la Dora de Freud en una de sus pacientes, al igual que su madre sufría de una psicosis de la ama de casa, aquejada de cáncer y perturbaciones auditivas (Ménard, 1996).

            Ahora surge la interrogante central que nos servirá de guía en el análisis, ¿qué nos enseña el caso Dora?

            Por un lado tenemos que desde la infancia de Dora hay una serie de manifestaciones somáticas que hacen pensar a los médicos de la época en una perturbación neurótica, a su vez se aprecia como Dora en paralelo con su padre, enferma, lo cual nos vendría a hablar de la identificación que estaría operando en Dora, el yo de Dora se encuentra en su padre, desde esta óptica gran parte de los síntomas conversivos de esta adquieren sentido. A su vez el curso de la historia entre ella y el señor K. 

            Antes de retomar lo anterior también es de interés mencionar como aquí cobra sentido el vuelco de la teoría Freudiana del Trauma en tanto hecho real causado por otro a la idea de  fantasías inconscientes, relacionadas con la emergencia de la sexualidad infantil y la capacidad para soportarla. Pues en Dora no había una historia de abuso que permitiera dar sentido a sus síntomas y malestares, pero sí podría haber acontecido una sexualidad infantil rebosante con el valor de microtrauma.

            Por otra parte se hace necesario analizar lo referente al complejo de Edipo y la posición ante la castración, pues allí estaría la etiología de la histeria. Cuando Freud describe a Dora la plantea como con una gran desazón y alteración del carácter, no satisfecha consigo misma ni con los suyos, con conflictos tanto con su madre como con su padre.  Lo cual puede hacer pensar que ahí operaría una aceptación a la castración en tanto estructura neurótica, sin embargo la falta se inscribe en el cuerpo en tanto frente a la angustia de castración el histérico se ofrece para llenar la falta en el Otro y hacerlo completo, sintiendo insatisfacción a cambio, debido a ocupar un lugar imposible, el de la falta. La identificación fálica viene a marcar un camino relacional particular para el histérico, es así como lo muestra Dora cuando ofrece su cuerpo para simbolizar un conflicto que no puede hablar, cuando se muestra insatisfecha y triste pues en el conflicto ella viene a ocupar el lugar de excluida, no es lo uno ni lo otro.

            Se aprecia toda una dinámica familiar en dónde Dora pareciera ambicionar parecerse a las figuras masculinas, primero con su hermano y luego con su padre, su relación con su madre se ve conflictiva, ésta pareciera querer que Dora se centre en las tareas del hogar mientras que esta manifiesta interés por otras cosas más de estilo intelectual, desde una perspectiva de género se puede entender que Dora, en su búsqueda por la femineidad, no encontraba en su madre un ideal para identificarse.

También resulta de interés que las  mujeres se acercan a ella por su padre, ella lo descubre y al darse cuenta que ella no es nada para aquellas mujeres salvo por el padre las hecha (por ejemplo la gobernata), pero con la señora K ocurre algo distinto, hasta antes de la escena del lago, pues si se entiende que el yo de Dora se encuentra en su padre, ella se ubica en la falta, en lo que su padre desea, y el desea a la señora K, entonces esta deviene como el objeto que se ubica más allá de Dora.

Si se tiene en consideración que la mujer para acceder a la femineidad lo hace mediante de la identificación paterna, es a través de lo que una mujer tiene de deseable para el padre que ella instaura su femineidad, entonces se entiende el interés de Dora por la señora K y la escena del lago.

Pues en la medida que el señor K refiere que su mujer no es nada para él por un lado ¿quién sería Dora entonces? si ésta estaba articulando su femineidad en base a la señora K.

Dora en tanto identificada a su padre, lanza hacia el la pregunta respecto del objeto ideal de deseo, en dónde dada la relación que éste sostiene con la señora K, Dora ve en ella la respuesta a su interrogante ¿qué es ser una mujer?.    

        Dora, para lograr ésta la identificación femenina debe pasar primero por el padre, así, en tanto ésta se encuentra identificada al padre su Yo es una construcción imaginaria y alienada, encarnada a otro, en el caso de Dora, el señor K, el que vendría a ocupar el lugar de su yo más que su objeto de deseo como pensaba Freud, pues el verdadero objeto de deseo de Dora es la señora K, en tanto ella viene a representar el ideal femenino para ésta.

En relación a la situación anterior Lacan plantea que en toda relación de amor, lo que se pide como signo de amor es algo que vale como signo y como ninguna otra cosa, es decir, no hay mayor signo de amor posible que el don que no se tiene, existiendo la dimensión de don sólo con la introducción de la ley. Es en este sentido, que el autor plantea que  Dora se encuentra en ese momento muy vinculada a su padre, vinculación que se da precisamente por lo que él no le da, es por ello, que se aferra a lo que el padre ama en otra más allá de ella en la medida que ella no sabe qué es, en  donde  el deseo de Dora apunta al falo como don, a que sea elevado como don que la hará entrar en un intercambio normalizado.

Es esto precisamente lo que el padre impotente  no da a Dora, por lo que ésta trata de restituir el ingreso a una posición normativizada de una manera inversa, no ya mediante el padre, sino mediante otra mujer, en donde el señor K cobra importancia en la medida que presenta un interés también por la señora K, en tanto la ame a ella más allá de su mujer (significando por ende ésta algo para él) así como el padre ama a la señora K más allá de Dora.

            Al pensar en la transferencia del caso Dora, no hay que descuidar la ideación teórica de Freud respecto de ésta como resistencia y a la vez como motor del análisis cuando se logra interpretar. En este sentido, en la medida que se logra trabajar con la transferencia, se logra una adhesión al tratamiento, entonces pareciera ser así que en algún punto Freud no logra escuchar a Dora, pues ésta abandona el análisis prematuramente.

En este sentido, Dora se relaciona con el saber médico como quienes no tienen “la respuesta”, siendo también Freud en un punto del análisis ubicado como uno de esos que no tienen la razón sobre su padecer, No dice Dora a sus interpretaciones.

            Freud en todo su análisis cree que el padecer de Dora se encuentra ligado al amor heterosexual que ésta manifiesta por el señor K y más inconsciente y profundamente aún por su padre. En este sentido, cabe destacar en el orden de la contratranferencia, el deseo de Freud por un objeto de amor heterosexual, circulando por ello toda su intervención en el caso Dora alrededor del supuesto amor que ésta profesaba por el señor K, siendo “ciego” a las señales dadas por ésta de su amor incondicional a la señora K.

            Como ejemplo de lo anterior se encuentra la interpretación de Freud hace de los dos sueños de Dora, en los cuales el cree ver plasmado la atracción sexual de Dora por el señor K, cuando en realidad los sueños develaban el interés de Dora por la señora K.

            En este contexto, Freud, en un punto del análisis, anuncia a la paciente su amor por el señor K, ante lo que ésta se niega, abandonando luego el análisis. En este punto, cabe mencionar que Freud reflexiona sobre la tardanza de una interpretación en mente, que aludía a que la corriente inconsciente más profunda e intensa de amor de Dora estaba vinculada a un objeto de amor homosexual, la señora K.

            Cobran sentido aquí los planteamientos Lacanianos respecto de que las resistencias son siempre del orden del analista, así, la tardanza en la interpretación de Freud evidenciaría sus propias resistencia respecto de una elección de objeto homosexual.

            Lacan plantea que es curioso            que nadie se haya percatado que en el abordaje de Freud del caso Dora, éste lo haya hecho mediante una serie de inversiones dialécticas en las cuales se busca llegar al plano en donde se diga algo verdadero para el sujeto. En este sentido, un primer desarrollo de la verdad tiene que ver con que Freud no cree en la versión que el padre de Dora cuenta.

Posteriormente acontece una primera inversión dialéctica, cuando Dora afirma que ahí están los hechos de su vida y qué quiere hacer Freud con respecto a eso. Éste responde con la primera inversión dialéctica, ¿cuál es tu parte en el desorden que te quejas? Donde se da un segundo desarrollo de la verdad que tiene que ver con la complicidad de Dora con respecto la situación en que se encuentra. Luego acontece una segunda inversión dialéctica que en la cual Freud observa que el existe un interés enmascarado hacia la persona que supuestamente es el rival, la señora K, entonces acontece un tercer desarrollo de la verdad, que guarda relación con la atracción fascinada de Dora por la señora K.

            Freud a pesar de darse cuenta de ésto, no alcanza a realizar la interpretación al respecto, que tiene que ver con por qué no le tiene rencor por todo lo que ha hecho. A partir de esto Lacan desarrolla una tercera inversión dialéctica, la cual daría el valor real del objeto que es la señora K para Dora: el misterio de su propia femineidad.

 Freud (en Lacan, 1966) atribuye esta falla a la acción de la transferencia, confiesa que durante mucho tiempo no pudo encontrarse con esa tendencia homosexual sin caer en un desaliento que le hacía incapaz de actuar sobre este punto de manera satisfactoria.

            En razón de su contratransferencia Freud vuelve demasiado sobre el amor que el señor K inspiraría a Dora, por haberse puesto un poco excesivamente en el lugar del señor K.

            Entre las observaciones que se le hacen a Freud, refieren principalmente a que éste se ha equivocado respecto del objeto de deseo de Dora, en tanto se preguntaba que deseaba Dora  y no quien deseaba en Dora. Lo cual se esclarece a la luz de los aportes del estadio del espejo, en el origen imaginario y alienante del Yo. Para Lacan el Yo no es concebido como fuerte, dueño de si mismo y con libre albedrío, sino que el Yo siempre es otro, siempre esta en otro lugar, es una construcción imaginaria del sujeto.

Cabe mencionar aquí una lectura distinta, ligada al género, planteada por Dio Bleichmar, la señora K para  Dora va más allá de un interés por su sexo, sino por la femineidad, en tanto ideal del Yo femenino, el que no encuentra en su madre, siendo por ello desplazado a la señora K. Agregando que no es que Dora rechace al señor K por una corriente de objeto homosexual o por un acentuado narcisismo, sino porque es la única forma que encuentra de valorar a la mujer que hay en ella mediante una lucha sexista con ese hombre, en donde la señora K representa la imagen valorizada para Dora de la femineidad.

            De esta forma, el caso Dora  se presenta como una interesante muestra de cómo la transferencia y las resistencias del analista pueden obturar la emergencia del sujeto del inconsciente. En tanto se instala en un circuito imaginario, lucha de Yo a Yo, en donde el analista equivoca su posición pues él  ocupa un lugar en A, y actúa guiado por la premisa de ser un sujeto supuesto saber, sostiene un lugar y permite la transferencia, no respondiendo a la parte imaginaria de ésta, que opera como resistencia sino que más tratando de simbolizar la repetición inconsciente que estaría operando ahí, de un modo particular de relacionarse con el objeto, la cual en tanto interpretada permite salir del estancamiento y lanzar nuevamente el proceso, un pro de una articulación subjetiva ante la neurosis. 

 

Referencias

-          David-Ménard, M (1996). La Histeria: De Freud a Lacan. Objetos Caídos. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales..

-          Dio Bleichmar, E (1991). El Feminismo Espontáneo de la Histeria. Madrid: Siglo XXI.

-          Dor, J (2000). Estructuras Clínicas y Psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Evans, D (2000). Diccionario Introductorio de Psicoanálisis Lacaniano. Buenos Aires: Paidós. 

-          Freud, S (1896). La Etiología de la Histeria. En obras Completas. Vol, III. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Freud, S (1905). Fragmento de análisis de un caso de Histeria. En obras Completas. Vol, III. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Freud, S (1896). La Etiología Específica de la Histeria. En obras completas, Tomo IX. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Freud, S (1908). Las Fantasías Histéricas y su relación con la bisexualidad. En obras Completas, Vol. IX. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Freud, S (1915). Puntualizaciones sobre el amor de Transferencia. En obras Completas Vol. XII Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Freud, S (1917) Conferencia 27. La transferencia. En obras Completas, Vol. XVI. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Freud, S (1940). Una muestra el trabajo Psicoanalítico. El Esquema del Psicoanálisis. En obras Completas. Buenos Aires: Amorrortu editores.

-          Gomberoff, Eduardo (1992). La personalidad del terapeuta: un des-ser psicoanalítico. Revista de Terapia Psicológica. Año X, Nº 17/ 18 73-78

-          Lacan, J (1955-56). La pregunta histérica. En Seminario III. Buenos Aires: Paidós.

-          Lacan, J (1955-56). Dora y La joven Homosexual. En Seminario IV. Buenos Aires: Paidós.

-       Lacan, J (1966) Intervención sobre la Transferencia. En escrito I.

-       Marchant, M (1999). Apuntes sobre la Histeria. Articulo extraído.

-       Nasio, J (1991). El dolor de la Histeria. Buenos Aires: Paidós.

-       Thibaut, M e Hidalgo, G (1996). Trayecto del Psicoanalisis de Freud a Lacan. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales.

 

 

hay que leer todo el texto para el exámen?.
Sí. Hay que leer todo el texto y todos los textos.