CATEDRA DE TEORÍA PSICOANALÍTICA

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EL SURGIMIENTO DEL PSICOANALISIS

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VEREMOS EL TEXTO DE BREUER ACERCA DE SU PACIENTE ANA O.

 

Señorita Anna O. (Breuer)

Señorita Anna O. (Breuer) La señorita Anna O., de 21 años cuando contrajo la enfermedad (1880), parece tener un moderado lastre neuropático a juzgar por algunas psicosis sobrevenidas en su familia extensa; los padres son sanos, pero nerviosos. Ella fue siempre sana antes, sin mostrar nerviosismo alguno en su período de desarrollo; tiene inteligencia sobresaliente, un poder de combinación asombrosamente agudo e intuición penetrante; su poderoso intelecto habría podido recibir un sólido alimento espiritual y lo requería, pero este cesó tras abandonar la escuela. Ricas dotes poéticas y fantasía, controladas por un entendimiento tajante y crítico. Este último la volvía también por completo insugestionable; sólo argumentos, nunca afirmaciones, influían sobre ella. Su voluntad era enérgica, tenaz y persistente; muchas veces llegaba a una testarudez que sólo resignaba su meta por bondad, por amor hacia los demás. Entre los rasgos más esenciales del carácter se contaba una bondad compasiva; el cuidado y el amparo que brindó a algunos pobres y enfermos le prestaron a ella misma señalados servicios en su enfermedad, pues por esa vía podía satisfacer una intensa pulsión. - Mostraba siempre una ligera tendencia a la desmesura en sus talantes de alegría y de duelo; por eso era de genio un poco antojadizo. El elemento sexual estaba asombrosamente no desarrollado; la enferma, cuya vida se volvió trasparente para mí como es raro que ocurra entre seres humanos, no había conocido el amor, y en las masivas alucinaciones de su enfermedad no afloró nunca ese elemento de la vida anímica. Esta muchacha de desbordante vitalidad espiritual llevaba una vida en extremo monótona, y es probable que el modo en que ella se la embellecía resultara decisivo para su enfermedad. Cultivaba sistemáticamente el soñar diurno, al que llamaba su «teatro privado». Mientras todos la creían presente, revivía en su espíritu unos cuentos: si la llamaban, estaba siempre alerta, de suerte que nadie sospechaba aquello. Esa actividad trascurría junto a los quehaceres hogareños, que ella cumplía de manera intachable. Informaré luego sobre cómo esa ensoñación habitual de la mujer sana pasó directamente a la enfermedad. El ciclo de la enfermedad se descompone en varias fases bien separadas; ellas son: A. Incubación latente. Desde mediados de julio de 1880 hasta el 10 de diciembre, más o menos. Esta fase casi siempre se sustrae de nuestro conocimiento, pero en este caso, debido a su peculiaridad, se pudo averiguarla de una manera tan completa que ya por ese hecho estimo en mucho su interés patológico. Expondré luego esta parte del historial. B. Contracción manifiesta de la enfermedad; una psicosis peculiar, parafasia, strabismus convergens, perturbaciones graves de la visión, parálisis por contractura, total en la extremidad superior derecha y en ambas inferiores, parcial en la extremidad superior izquierda, paresia de la musculatura cervical. Progresiva reducción de la contractura en las extremidades del lado derecho. Alguna mejoría, interrumpida por un grave trauma psíquico (muerte del padre) en abril, a lo cual sigue: C. Un período de sonambulismo persistente, que luego alterna con estados más normales; continuación de una serie de síntomas duraderos hasta diciembre de 1881. D. Progresiva involución de esos estados y fenómenos hasta junio de 1882. En julio de 1880, el padre de la paciente, a quien ella amaba con pasión, contrajo un absceso de peripleuritis que no sanó y a consecuencia del cual murió en abril de 1881. Durante los primeros meses de esa enfermedad, Anna se consagró al cuidado del enfermo con toda la energía de su ser, y a nadie sorprendió que se debilitara mucho. Nadie, quizá tampoco la propia paciente, sabía lo que le estaba sucediendo; pero poco a poco empeoró tanto su estado de debilidad, anemia, asco ante los alimentos, que para su máximo dolor la alejaron del cuidado del enfermo. La ocasión más inmediata para ello la ofreció una tos intensísima, a raíz de la cual la examiné por primera vez. Era una típica tussis nervosa. Pronto acusó una llamativa necesidad de reposo en las horas de la siesta, a lo cual seguía al atardecer un estado de adormecimiento y luego una intensa inquietud. A. comienzos de diciembre surgió el strabismus convergens. Un oculista lo explicó (erróneamente) como paresia de un abductor. El 11 de diciembre la paciente cayó en cama, y siguió en ella hasta el 1º de abril. En rápida sucesión se desarrollaron una serie de graves perturbaciones, en apariencia totalmente nuevas. Dolores en el sector posterior izquierdo de la cabeza; strabismus convergens (diplopia), que las emociones agravaban mucho; queja de ver inclinarse las paredes (afección del obliquus). Perturbaciones visuales de difícil análisis; paresia de los músculos anteriores del cuello, de suerte que la paciente terminó por mover la cabeza sólo si la apretaba hacia atrás entre los hombros alzados y giraba la espalda. Contractura y anestesia de la extremidad superior derecha y, pasado algún tiempo, de la inferior de ese mismo lado; esta última, extendida por completo, aducida y rotada hacia adentro; luego, igual afección apareció en la extremidad inferior izquierda y, por último, en el brazo izquierdo, cuyos dedos conservaron empero cierta movilidad. Tampoco las articulaciones del hombro de ambos lados quedaron por completo rígidas. El máximo de la contractura afectaba a los músculos del brazo, así como luego, cuando la anestesia pudo ser examinada con mayor precisión, la zona del codo demostró ser la más insensible. Al comienzo de la enfermedad, el examen de la anestesia no era completo a causa de la resistencia de la paciente, debida a unos sentimientos de angustia. En ese estado empecé a tratar a la enferma, y pronto pude convencerme de estar ante una grave alteración psíquica. Existían dos estados de conciencia enteramente separados; alternaban entre sí muy a menudo, y sin transición, y fueron divorciándose cada vez más en el curso de la enfermedad. En uno de ellos conocía a su contorno, estaba triste y angustiada pero relativamente normal; en el otro alucinaba, se «portaba mal», vale decir insultaba, arrojaba las almohadas a la gente toda vez que se lo permitía su contractura, arrancaba con sus dedos móviles los botones del cubrecamas y la ropa blanca, etc. Si durante esa fase se alteraba algo dentro de la habitación, entraba o salía alguien, ella se quejaba después de que le faltaba tiempo, e indicaba las lagunas en el decurso de sus representaciones concientes. Toda vez que luego se le disimulaba eso en lo posible y se procuraba tranquilizarla ante su queja de que se volvía foca, a aquella botadura de los almohadones, etc., seguían todavía quejas en cuanto al trato a que se la sometía, el desorden en que se la dejaba, etc. Esas ausencias ya se habían observado cuando aún no había caído en cama; entonces se atascaba en mitad de lo que iba diciendo, repetía las últimas palabras y tras breve lapso retomaba el hilo. Poco a poco esto tomó las dimensiones descritas, y en el apogeo de la enfermedad, cuando la contractura le afectó también el lado izquierdo, sólo por breves lapsos estaba casi normal durante el día. Pero las perturbaciones desbordaban también sobre los momentos de conciencia relativamente clara; rapidísima alternancia de talantes extremos, fugacísima alegría, de ordinario sentimientos de angustia grave, oposición empecinada a todas las prescripciones terapéuticas, angustiosas alucinaciones sobre unas serpientes negras, que tal le parecían sus cabellos, cintas, etc., Tras eso ella misma se exhortaba a no ser tan tonta, pues que eran sólo sus cabellos, etc. En momentos de claridad total, se quejaba de las profundas tinieblas que invadían su cabeza, de que no podía pensar, se volvía ciega y sorda, tenía dos yoes, el suyo real y uno malo que la constreñía a un comportamiento díscolo, etc. A las siestas caía en una somnolencia que duraba más o menos hasta pasada una hora de la puesta del sol; luego despertaba, se quejaba de que algo la martirizaba, o más bien repetía siempre el infinitivo: «Martirizar, martirizar». Después, simultánea a la formación de las contracturas sobrevino una profunda desorganización funcional del lenguaje. Primero se observó que le faltaban palabras, y poco a poco esto cobró incremento. Luego, su lenguaje perdió toda gramática, toda sintaxis, la conjugación íntegra del verbo; por último lo construía todo mal, las más de las veces con un infinitivo creado a partir de formas débiles del participio y el pretérito, sin artículo. En un desarrollo ulterior, también le faltaron casi por completo las palabras, las rebuscaba trabajosamente entre cuatro o cinco lenguas y entonces apenas si se la entendía. En sus intentos de escribir (al principio, hasta que la contractura se lo impidió por completo), lo hacía en ese mismo dialecto. Durante dos semanas enteras cayó en total mutismo, y en sus continuados y tensos ensayos de hablar no profería sonido alguno. Aquí por vez primera se volvió claro el mecanismo psíquico de la perturbación. Yo sabía que algo la había afrentado {mortificado} mucho N, se había decidido a no decir nada. Cuando lo hube colegido y la compelí a hablar acerca de ello, desapareció la inhibición que hasta entonces le imposibilitara además cualquier otra proferencia. Esto coincidió en el tiempo con el retorno de la movilidad en las extremidades del lado izquierdo, en marzo de 1881; la parafasia cedió, pero ahora sólo hablaba en inglés, al parecer sin saber que lo hacía; reñía con la enfermera, quien desde luego no la entendía; sólo varios meses después logré convencerla de que hablaba en inglés. Empero, ella entendía a su contorno germanohablante. Sólo en momentos de gran angustia el lenguaje se le denegaba por completo o mezclaba entre sí los más diversos idiomas. En sus horas mejores, más libres, hablaba en francés o italiano. Entre esos períodos y aquellos en que hablaba en inglés existía una amnesia total. Entonces cedió también el estrabismo, que por último aparecía únicamente en caso de emoción violenta; volvió a mover la cabeza. El 1º de abril abandonó la cama por primera vez. Pero el 5 de abril murió su padre, endiosado por ella, y a quien en el curso de su propia enfermedad sólo había visto por breve tiempo y raras veces. Era el más grave trauma psíquico que pudiera afectarla. A una emoción violenta siguió un profundo estupor, que duró cerca de dos días y del que salió en un estado muy alterado. Continuaron la contractura del brazo y la pierna del lado derecho, así como la anestesia, no profunda, de esos miembros. Subsistió un alto grado de estrechamiento del campo visual. De un ramillete de flores, que la alegraba mucho, veía sólo una flor por vez. Se quejaba de no reconocer a las personas. Antes reconocía los rostros sin verse precisada a un empeño deliberado; ahora, en ese laboriosísimo «recognizing work» {«trabajo de reconocimiento »} debía decirse: la nariz es así, de tal suerte los cabellos, por consiguiente es tal o cual persona. La gente se le convertía como en unas figuras de cera, sin relación con ella. Muy penosa le resultaba la presencia de algunos parientes cercanos, y ese «instinto negativo» fue en aumento. Si entraba en la habitación alguien a quien antes habría tenido gusto en ver, lo reconocía, por breve lapso estaba presente, y enseguida volvía a su ensimismamiento; esa persona desaparecía así para ella. Sólo a mí me conocía siempre cuando yo entraba; también permanecía siempre presente y despabilada mientras hablaba con ella, salvo en las ausencias alucinatorias que le seguían sobreviniendo de una manera por entero repentina. Ahora sólo hablaba en inglés y no entendía lo que se le decía en alemán. Sus allegados debían hablar en inglés con ella; hasta la enfermera aprendió a entenderla en alguna medida. Pero leía en francés e italiano; sí debía hacerlo en voz alta, con asombrosa presteza y fluidez daba una versión inglesa de lo escrito en la hoja. Empezó a escribir de nuevo, pero de una manera curiosa; escribía con la mano izquierda ágil, pero en letras de imprenta del tipo «Antigua», con un alfabeto que se había construido a partir de su Shakespeare. Si ya antes había tomado mínimas porciones de alimento, ahora se rehusaba por completo a comer; pero permitió que yo la alimentara, de suerte que su nutrición fue en rápido aumento. Después que se le suministraba comida, nunca omitía lavarse la boca, y lo hacía también cuando por una razón cualquiera no había comido nada -un signo de cuán ausente se encontraba . La. somnolencia a la siesta y el sopor profundo hacia el atardecer perduraban. Pero si después se declaraba {Aus sprechen} (más adelante consideraré este punto con profundidad), le volvían la claridad, la tranquilidad, la alegría. Ese estado relativamente tolerable no duró mucho. Unos diez días después de la muerte de su padre se llamó a un médico en consulta; ella lo ignoró absolutamente, como a todos los extraños, mientras yo le hacía demostración de todas sus rarezas. «That's like an examination» {«Es como un examen»}, dijo riendo cuando le hice leer en voz alta un texto en francés que ella pasó al inglés. El médico extraño procuraba meter baza, hacérsele notable; en vano. Era la verdadera «alucinación negativa» que después se ha producido tan a menudo por vía experimental. Por fin el médico consiguió quebrar esta soplándole humo al rostro. De pronto ella vio a un extraño, se precipitó sobre la puerta para quitar la llave, y cayó al piso desmayada; siguió un breve ataque de cólera y luego uno de fuerte angustia, que pude apaciguar con gran trabajo. Desdichadamente debí partir de viaje esa misma tarde, y cuando regresé varios días después hallé muy empeorada a la enferma. Se había abstenido totalmente de comer durante ese tiempo, sentimientos de angustia la anegaban, en sus ausencias alucinatorias proliferaban figuras terroríficas, calaveras, esqueletos. Como al vivir estas cosas las teatralizaba diciéndolas en parte, sus allegados las más de las veces conocían el contenido de estas alucinaciones. A la siesta, somnolencia; hacia el atardecer, la hipnosis profunda para la cual ella había hallado la designación técnica de «clouds» («nubes»). Si luego podía referir las alucinaciones del día, despertaba con mente clara, tranquila, alegre, se ponía a trabajar, dibujaba o escribía durante la noche con pleno uso de razón; hacia las cuatro se metía en cama, y por la mañana la misma escena recomenzaba, igual al día anterior. Era en extremo llamativa esa oposición entre la enferma diurna enajenada, asediada por alucinaciones, y la muchacha con plena claridad espiritual por las noches. A pesar de esta euforia nocturna, su estado psíquico siguió empeorando cada vez más; sobrevinieron intensos impulsos suicidas, que volvieron imposible que siguiera residiendo en un tercer piso. Por eso se la trasladó contra su voluntad a una casa de campo de las cercanías de Viena (el 7 de junio de 1881). Yo nunca la había amenazado con este alejamiento que le resultaba aborrecible, pero ella lo esperaba y temía en silencio. También con esta ocasión se volvió patente el dominio que sobre su perturbación psíquica ejercía el afecto de angustia. Así como tras la muerte de su padre le sobrevino un estado calmo, también se tranquilizó ahora, después que se produjo lo que temía. No, en verdad, sin que los primeros tres días con sus noches, siguientes a la mudanza, los pasara sin dormir ni probar bocado, con repetidos intentos de suicidio (que en el jardín no eran peligrosos), rotura de ventanas, etc., alucinaciones sin ausencia, lo cual las diferenciaba enteramente de las otras. Después se tranquilizó, tomó el alimento que le suministraba la enfermera, y también cloral al anochecer. Antes de describir la ulterior trayectoria, debo retroceder una vez más y exponer una peculiaridad del caso, que hasta ahora sólo rocé de pasada. Ya señalé que en todo el ciclo anterior diariamente aquejaba a la enferma una somnolencia a las siestas, que hacia el atardecer se convertía en sueño profundo («clouds»). (Es muy verosímil derivar esta periodicidad simplemente de las circunstancias que rodearon su cuidado del padre, al que se había consagrado durante meses. Por la noche velaba junto al lecho del enfermo, o permanecía en su cama despierta hasta la mañana, al acecho y llena de angustia; a la siesta se recostaba para reposar algún tiempo, como casi siempre suele hacerlo una persona en su situación, y acaso este tipo de vigilia nocturna y sueño a las siestas se deslizó de contrabando en su propia enfermedad y persistió cuando hacía ya tiempo que el sueño había sido reemplazado por un estado hipnótico.) Cuando el sopor duraba más o menos una hora, se ponía inquieta, removiéndose de un lado al otro y exclamando una y otra vez: «Martirizar, martirizar», siempre con los ojos cerrados. Por otra parte, se había reparado en que durante sus ausencias diurnas evidentemente forjaba siempre alguna situación o historia, de cuya trama daban noticia ciertas palabras murmuradas. Pues bien; sucedió, por casualidad al comienzo, y luego de manera deliberada, que alguno de sus allegados dejaba caer una de esas palabras claves mientras la paciente se quejaba de su «martirizar»; de pronto ella se acordaba y empezaba a pintar una situación o a relatar una historia, al principio balbuciéndola en su dialecto parafásico, y con mayor fluidez cuando avanzaba, hasta que al final hablaba un correctísimo alemán. (En la primera época, antes que diera en hablar sólo en inglés.) Las historias, siempre tristes, eran en parte muy lindas, del tipo de Bilderbuch obne Bilder, de Andersen, y probablemente construidas según este modelo; las más de las veces, su punto de partida o su argumento era la situación de una muchacha sentada ante el lecho de un enfermo y presa de angustia; no obstante, también eran procesados otros motivos, de índole por entero diversa. - Momentos después de terminado el relato, despertaba, manifiestamente tranquilizada o, como ella decía, «gehäglich». Por las noches volvía a intranquilizarse, y a la mañana, tras dos horas de sueño, no había duda de que ya estaba dentro de otro círculo de representaciones. Si en la hipnosis del anochecer no podía referirme la historia, le faltaba aquella calma y al día siguiente era preciso que refiriera dos historias para producir esa tranquilidad. Lo esencial del fenómeno descrito -la acumulación y condensación de sus ausencias en la autohipnosis del anochecer, la eficacia de los productos fantásticos como estímulo psíquico, y el alivio y eliminación del estado estimulador mediante su declaración en la hipnosispermaneció constante a lo largo del medio año de observación que restaba. Tras la muerte de su padre, las historias se volvieron desde luego más trágicas aún, aunque sólo con el empeoramiento de su estado psíquico, que siguió al ya referido violento quebrantamiento de su sonambulismo, esos informes del anochecer perdieron el carácter de una creación poética más o menos libre y se trocaron en unas series de alucinaciones temerosas, terroríficas, que ya a lo largo del día se podían deducir del comportamiento de la enferma. Pero ya he descrito cuán completa era la liberación de su psique después que, sobrecogida de angustia y horror, había reproducido y declarado todas esas imágenes terroríficas. En el campo, donde yo no podía visitar a la enferma diariamente, el asunto se desarrolló del siguiente modo: Yo acudía al anochecer, cuando la sabía dentro de su hipnosis, y le quitaba todo el acopio de fantasmas {Phantasme} que ella había acumulado desde mi última visita. Esto debía ser exhaustivo si se quería obtener éxito. Entonces ella quedaba completamente tranquila, y, al día siguiente, amable, dócil, laboriosa, hasta alegre; pero el día subsiguiente, cada vez más caprichosa, terca, desagradable, lo cual tomaba incremento el tercer día. En este talante, ni siquiera en la hipnosis era siempre fácil moverla a declarar, procedimiento para el cual ella había inventado el nombre serio y acertado de «talking cure» («cura de conversación») y el humorístico de «chimney-sweeping» («limpieza de chimenea») . Ella sabía que tras la declaración perdería toda su testarudez y «energía»; y cuando (a raíz de un intervalo más largo) ya estaba de mal humor, rehusaba «conversar» y yo debía arrancarle las palabras esforzándola, y con ruegos y algunos artificios, como empezar yo mismo pronunciando una fórmula inicial estereotipada de sus historias. De todas maneras, sólo hablaba después que se había convencido de mi identidad tanteando con cuidado mis manos. Las noches en que no se había conseguido el sosiego por declaración era preciso recurrir al cloral. Antes ya lo había intentado alguna vez, pero ahora debí suministrarle cinco gramos, y al sueño le precedía una embriaguez que duraba horas; estando yo presente, esa embriaguez era alegre, pero en mi ausencia emergía un desagradable estado de emoción angustiosa. (Señalo de pasada que esa severa embriaguez no modificaba en nada la contractura.) Yo había podido evitar los narcóticos porque la declaración traía consigo al menos tranquilidad, si bien no sueño. En el campo, las noches entre los alivios hipnóticos eran tan insoportables que resultó forzoso buscar refugio en el cloral; pero poco a poco fue necesitando menos. El sonambulismo persistente no reapareció; en cambio, prosiguió la alternancia de los dos estados de conciencia. En medio de la conversación alucinaba, salía corriendo, intentaba treparse a un árbol, etc. Si se la retenía, pasado brevísimo lapso retomaba la frase interrumpida, sin saber qué había ocurrido entretanto. Pero en la hipnosis todas esas alucinaciones aparecían luego en su informe. Su estado mejoró en líneas generales; se podía alimentarla, dejaba que la enfermera le llevara la comida a la boca; sólo al pan lo pedía, y luego lo rechazaba tan pronto tocaba sus labios; la paresia por contractura de la pierna cedió sustancialmente; también cobró el debido aprecio y gran afecto por el médico que la visitaba, mi amigo el doctor B. De Gran ayuda fue un perro de Terranova que le habían dado y al que amaba con pasión. Cierta vez que este, su preferido, atacó a un gato, fue hermoso ver cómo la endeble muchacha rescataba a la víctima empuñando la fusta en la mano izquierda y dominando con ella al enorme animal. Más tarde amparó a algunos enfermos pobres, lo cual le fue de gran utilidad. La prueba más nítida del efecto estimulador patógeno que sobre ella ejercían los complejos de representación producidos en las ausencias, su «condition seconde», así como de su trámite mediante la declaración en estado de hipnosis, la recibí a mi regreso de un viaje de vacaciones de varías semanas. En ese intervalo no se emprendió ninguna «talking cure», pues no había caso de que la enferma refiriera sus historias a alguien que no fuera yo, ni siquiera al doctor B., con quien había simpatizado cordialmente. La encontré en un triste estado moral: desidiosa, indócil, lunática, hasta maligna. En los relatos del anochecer se advirtió que su vena de fantasía poética sin duda estaba por agotarse; eran, cada vez más, unos informes sobre sus alucinaciones y a veces sobre lo que la había enojado durante los días trascurridos: de ropaje fantástico, es cierto, pero lo fantástico consistía más en fórmulas estereotipadas que en lo poético de su creación. Ahora bien, sólo se obtuvo un estado soportable cuando hice trasladar a la paciente por una semana a la ciudad, y allí cada anochecer le arrancaba de tres a cinco historias. Cuando se terminó con esto, quedó acabado todo cuanto ella había acumulado en las semanas de mi ausencia. Únicamente entonces se restableció aquel ritmo de su estado psíquico: al día siguiente de una declaración, estaba amable y alegre; el segundo día, irritable y desagradable, y el tercero, directamente «antipática». Su estado moral era una función del tiempo trascurrido desde la última declaración, porque cada producto espontáneo de su fantasía y cada episodio concebido por la parte enferma de su psique seguían obrando como estímulos psíquicos hasta que eran relatados en la hipnosis, lo cual eliminaba por completo su eficacia. Cuando en el otoño la paciente regresó a la ciudad (a una vivienda distinta de aquella en que había enfermado), su estado tanto físico como mental era tolerable, pues muy pocas vivencias, en verdad sólo las más profundas, eran procesadas patológicamente como estímulos psíquicos. Yo esperaba una mejoría creciente si mediante la declaración regular se impedía que nuevos estímulos quedaran como lastre permanente en su psique. Primero me desilusioné. En diciembre su estado psíquico desmejoró sustancialmente; estaba de nuevo inquieta, presa de triste desazón, irascible, y tenía poquísimos «días totalmente buenos», aunque no se pudiera rastrear en ella nada «atascado». A fines de diciembre, para las Navidades, estuvo particularmente intranquila y en los atardeceres de toda esa semana no relataba nada nuevo, sino los fantasmas que bajo el imperio de intensos afectos de angustia había forjado día por día en ese mismo período festivo de 1880 [un año antes]. Acabada la serie, un gran alivio. Así se renovaron su separación del padre, su caída en cama, y a partir de ahí su estado se aclaró y sistematizó de una manera muy curiosa. Los dos estados de conciencia se sucedían alternados, y siempre así: desde la mañana, y a medida que avanzaba el día, las ausencias (es decir, el afloramiento de la «condition seconde») se volvían cada vez más frecuentes, para subsistir ellas solas hacia el atardecer; esos dos estados, decía, ya no difirieron meramente como antes, a saber, que en uno (el primero) ella era normal y en el segundo alienada, sino que en el primero vivía como los demás en el invierno de 1881-82, mientras que en el segundo vivía en el invierno de 1880-81 y había olvidado por completo todo lo sucedido después. Sólo la conciencia de que el padre había muerto parecía quedarle, no obstante, las más de las veces. El retraslado al año anterior se produjo con tanta intensidad que en su nueva vivienda alucinaba su dormitorio anterior, y cuando quería dirigirse hacia la puerta embestía la estufa, que en la nueva vivienda estaba situada, respecto de la ventana, como en la otra la puerta. El vuelco súbito de un estado al otro se producía de manera espontánea, pero también se lo podía provocar con la mayor facilidad mediante alguna impresión sensorial que recordara vívidamente al año anterior. Bastaba mostrarle una naranja (que era su principal alimento durante la primera época de su enfermedad) para remitirla, saltando todo el año 1882, a 1881. Ahora bien, ese retraslado al período pasado no se producía de una manera general e indeterminada, sino que revivía día por día el invierno anterior. En cuanto a esto, yo habría podido conjeturarlo meramente, si no fuera porque en la hipnosis del atardecer ella formulaba en palabras lo que la había excitado ese mismo día de 1881, y pude comprobar la absoluta corrección de los hechos supuestos mediante un diario íntimo que la madre llevara en 1881. Esta revivencia del año trascurrido duró hasta el definitivo cese de la enfermedad, en junio de 1882. Era muy interesante ver los efectos de repercusión que en el primer estado, más normal, ejercían los estímulos psíquicos revividos del estado segundo. Ocurrió que una mañana la enferma me dijo sonriendo que no sabía qué tenía, pues estaba enojada conmigo; gracias al diario íntimo supe de qué se trataba, y esto se corroboró en la hipnosis del atardecer: en 1881, ese mismo anochecer, yo había causado mucho enojo a la paciente. En otra ocasión dijo que algo fallaba en sus ojos, veía falsamente los colores; sabía que su vestido era marrón, y no obstante lo veía azul. Enseguida se demostró que en los papeles del examen visual distinguía de manera correcta y tajante todos los colores, y la perturbación recaía sólo sobre la tela de su vestido. La razón era que en 1881 se había ocupado mucho por esos días de una camisa de dormir para su padre, en la que se utilizó la misma tela, pero azul. Y aun solía patentizarse un efecto anticipado de estos recuerdos emergentes: la perturbación del estado normal sobrevenía ya, mientras que el recuerdo sólo poco a poco despertaba para la «condition seconde». Sí la hipnosis del anochecer ya estaba muy recargada, pues no debían apalabrarse sólo los fantasmas de producción reciente, sino también las vivencias y las «vexations» {«disgustos»} de 1881 (por suerte ya había eliminado los fantasmas de 1881 en aquel momento), la suma de trabajo a realizar por la paciente y el médico aumentaba todavía enormemente en virtud de una tercera serie de perturbaciones singulares que era preciso tramitar de igual manera: los sucesos psíquicos de la incubación de la enfermedad, de julio a diciembre de 1880, que habían producido el conjunto de los fenómenos histéricos y con cuya declaración desaparecieron los síntomas. La primera vez que por una declaración casual, no provocada, en la hipnosis del anochecer desapareció un síntoma que ya llevaba largo tiempo, quedé muy sorprendido. En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucho a causa de la sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esa situación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso; ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre. De igual modo se disiparon unos raros y obstinados caprichos tras relatar ella la vivencia que los había ocasionado. Ahora bien, se dio un gran paso cuando desapareció el primero de sus síntomas permanentes, la contractura de la pierna derecha -el cual, cierto es, ya había aminorado en mucho- A partir de estas experiencias -que los fenómenos histéricos se disipaban en esta enferma tan pronto como en la hipnosis reproducía el suceso que había ocasionado al síntoma-, a partir de allí, pues, se desarrolló un procedimiento técnico-terapéutico que no dejaba nada que desear en materia de consecuencia lógica y de realización sistemática. Cada síntoma de este enredado cuadro clínico fue abordado por sí; el conjunto de las ocasiones a raíz de las cuales había emergido fueron relatadas en secuencia inversa, comenzando desde el día anterior a aquel en que la paciente cayó en cama y yendo hacia atrás hasta el ocasionamiento de su primera emergencia; -hecho esto, el síntoma quedaba eliminado para siempre. Así se «removieron por vía de relato» {«Wegerzählen»} las paresias por contractura y anestesias, las diversas perturbaciones de la visión y la audición, neuralgias, tos, temblores, etc., y por último también las perturbaciones del lenguaje. Por ejemplo, entre las perturbaciones de la visión se tramitaron una por una: el strabismus convergens con diplopia; desviación de ambos ojos hacia la derecha, de suerte que la mano aprehensora caía siempre a la izquierda del objeto; limitación del campo visual; ambliopia central; macropsia; visión de una calavera en vez del padre; incapacidad para leer. Sustraídos de este análisis permanecieron sólo fenómenos aislados que se habían desarrollado mientras guardaba cama, como la propagación de la paresia por contractura al lado izquierdo, que probablemente no tuvieran en verdad ningún ocasionamiento psíquico directo. Demostró ser por completo imposible abreviar el trámite procurando evocar de manera directa en su recuerdo el primer ocasionamiento de los síntomas. Ella no lo hallaba, quedaba perpleja, y todo marchaba más lento que sí uno, con calma y seguridad, desovillaba hacia atrás los hilos, asidos, del recuerdo. Pero como en la hipnosis del anochecer se iba demasiado despacio, pues la enfermedad estaba exigida y se dispersaba por la «declaración» de las otras dos series, y además los recuerdos necesitaban su tiempo para desplegarse con su vividez plena, se instituyó el siguiente procedimiento: yo acudía a ella por la mañana, la hipnotizaba (eran procedimientos hipnóticos muy simples, descubiertos por vía empírica) y le inquiría, concentrados los pensamientos de ella en el síntoma en cuestión, por las oportunidades en que había surgido. Entonces la paciente designaba, en rápida secuencia y con palabras claves, esos ocasionamientos externos, que yo anotaba. En la hipnosis del anochecer, apoyada por esas secuencias anotadas, ella -refería con bastante detalle los episodios. Un ejemplo acaso ilustre la manera concienzuda y exhaustiva en todo sentido como esto se hacía. Había ocurrido siempre que la paciente no oyera cuando se le dirigía la palabra. Este pasajero no-oír se diferenció así: a. No oír que alguien entra, en estado de dispersión. Ciento ocho casos detallados de esto; indicación de las personas y circunstancias, a menudo de la fecha; la primera vez, cuando no oyó entrar a su padre. b. No comprender cuando hablan varias personas. Veintisiete veces; la primera, también, entre el padre y un conocido. c. No oír cuando, estando sola, se le dirige la palabra directamente. Cincuenta veces; origen: que el padre en vino le dirigía la palabra para pedirle vino. d. Ponerse sorda por sacudimiento (en carruajes, etc.). Quince veces; origen: que su hermano más joven la había sacudido en tren de reyerta una vez que la sorprendió espiando a la puerta del dormitorio del enfermo. e. Ponerse sorda por terror a un ruido. Treinta y siete veces; origen: un ataque de ahogo que su padre sufrió tras atragantarse. f. Ponerse sorda en ausencia profunda. Doce veces. g. Ponerse sorda por mucho escuchar y espiar, de suerte que no oía cuando le dirigían la palabra. Cincuenta y cuatro veces. Desde luego que todos estos procesos son en gran parte idénticos, pues pueden ser reconducidos a una dispersión, a una ausencia o a un afecto de terror. Sin embargo, en el recuerdo de la enferma estaban separados con tanta nitidez que si alguna vez se equivocaba en la serie era necesario restablecer por vía de corrección el orden preciso; de lo contrario, el informe se detenía. Los episodios referidos, por su falta de interés y de significación, y por la precisión del relato, no dejan lugar a la sospecha de que fueran inventados. Muchos de esos sucesos eran unas vivencias puramente internas que se sustraían del control. Respecto de otros, o de las circunstancias que los acompañaron, guardaban memoria los allegados de la enferma. También aquí se observaba de manera regular que, «apalabrado» un síntoma, emergía con renovada intensidad mientras se lo relataba. Así, en el análisis del no-oír, la enferma se volvió tan sorda que a veces debí entenderme con ella por escrito. Por regla general, la ocasión primera había sido algún terror que vivenció mientras cuidaba a su padre, algún descuido de ella, etc. No siempre el recordar se conseguía con facilidad, y muchas veces la enferma debió hacer violentos esfuerzos. Así, en cierta oportunidad la marcha del proceso se detuvo durante un tiempo porque un recuerdo no quería aflorar; se trataba de una alucinación que causaba mucho terror a la enferma: había visto a su padre, a quien cuidaba, con una calavera. Ella y sus allegados recordaron que, estando todavía en apariencia sana, había visitado a un pariente; tras abrir la puerta, cayó al punto desmayada. Pues bien, para superar aquel obstáculo volvió a ese lugar, y al entrar en aquella habitación cayó otra vez desmayada. En la hipnosis de ese atardecer se superó el obstáculo: al entrar había divisado su pálido rostro en el espejo próximo a la puerta, pero no se vio a sí misma, sino a su padre con una calavera. - A menudo hemos observado que el miedo a un recuerdo, como era el caso aquí, inhibe su afloramiento, que la enferma o el médico se ven precisados a arrancar. La fuerza de esta lógica interna de sus estados puede mostrarla un ejemplo entre otros muchos: como se señaló, en este período la paciente por las noches estaba siempre en su «condition seconde», vale decir, en 1881. Cierta vez despertó de noche afirmando que de nuevo la habían sacado de su casa, y cayó en un estado de inquietud díscola que alarmó a toda la casa. La razón era simple. El anochecer de la víspera su perturbación de la vista había desaparecido en virtud de una «talking cure», desde luego que también para la «condition seconde». Entonces, al despertar por la noche se halló en un dormitorio desconocido para ella, pues la familia se había mudado de vivienda en la primavera de 1881. El modo de prevenir estas contingencias harto desagradables fue que yo (a su pedido) cada anochecer le cerrara los ojos con la sugestión de que no podía abrirlos hasta que yo mismo lo hiciera por la mañana. Sólo una vez se repitió el alboroto: la paciente echó a llorar en sueños y, despertándose, había abierto los ojos. Como este laborioso análisis de los síntomas se refería a los meses del verano de 1880, período en el cual se preparaba la enfermedad, obtuve una perspectiva completa de la incubación y patogénesis de esta histeria, que paso a exponer brevemente. En julio de 1880, hallándose en el campo, el padre de la paciente había contraído un absceso subpleural grave; Anna participó con su madre en los cuidados. Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar al animal, pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y patético, y cuando lo observó, los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en ingles y entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua. El silbido de la locomotora que traía al médico esperado interrumpió la fantasmagoría. Cuando al día siguiente quiso recoger entre la maleza un aro arrojado ahí en medio del juego, una rama torcida le convocó otra vez la alucinación de la serpiente y al mismo tiempo el brazo derecho le quedó extendido y rígido. Y a partir de entonces esto se le repitió siempre que un objeto más o menos serpentiforme le provocaba la alucinación. Ahora bien, tanto esta como la contractura sólo emergían en las breves ausencias que desde aquella noche se le hicieron cada vez más frecuentes. (La contractura se volvió estable sólo en diciembre, cuando la paciente, totalmente quebrantada, ya no pudo abandonar el lecho.) A raíz de una ocasión que no hallo anotada y de la cual no me acuerdo, a la contractura del brazo se sumó la de la pierna derecha. Así se creó la inclinación a las ausencias autohipnóticas. El día que siguió a la noche aquella, a la espera del cirujano, cayó en un estado de ausencia tal que cuando al fin este entró en la habitación ella no lo oyó llegar. El constante sentimiento de angustia la estorbaba al comer y poco a poco le produjo un asco intenso. Pero en todos los demás casos, los diversos síntomas histéricos le sobrevinieron en estados afectivos. No es del todo claro si en ellos la paciente entraba en una ausencia momentánea total, pero es probable, pues en la vigilia no sabía nada de la trama en su conjunto. Sin embargo, muchos síntomas parecen no haber emergido en estado de ausencia, sino en estados de afecto durante la vigilia despierta, repitiéndose luego como los otros. Así, el conjunto de perturbaciones de la visión se recondujeron a ocasiones singulares, más o menos claramente determinantes {determinieren}. Por ejemplo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera. Una reyerta en la que sofocó su respuesta le causó un espasmo de glotis que se repetía a raíz de todo ocasionamiento parecido. El lenguaje se le denegaba: a) por angustia, desde la primera alucinación nocturna; b) desde una vez en que volvió a sofocar una exteriorización (inhibición activa); c) desde una vez que la reprendieron injustamente; d) a raíz de todas las ocasiones análogas (afrentas). La tos le sobrevino por primera vez cuidando ella al enfermo; le llegaron los sones de una música bailable desde una casa vecina y le creció el deseo de encontrarse ahí, deseo que despertó sus autorreproches. Desde entonces, y por el tiempo que duró su enfermedad, reaccionaba con tussis nervosa frente a cualquier música de ritmo marcado. No lamento demasiado que lo incompleto de mis notas me impida aquí reconducir cada rasgo histérico a sus ocasionamientos. La paciente lo hizo en todos los casos, con la excepción antes mencionada y, según ya lo he descrito, cada síntoma desaparecía tras el relato de la primera ocasión. De esta manera llegó a su término la histeria íntegra. La propia enferma se había trazado el firme designio de terminar con todo para el aniversario de su traslado al campo. Por eso a comienzos de junio cultivó la «talking cure» con grande, emocionante energía. El último día reprodujo, con el expediente de disponer la habitación como lo estuvo la de su padre, la alucinación angustiosa antes referida y que había sido la raíz de toda su enfermedad: aquella en que sólo pudo pensar y rezar en inglés; inmediatamente después habló en alemán y quedó libre de las incontables perturbaciones a que antes estuviera expuesta. Dejó entonces Viena para efectuar un viaje, pero hizo falta más tiempo todavía para que recuperara por completo su equilibrio psíquico. A partir de ese momento gozó de una salud perfecta. Aunque he omitido numerosos detalles no carentes de interés, el historial clínico de Anna 0. ha cobrado una extensión mayor de la que parece merecer la contracción de una histeria, cosa en verdad no insólita. Pero era imposible exponer el caso sin entrar en los detalles, y atribuyo a sus peculiaridades una importancia tal que disculpa la prolijidad del informe. Tampoco los huevos de equinodermo son interesantes para la embriología porque lo sea en particular el erizo de mar, sino porque su protoplasma es trasparente y lo que en él se ve permite inferir lo que acaso suceda en huevos de protoplasma opaco. El interés de este caso reside sobre todo, a mi entender, en la notable trasparencia y el carácter explicable de su patogénesis. Como predisponentes a contraer histeria hallamos en la muchacha todavía completamente sana dos peculiaridades psíquicas: (1) El excedente de movilidad {Regsamkeit} y de energía psíquicas no empleado en la monótona vida familiar y sin correspondiente en un trabajo espiritual, sobrante que se aligera en el continuado y progresivo trabajar de la fantasía, y que produce (2) el soñar despierto habitual («teatro privado»), con lo cual se crea el terreno para la disociación de la personalidad mental. Sin embargo, ese soñar permanece todavía dentro de las fronteras de lo normal; el ensoñarse, como el meditar mientras se realiza una tarea más o menos mecánica, en sí mismos no condicionan ninguna escisión patológica de la conciencia, puesto que cualquier perturbación de ellos, un llamado por ejemplo, restablece la unidad normal de aquella y, además, no subsiste amnesia alguna. Pero en Anna 0. creaba el terreno sobre el cual, de la manera descrita, se establecía el afecto de angustia y de expectativa, después que este hubiera recreado la ensoñación habitual como ausencia alucinatoria. Es notable cuán acabadamente afloraron ya, en esta primera manifestación de la enfermedad incipiente, los rasgos capitales que luego permanecerían constantes a lo largo de casi dos años: la existencia de un estado de conciencia segunda, que, habiendo emergido primero como ausencia pasajera, se organizaría más tarde como double conscience; la inhibición del lenguaje, condicionada por el afecto de angustia, con el aligeramiento contingente a través de un verso infantil en inglés; luego, parafasia y pérdida de la lengua materna, sustituida por un excelente inglés; por último, la parálisis casual del brazo derecho por opresión, que más tarde se desarrolla en una paresia por contractura y anestesia del lado derecho. El mecanismo de la génesis de esta última afección responde por entero a la teoría de Charcot sobre la histeria traumática: estado hipnótico en el que sobreviene un trauma leve. Pero mientras que en los pacientes en quienes Charcot produjo experimentalmente la parálisis histérica esta -última quedó enseguida estabilizada, y en los afectados de neurosis traumática, conmovidos por un terror intenso, ella se instaló enseguida, el sistema nervioso de nuestra joven ofreció resistencia exitosa por unos cuatro meses todavía. La contractura, como las otras perturbaciones que poco a poco se le aliaron, advenían sólo en las ausencias momentáneas dentro de la «condition seconde» y dejaban a la paciente, mientras duraba su estado normal, en plena posesión de su cuerpo y de sus sentidos, de suerte que ni ella misma sabía nada de eso, ni tampoco vieron nada los allegados, cuya atención, por lo demás, estaba concentrada en el padre gravemente enfermo, y así desviada de ella. Ahora bien, en la medida en que desde aquella primera autohipnosis alucinatoria se acumularon las ausencias con amnesia total y fenómenos histéricos concomitantes, se multiplicaron las oportunidades para que se formaran nuevos síntomas de esta índole y para que los ya formados se afianzaran en una repetición frecuente. A ello se sumó que, cada vez más, cualquier afecto penoso y repentino le producía los mismos efectos que una ausencia (si es que no producía siempre una ausencia momentánea); coincidencias casuales formaban asociaciones patológicas, perturbaciones sensoriales o motrices, que desde entonces reaparecían simultáneamente con el afecto, pero todavía de manera sólo momentánea y pasajera. Antes de caer en cama, la paciente ya había desarrollado toda esa gran colección de fenómenos histéricos sin que nadie lo supiese. Sólo cuando la enferma, debilitada en extremo por la inanición, el insomnio y el permanente afecto de angustia, sufrió un total quebranto, encontrándose más tiempo en la « condition seconde» que en estado normal, los fenómenos histéricos desbordaron también sobre este último y, de unos fenómenos que sobrevenían en forma de ataques, se mudaron en síntomas permanentes. Cabe preguntarse ahora si las indicaciones de la enferma son confiables y si los fenómenos tuvieron realmente la génesis y el ocasionamiento señalados por ella. Por lo que atañe a los procesos más importantes y básicos, para mí está fuera de duda la confiabilidad de su informe. No aduzco aquí la desaparición de los síntomas después que ella los «aventaba relatándolos» {«aberzählen»}; se la podría explicar como mero resultado de la sugestión. Es que yo hallé a la enferma siempre enteramente veraz y confiable; las cosas relatadas se entramaban de la manera más íntima con lo que era más sagrado para ella; se corroboró por completo todo cuanto admitía el control de otras personas. Ni aun la muchacha más talentosa sería capaz de edificar un sistema de indicaciones caracterizado por una lógica interna tan grande como la presentada aquí en el historial de desarrollo de su enfermedad. Pero no se puede rechazar de antemano la posibilidad de que justamente por el rigor de esa lógica atribuyera a muchos síntomas (con la mejor buena fe) un ocasionamiento que en verdad no existió. No obstante, tampoco creo correcta esta conjetura. El carácter nimio de tantas ocasiones, lo irracional de muchas tramas, abogan por su realidad. La enferma no entendía cómo la música bailable podía hacerla toser: algo demasiado disparatado para ser una construcción deliberada. Para mí, en cambio, era bien concebible que cualquier escrúpulo de su conciencia moral le causara su notorio espasmo de glotis y que los impulsos motores que sentía esta muchacha muy amante del baile se mudaran en una tussis nervosa. Considero, pues, enteramente confiables y veraces las indicaciones de la enferma. Ahora bien, ¿hasta dónde está justificada la conjetura de que también en otros enfermos el desarrollo de la histeria sería análogo, y ocurrirían cosas semejantes aun donde no se organizara con tal relieve y nitidez una «condition seconde»? Quiero hacer notar que ni la enferma ni el médico habrían llegado a conocer este historial de desarrollo patológico de no haber presentado ella la peculiaridad de recordar en la hipnosis de la manera descrita, y de relatar lo recordado. En la vigilia, nada sabía de todo eso. Por tanto, en los otros casos el examen clínico de la persona despierta no puede determinar cómo sucedieron las cosas, pues, aun mediando su mejor buena voluntad, el paciente en estado de vigilia es incapaz de proporcionar información. Y ya he señalado cuán poco pudieron los allegados observar todos aquellos procesos. - Entonces, sólo con un procedimiento semejante al que las autohipnosis brindaron en el caso de Anna O. se podría discernir lo sucedido en otros pacientes. Por ahora sólo es lícita esta conjetura: acaso procesos de esta índole sean más frecuentes de lo que permitía suponer nuestra ignorancia del mecanismo patógeno. Cuando la enferma cayó postrada en cama y su conciencia oscilaba de continuo entre el estado normal y el «estado segundo», y el ejército de síntomas histéricos generados separadamente y latentes hasta entonces se manifestó como un conjunto de síntomas permanentes, a este grupo de fenómenos se le reunió otro. Parecían de diverso origen: la parálisis por contractura de las extremidades del lado izquierdo y la paresia del cuello. Los aparto porque, tras desaparecer en cierto momento, nunca volvieron a aflorar, ni como ataques ni en forma indicativa, ni tampoco en la fase de cierre y de curación en que todos los demás síntomas revivieron después de un prolongado letargo. Y en consonancia con ello, no se presentaron en los análisis hipnóticos ni fueron reconducidos a ocasiones afectivas o fantaseadas. Por eso me inclinaría a creer que no debieron su existencia al mismo proceso psíquico que los otros síntomas, sino a la propagación secundaria de aquel estado desconocido que constituye la base somática de los fenómenos histéricos. Durante todo el trayecto de la enfermedad subsistieron uno junto al otro los dos estados de conciencia: el primario, en el cual la paciente era por entero normal psíquicamente, y el estado segundo, que bien podemos comparar con el sueño por su riqueza en fantasmas {Phantasme] y alucinaciones, por las grandes lagunas que presentaba su recuerdo, y por el hecho de que sus ocurrencias carecían de inhibición y de control. En ese estado segundo la paciente era alienada. El estado psíquico de la enferma dependía por entero de la intrusión de ese estado segundo en el estado normal, y esto, a mi parecer, brinda una buena visión sobre la esencia de una variedad, al menos, de psicosis histéricas. Cada hipnosis del anochecer ofrecía la prueba de que la enferma tenía total claridad y orden mentales, y era normal en su sentir y su querer, siempre que en «lo inconciente» no obrara como estímulo algún producto del estado segundo; la psicosis franca cada vez que un intervalo más largo separaba entre sí las aplicaciones de ese procedimiento aligerador era prueba de lo mucho que esos productos influían sobre los procesos psíquicos del estado «normal». Es difícil no avenirse a esta formulación: la enferma estaba fragmentada en dos personalidades, una de las cuales era psíquicamente normal, y la otra, enferma mental. Opino que la nítida división de ambos estados en nuestra enferma no hace más que patentizar una relación que también en muchos otros histéricos ha de ser la causa de tantísimos enigmas. En Anna O. era particularmente llamativa la gran influencia de los productos del «yo díscolo», como ella misma lo designó, sobre su habítus moral. De no habérselos removido a medida que surgían, se habría vuelto una histérica de lo más turbulenta, terca, desagradable, mala; pero tras el alejamiento de esos estímulos, una y otra vez salía a la luz, y de inmediato, su verdadero carácter, lo contrario de todo aquello. Pero, por divorciados que estuvieran ambos estados, no sólo el estado segundo se introducía en el primero, sino que, como la paciente misma lo expresaba, en algún rincón de su cerebro tenía su asiento un observador agudo y calmo que contemplaba los locos desvaríos incluso de sus peores estados, o al menos lo hacía con frecuencia aun en estos. Tal persistencia de un pensar claro durante el reinado de la psicosis cobró una expresión harto curiosa; cuando, al término de los fenómenos histéricos, la enferma caía en una depresión pasajera, entre otros temores y autoacusaciones infantiles decía que ella no estaba enferma, sino que todo había sido simulado. Como se sabe, ya muchas veces se han observado situaciones parecidas. Cuando ya trascurrida la enfermedad los dos estados de conciencia vuelven a fusionarse en uno solo, los pacientes, en ojeada retrospectiva, se ven como una personalidad no dividida que supo de todos los dislates y creen que, con sólo quererlo, los habrían impedido; es decir que habrían perpetrado adrede esas locuras, - Por lo demás, acaso esa persistencia de un pensar normal en el curso del estado segundo esté enormemente debilitada desde un punto de vista cuantitativo, y en buena parte ni siquiera haya existido. En cuanto al hecho asombroso de que, desde el comienzo de la enfermedad hasta su término, todos los estímulos provenientes del estado segundo, así como sus consecuencias se eliminaran duraderamente al ser declarados en la hipnosis, ya lo he descrito y no tengo nada que añadir sobre él, como no sea asegurar que no fue una invención mía sugerida a la paciente; al contrario, me sorprendió en grado máximo, y sólo después de haberse producido una serie de tramitaciones espontáneas desarrollé a partir de ahí una técnica terapéutica. La curación final de la histeria merece todavía algunas palabras. Sobrevino de la manera descrita, con una intranquilización notable de la enferma y el agravamiento de su estado psíquico. Se tenía toda la impresión de que la multitud de productos del estado segundo, que habían permanecido en letargo, esforzaban ahora su ingreso a la conciencia y eran recordados, es cierto que al comienzo sólo en la «condition seconde», pero gravitaban sobre el estado normal y lo intranquilizaban. Cabe considerar la posibilidad de que en otros casos una psicosis, punto terminal de una histeria crónica, pueda tener igual origen.  

 

 

 

 

 

Veremos las conferencias dictadas por Freud en la Clarke university como una forma de introducirnos en sus teorías y el primer caso clínico el de la paciente Ana O. desde su punto de vista.

 

PSICOANÁLISIS

1909 [1910]

 

PRlMERA CONFERENCIA

 

        CONSTITUYE algo nuevo para mí, y que no deja de producirme cierta turbación, el presentarme ante un auditorio del continente americano, integrado por personas amantes del saber, en calidad de conferenciante. Dando por hecho que sólo a la conexión de mi nombre con el tema del psicoanálisis debo el honor de hallarme en esta cátedra, mis conferencias versarán sobre tal materia, y en ellas procuraré facilitaros, lo más sintéticamente posible, una visión total de la historia y desarrollo de dicho nuevo método investigativo y terapéutico.

        Si constituye un mérito haber dado vida al psicoanálisis, no es a mí a quien corresponde atribuirlo, pues no tomé parte alguna en sus albores. No había yo terminado aún mis estudios y me hallaba preparando los últimos exámenes de la carrera cuando otro médico vienés, el doctor Josef Breuer,  empleó por vez primera este método en el tratamiento de una muchacha histérica (1880-1882). Vamos, pues, a ocuparnos, en primer lugar, del historial clínico de esta enferma, el cual parece expuesto con todo detalle en la obra que posteriormente, y con el título de Estudios sobre la histeria, publicamos el doctor Breuer y yo.

        Réstame hacer una observación antes de entrar en materia. He sabido, no sin cierto agrado, que la mayoría de mis oyentes no pertenece a la carrera de Medicina, y quiero disipar en ellos un posible temor, haciéndoles saber que para seguirme en lo que aquí he de exponerles no es necesaria una especial cultura médica. Caminaremos algún espacio al lado de los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos para acompañar tan sólo al doctor Breuer en su propia y peculiarísima ruta.

        La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años y de excelentes dotes intelectuales, presentó en el curso de su enfermedad, que duró más de dos años, una serie de perturbaciones físicas y psíquicas merecedoras de la mayor atención. Padecía una parálisis rígida de la pierna y brazo derechos, acompañada de anestesia de los mismos y que temporalmente atacaba también a los miembros correspondientes del lado contrario. Además, perturbaciones del movimiento de los ojos y diversas alteraciones de la visión, dificultad de mantener erguida la cabeza, intensa «tussis nervosa», repugnancia a los alimentos, y una vez, durante varias semanas, incapacidad de beber, a pesar de la ardiente sed que la atormentaba. Sufría, por último, una minoración de la facultad de expresión, que llegó hasta la pérdida de la capacidad de hablar y entender su lengua materna, añadiéndose a todo esto estados de `absence'; enajenación, delirio y alteración de toda su personalidad, estados que más adelante examinaremos con todo detalle.

        Ante un tal cuadro patológico os sentiréis inclinados, aun no siendo médicos, a suponer que se trata de una grave dolencia, probablemente cerebral, con pocas esperanzas de curación y conducente a un rápido y fatal desenlace. Mas dejad que un médico os diga que en una serie de casos con síntomas de igual gravedad puede estar muy justificada una distinta opinión, más optimista. Cuando un tal cuadro patológico se presenta en un individuo joven del sexo femenino, cuyos órganos vitales internos (corazón, riñón) no muestran anormalidad ninguna en el reconocimiento objetivo, pero que ha pasado, en cambio, por violentas conmociones anímicas, y cuando los síntomas aislados se diferencian en ciertos sutiles caracteres, de la forma que generalmente presentan en las afecciones a que parecen corresponder, entonces los médicos no atribuyen una extrema gravedad al caso y afirman que no se trata de una dolencia cerebral orgánica, sino de aquel misterioso estado conocido desde el tiempo de los griegos con el nombre de histeria, y que puede fingir toda una serie de síntomas de una grave enfermedad. En estos casos el médico no considera amenazada la vida del paciente y hasta supone muy probable una completa curación. Pero no siempre es fácil distinguir una tal histeria de una grave dolencia orgánica. No creemos necesario explicar aquí cómo puede llevarse a cabo un diagnóstico diferencial de este género; bástanos la seguridad de que el caso de la paciente de Breuer era uno de aquellos en los que ningún médico experimentado puede dejar de diagnosticar la histeria, enfermedad que, según consta en el historial clínico, atacó a la joven en ocasión de hallarse cuidando a su padre, al que amaba tiernamente, en la grave dolencia que le llevó al sepulcro. A causa de su propio padecimiento tuvo la hija que separarse de la cabecera del querido enfermo.

        Hasta aquí nos ha sido provechoso caminar al lado de los médicos, mas pronto nos separaremos de ellos. No debéis creer que la esperanza de un enfermo en la eficacia del auxilio facultativo pueda aumentar considerablemente al diagnosticarse la histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Nuestra ciencia, que permanece aún hasta cierto punto impotente ante las graves dolencias cerebrales, no facilita tampoco grandes medios para combatir la histeria, y el médico tiene que abandonar a la bondadosa Naturaleza la determinación de la forma y momento en que ha de cumplirse su esperanza prognosis.

        Así, pues, con el diagnóstico de la histeria varía muy poco la situación del enfermo; mas, en cambio, se transforma esencialmente la del médico. Es fácil observar que éste se sitúa ante el histérico en una actitud por completo diferente de la que adopta ante el atacado de una dolencia orgánica, pues se niega a conceder al primero igual interés que al segundo, fundándose en que su enfermedad es mucho menos grave, aunque parezca aspirar a que se le atribuya una igual importancia. El médico, al que sus estudios han dado a conocer tantas cosas que permanecen ocultas a los ojos de los profanos, ha podido formarse, de las causas de las enfermedades y de las alteraciones que éstas ocasionan (por ejemplo, las producidas en el cerebro de un enfermo por la apoplejía o por un tumor), ideas que hasta cierto grado tienen que ser exactas, puesto que le permiten llegar a la comprensión de los detalles del cuadro patológico. Mas, ante las singularidades de los fenómenos histéricos, toda su ciencia y toda su cultura anatómico-fisiológica y patológica le dejan en la estacada. No llega a comprender la histeria y se halla ante ella en la misma situación que un profano, cosas todas que no pueden agradar a nadie que tenga en algún aprecio su saber. Los histéricos pierden, por tanto, la simpatía del médico, que Ilega a considerarlos como personas que han transgredido las leyes de su ciencia y adopta ante ellos la posición del creyente ante el hereje. Así, los supone capaces de todo lo malo, los acusa de exageración, engaño voluntario y simulación, y los castiga retirándoles su interés.

        No mereció, por cierto, el doctor Breuer este reproche en el caso que nos ocupa. Aun cuando no halló al principio alivio alguno para su paciente, le dedicó, no obstante, todo su interés y toda su simpatía. A ello contribuyeron en gran manera las excelentes cualidades espirituales y de carácter de la paciente misma, de las que Breuer testimonia en su historial. Mas la cuidadosa observación del médico halló pronto el camino por el que se hizo posible prestar a la enferma una primera ayuda.

        Habíase observado que la paciente en sus estados de `absence' y alteración psíquica acostumbraba murmurar algunas palabras que hacían el efecto de ser fragmentos arrancados de un contexto que ocupaba su pensamiento. El médico se hizo comunicar estas palabras, y sumiendo a la enferma en una especie de hipnosis, se las repitió para incitarla a asociar algo a ellas. Así sucedió, en efecto, y la paciente reprodujo ante el médico las creaciones psíquicas que la habían dominado en los estados de ausencia y se habían revelado fragmentariamente en las palabras pronunciadas. Tratábase de fantasías hondamente tristes y a veces de una poética belleza -sueños diurnos podríamos llamarlas-, que tomaban, en general, su punto de partida de la situación de una muchacha junto al lecho en que yacía su padre enfermo. Cuando la paciente había relatado de este modo cierto número de tales fantasías, quedaba como libertada de algo que la oprimía y retornaba a la vida psíquica normal. Este bienestar, que duraba varias horas, desaparecía de costumbre al día siguiente para dar paso a una nueva ausencia, que podía hacerse cesar de igual manera, o sea provocando el relato de las fantasías nuevamente formadas. No había, pues, posibilidad de sustraerse a la idea de que la alteración psíquica que se revelaba en las ausencias no era sino una secuela de la excitación emanada de estas fantasías saturadas de efecto. La misma paciente, que en este período de su enfermedad presentaba la singularidad de no hablar ni entender su propio idioma, sino únicamente el inglés, dio al nuevo tratamiento el nombre de «talking cure» y lo calificó, en broma, de chimney sweeping.

        Pronto pudo verse -y como casualmente- que por medio de este «barrido» del alma podía conseguirse algo más que una desaparición temporal de las perturbaciones psíquicas, pues se logró hacer cesar determinados síntomas siempre que en la hipnosis recordaba la paciente, entre manifestaciones afectivas, con qué motivo y en qué situación habían aparecido los mismos por vez primera. «Había habido durante el verano una época de un intensísimo calor y la enferma había padecido ardiente sed, pues sin que pudiera dar razón alguna para ello, se había visto de repente imposibilitada de beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, y en cuanto lo tocaba con los labios lo apartaba de sí, como atacada de hidrofobia, viéndose además claramente que durante los segundos en que llevaba a cabo este manejo se hallaba en estado de ausencia. Para mitigar la sed que la atormentaba no vivía más que de frutas acuosas: melones, etc. Cuando ya llevaba unas seis semanas en tal estado, comenzó a hablar un día, en la hipnosis, de su institutriz inglesa, a la que no tenía gran afecto, y contó con extremadas muestras de asco que un día había entrado ella en su cuarto y había visto que el perrito de la inglesa, un repugnante animalucho, estaba bebiendo agua en un vaso; mas no queriendo que la tacharan de descortés e impertinente, no había hecho observación ninguna. Después de exteriorizar enérgicamente en este relato aquel enfado, que en el momento en que fue motivado tuvo que reprimir, demandó agua, bebió sin dificultad una gran cantidad y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Desde este momento desapareció por completo la perturbación que le impedía beber».

        Permitidme que me detenga unos momentos ante esta experiencia. Nadie había hecho cesar aún por tal medio un síntoma histérico, ni penetrado tan profundamente en la inteligencia de su motivación. Tenía, pues, que ser éste un descubrimiento de importantísimas consecuencias si se confirmaba la esperanza de que otros síntomas, quizá la mayoría, hubiesen surgido del mismo modo en la paciente y pudieran hacerse desaparecer por igual camino. No rehuyó Breuer la labor necesaria para convencerse de ello e investigó, conforme a un ordenado plan, la patogénesis de los otros síntomas más graves, confirmándose por completo sus esperanzas. En efecto, casi todos ellos se habían originado así como residuos o precipitados de sucesos saturados de afecto o, según los denominamos posteriormente, «traumas psíquicos», y el carácter particular de cada uno se hallaba en relación directa con el de la escena traumática a la que debía su origen. Empleando la terminología técnica, diremos que los síntomas se hallaban determinados por aquellas escenas cuyos restos en la memoria representaban, no debiendo, por tanto, ser considerados como rendimientos arbitrarios o misteriosos de la neurosis. Algo se presentó, sin embargo, con lo que Breuer no contaba. No siempre era su único suceso el que dejaba tras de sí el síntoma; en la mayoría de los casos se trataba de numerosos y análogos traumas repetidos, que se unían para producir tal efecto. Toda esta cadena de recuerdos patógenos tenía entonces que ser reproducida en orden cronológico y precisamente inverso; esto es, comenzando por los últimos y siendo imprescindible para llegar al primer trauma, con frecuencia el de más poderoso efecto, recorrer en el orden indicado todos los demás.

        Seguramente esperaréis oír de mis labios otros ejemplos de motivación de síntomas histéricos, a más del ya expuesto de horror al agua producido por haber visto a un perro bebiendo en un vaso. Mas si he de circunscribirme a mi programa, tendré que limitarme a escasas pruebas. Así, relata Breuer que las perturbaciones ópticas de la paciente provenían de situaciones tales como la de que «hallándose con los ojos anegados en lágrimas, junto al lecho de su padre, le preguntó éste de repente qué hora era, y para poder verlo forzó la vista, acercando mucho a sus ojos el reloj, cuya esfera le apareció entonces de un tamaño extraordinario (macropsia y estrabismo convergente), o se esforzó en reprimir sus lágrimas para que el enfermo no las viera». Todas las impresiones patógenas provenían, desde luego, de la época durante la cual tuvo que dedicarse a cuidar a su padre. «Una vez despertó durante la noche, Ilena de angustia por la alta fiebre que presentaba el enfermo y presa de impaciente excitación por la espera de un cirujano que para operarle había de llegar desde Viena. La madre se había ausentado algunos instantes y Ana se hallaba sentada junto a la cama, con el brazo derecho apoyado en el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo por la pared avanzaba una negra serpiente, que se disponía a morder al enfermo. (Es muy probable que en la pradera que se extendía tras la casa existieran algunas culebras de este género, cuya vista hubiera asustado a la muchacha en ocasiones anteriores y suministrase ahora el material de la alucinación.) Ana quiso rechazar al reptil, pero se sintió paralizada; su brazo derecho, que colgaba por encima del respaldo de la silla, había quedado totalmente «dormido», anestesiado y parético, y cuando fijó sus ojos en él se transformaron los dedos en pequeñas serpientes, cuyas cabezas eran calaveras (las uñas). Probablemente intentó rechazar al reptil con su mano derecha paralizada, y con ello entró la anestesia y parálisis de la misma en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando ésta hubo desaparecido quiso Ana, llena de espanto, ponerse a rezar, pero no le fue posible hallar palabras en ningún idioma, hasta que recordó una oración infantil que en inglés le habían enseñado, quedando desde este momento imposibilitada de pensar o hablar sino en tal idioma». Con el recuerdo de esta escena en una de las sesiones de hipnotismo cesó por completo la parálisis rígida del brazo derecho, que se mantenía desde el comienzo de la enfermedad, y quedó conseguida la total curación.

        Cuando, bastantes años después, comencé yo a emplear el método investigativo y terapéutico de Breuer con mis propios enfermos, obtuve resultados que coincidieron en un todo con los suyos. Una señora de unos cuarenta años padecía un tic consistente en producir un ruido singular, castañeteando la lengua, siempre que se hallaba excitada y aun sin causa ninguna determinante. Tenía este tic su origen en dos sucesos que poseían un carácter común: el de haberse propuesto la paciente no hacer ruido alguno en determinado momento, viendo burlado su propósito e interrumpido el silencio, como si sobre ella actuara una voluntad contraria, por aquel mismo castañeteo. La primera vez fue cuando, habiendo logrado dormir con gran trabajo a un hijo suyo que se hallaba enfermo, hizo intención de no producir ruido alguno que le despertara. La segunda tuvo lugar dando con sus dos hijos un paseo en coche, durante el cual estalló una tormenta que espantó a los caballos. En esta situación pensó también la señora que debía evitar todo ruido que excitase aún más a los asustados animales.

        Sirva este ejemplo como muestra de los muchos contenidos en nuestros Estudios sobre la histeria.

        Si me permitís una generalización, por otra parte inevitable en una exposición tan sintética como ésta, podremos resumir los conocimientos adquiridos hasta ahora en la siguiente fórmula: Los enfermos histéricos sufren de reminiscencias. Sus síntomas son residuos y símbolos conmemorativos de determinados sucesos (traumáticos). Quizá una comparación con otros símbolos conmemorativos de un orden diferente nos permita llegar a una más profunda inteligencia de este simbolismo. También las estatuas y monumentos con los que ornamos nuestras grandes ciudades son símbolos de esta clase. Si dais un paseo por Londres, hallaréis, ante una de sus mayores estaciones ferroviarias, una columna gótica ricamente ornamentada, a la que se da el nombre de Charing Cross. En el siglo XIII, uno de los reyes de la dinastía de Plantagenet mandó erigir cruces góticas en los lugares en que había reposado el ataúd en que eran conducidos a Westminster los restos de su amada esposa, la reina Eleonor. Charing Cross fue el último de estos monumentos que debían perpetuar la memoria del fúnebre cortejo. En otro lugar de la ciudad, no lejos del puente de Londres, existe otra columna más moderna, llamada simplemente «The Monument» por los londinenses y que fue erigida en memoria del gran incendio que estalló el año de 1666 en aquel punto y destruyó una gran parte de la ciudad. Estos monumentos son símbolos conmemorativos, al igual que los síntomas histéricos; hasta aquí parece justificada la comparación. Mas ¿qué diríais de un londinense que en la actualidad se detuviera Ileno de tristeza ante el monumento erigido en memoria del entierro de la reina Eleonor, en lugar de proseguir su camino hacia sus ocupaciones, con la premura exigida por las presentes condiciones del trabajo, o de seguir pensando con alegría en la joven reina de su corazón? ¿Y qué pensaríais del que se parara a Ilorar ante «el Monumento» la destrucción de su amada ciudad, reconstruida después con cien veces más esplendor? Pues igual a la de estos poco prácticos londinenses es la conducta de todos los histéricos y neuróticos: no sólo recuerdan dolorosos sucesos ha largo tiempo acaecidos, sino que siguen experimentando una intensa reacción emotiva ante ellos; les es imposible libertarse del pasado y descuidan por él la realidad y el presente. Tal fijación de la vida psíquica a los traumas patógenos es uno de los caracteres principales y más importantes, prácticamente, de la neurosis.

        Creo muy justa la objeción que, sin duda, está surgiendo en vuestro espíritu al comparar mis últimas palabras con la historia clínica de la paciente de Breuer. En ésta todos los traumas provenían de la época en que tuvo que prestar sus cuidados a su padre enfermo, y sus síntomas no pueden ser considerados sino como signos conmemorativos de la enfermedad y muerte del mismo. Corresponden, por tanto, a un gran dolor experimentado por la paciente, y la fijación al recuerdo del fallecido padre, tan poco tiempo después de su muerte, no puede considerarse como algo patológico, sino que constituye un sentimiento normal en absoluto. Así, pues, concedo que tendréis razón en pensar que la fijación a los traumas no es, en la paciente de Breuer, nada extraordinario. Mas en otros casos, como el del tic por mí tratado, cuyos motivos de origen tuvieron lugar quince y diez años atrás, se muestra con toda claridad este carácter de adherencia anormal al pasado, y en el caso de Breuer se hubiera también desarrollado probablemente tal carácter si la paciente no se hubiera sometido, tan poco tiempo después de haber experimentado los traumas y surgido los síntomas, al tratamiento catártico.

        No hemos expuesto hasta ahora más que la relación de los síntomas histéricos con los sucesos de la vida del enfermo. Mas también de las observaciones de Breuer podemos deducir cuál ha de ser la idea que debemos formarnos del proceso de la patogénesis y del de la curación. Respecto al primero, hay que hacer resaltar el hecho de que la enferma de Breuer tuvo que reprimir, en casi todas las situaciones patógenas, una fuerte excitación, en lugar de procurarle su normal exutorio por medio de Ia correspondiente exteriorización afectiva en actos y palabras. En el trivial suceso del perro de su institutriz reprimió, por consideración a ésta, las manifestaciones de su intensa repugnancia, y mientras se hallaba velando a su padre enfermo, cuidó constantemente de no dejarle darse cuenta de su angustia y sus dolorosos temores. Al reproducir después ante el médico estas escenas se exteriorizó con singular violencia, como si hasta aquel momento hubiese estado reservando y aumentando su intensidad el efecto en ellas inhibido. Se observó, además, que el síntoma que había quedado como resto de los traumas psíquicos llegaba a su máxima intensidad durante el período del tratamiento dedicado a descubrir su origen, logrado lo cual desaparecía para siempre y por completo. Por último, se comprobó que el recuerdo de la escena traumática, provocado en el tratamiento, resultaba ineficaz cuando por cualquier razón tenía lugar sin exteriorizaciones afectivas. El destino de estos afectos, que pueden considerarse como magnitudes desplazables, era, por tanto, lo que regía así la patogénesis como la curación. Todas estas observaciones nos obligaban a suponer que la enfermedad se originaba por el hecho de encontrar impedida su normal exteriorización los afectos desarrollados en las situaciones patógenas, y que la esencia de dicho origen consistía en que tales afectos «aprisionados» eran objeto de una utilización anormal, perdurando en parte como duradera carga de la vida psíquica y fuentes de continua excitación de la misma, y en parte sufrieron una transformación en inervaciones e inhibiciones somáticas anormales, que vienen a constituir los síntomas físicos del caso. Este último proceso ha sido denominado por nosotros conversión histérica. Cierta parte de nuestra excitación anímica deriva ya normalmente por los caminos de la inervación física, dando lugar a lo que conocemos con el nombre de «expresión de las emociones». La conversión histérica exagera esta parte de la derivación de un proceso anímico saturado de afecto y corresponde a una nueva expresión de las emociones, mucho más intensa y dirigida por nuevos caminos. Cuando una corriente afluye a dos canales tendrá siempre lugar una elevación de nivel en uno de ellos, en cuanto en el otro tropiecen las aguas con algún obstáculo.

        Observaréis que nos hallamos en camino de llegar a una teoría puramente psicológica de la histeria, teoría en la cual colocamos en primer término los procesos afectivos. Una segunda observación de Breuer nos fuerza a conceder una gran importancia a los estados de consciencia en la característica del proceso patológico. La enferma de Breuer mostraba muy diversas disposiciones anímicas, estados de `absence', enajenación y transformación del carácter, al lado de su estado normal. En este último no sabía nada de las escenas patógenas ni de su relación con sus síntomas, habiendo olvidado las primeras o, en todo caso, destruido la conexión patógena. Durante la hipnosis se conseguía, no sin considerable trabajo, hacer volver a su memoria tales escenas, y por medio de esta labor de hacerla recordar de nuevo se lograba la desaparición de los síntomas. Muy difícil sería hallar la justa interpretación de este hecho si las enseñanzas y experimentos del hipnotismo no nos facilitasen el camino. Por el estudio de los fenómenos hipnóticos nos hemos acostumbrado a la idea, extraña en un principio, de que en el mismo individuo son posibles varias agrupaciones anímicas, que pueden permanecer hasta cierto punto independientes entre sí, que no «saben nada» unas de otras y que atraen alternativamente a la consciencia. Tales casos, a los que se ha dado el nombre de double conscience, suelen aparecer también espontáneamente. Cuando en este desdoblamiento de la personalidad permanece constantemente ligada la consciencia a uno de los dos estados, se da a éste el nombre de estado psíquico consciente, y el de inconsciente al que queda separado de él. En los conocidos fenómenos de la llamada sugestión poshipnótica, en la cual el sujeto, impulsado por una incoercible fuerza, lleva a cabo, durante el estado normal posterior a la hipnosis, un mandato recibido en ella, se tiene un excelente ejemplo de las influencias que sobre el estado consciente puede ejercer el inconsciente, desconocido para él, y conforme a este modelo puede explicarse perfectamente el proceso de la histeria. Breuer se decidió a aceptar la hipótesis de que los síntomas histéricos surgían en tales estados anímicos, que denominó estados hipnoides. Aquellas excitaciones que se producen hallándose el sujeto en estos estados hipnoides se hacen fácilmente patógenas, dado que en ellas no existen condiciones favorables a una derivación normal de los procesos excitantes. Originan éstos entonces un inusitado producto -el síntoma-, que se incrusta como un cuerpo extraño en el estado normal, al que en cambio escapa el conocimiento de la situación patógena hipnoide. Allí donde perdura un síntoma hállase también una amnesia, una laguna del recuerdo, y el hecho de cegar esta laguna lleva consigo la desaparición de las condiciones de origen del síntoma.

        Temo que esta parte de mi exposición no os haya parecido muy transparente. Pero habréis de tener en cuenta que se trata de difíciles concepciones que quizá no se puedan hacer mucho más claras, lo cual constituye una prueba de que nuestro conocimiento no ha avanzado aún mucho. La teoría de Breuer de los estados hipnoides ha resultado superflua y embarazosa, habiendo sido abandonada por el psicoanálisis actual. Más adelante veréis, aunque en estas conferencias no pueda insistir sobre ello y tenga que ceñirme a simples indicaciones, qué influencias y procesos había por descubrir tras de los límites, trazados por Breuer, de los estados hipnoides. Después de lo hasta ahora expuesto estará muy justificada en vosotros la impresión de que las investigaciones de Breuer no han podido daros más que una teoría muy poco completa y una insatisfactoria explicación de los fenómenos observados; pero las teorías completas no caen llovidas del cielo y hay que desconfiar más justificadamente aun cuando alguien nos presenta, desde los comienzos de sus investigaciones, una teoría sin fallo ninguno y bien redondeada. Una teoría así no podrá ser nunca más que hija de la especulación y no fruto de una investigación de la realidad, exenta totalmente de prejuicios.

 

 

SEGUNDA CONFERENCIA

 

        AL mismo tiempo que Breuer ensayaba con su paciente la talking cure, comenzaba Charcot en París, con las histéricas de La Salpêtrière, aquellas investigaciones de las que había de surgir una nueva comprensión de esta enfermedad. Sus resultados no podían ser todavía conocidos en Viena por aquellos días. Mas cuando aproximadamente diez años después publicamos Breuer y yo una comunicación provisional sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos, fundada en los resultados obtenidos en la primera paciente que Breuer trató por el método catártico, nos hallamos por completo dentro de las investigaciones de Charcot. Nosotros considerábamos los sucesos patógenos vividos por nuestros enfermos, o sea los traumas psíquicos, como equivalentes a aquellos traumas físicos cuya influencia en las parálisis histéricas había fijado Charcot, y la teoría de Breuer de los estados hipnoides no es otra cosa que un reflejo del hecho de haber reproducido Charcot artificialmente en la hipnosis tales parálisis traumáticas.

        El gran investigador francés, del que fui discípulo en los años de 1885 y 86, no se hallaba inclinado a las teorías psicológicas. Su discípulo P. Janet fue el primero que intentó penetrar más profundamente en los singulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo, tomando como punto central de nuestra teoría el desdoblamiento psíquico y la pérdida de la personalidad. Según la teoría de P. Janet -muy influida por las doctrinas dominantes en Francia sobre la herencia y la degeneración-, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso, alteración que se manifiesta en una innata debilidad de la síntesis psíquica. Los enfermos histéricos serían incapaces, desde un principio, de mantener formando una unidad la diversidad de los procesos anímicos, siendo ésta la causa de su tendencia a la disociación psíquica. Si me permitís una comparación trivial, pero muy precisa, diré que el histérico de Janet recuerda a una mujer débil, que ha salido de compras y vuelve a su casa cargada de infinidad de paquetes que apenas puede sujetar con sus brazos. En esto se le escapa uno de los paquetes y cae al suelo. Al inclinarse para recogerlo deja caer otro, y así sucesivamente. Mas no está muy de acuerdo con esta supuesta debilidad anímica de los histéricos el hecho de que al lado de los fenómenos de debilitación de las funciones se observen en ellos, a modo de compensación, elevaciones parciales de la capacidad funcional. Durante el tiempo en que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las demás que poseía, excepto el inglés, alcanzó su dominio sobre este idioma un grado tal, que le era posible, teniendo delante un libro alemán, ir traduciéndolo al inglés con igual rapidez, corrección y facilidad que si se tratase de una lectura directa.

        Cuando posteriormente emprendí yo la tarea de continuar por mi cuenta las investigaciones comenzadas por Breuer, llegué muy pronto a una idea muy distinta sobre la génesis de la disociación histérica (desdoblamiento de la consciencia). Dado que yo no partía de experimentos de laboratorio, como P. Janet, sino de una labor terapéutica, tenía que surgir necesariamente una tal divergencia, decisiva para todo resultado.

        A mí me impulsaba sobre todo la necesidad práctica. El tratamiento catártico, tal y como lo había empleado Breuer, tenía por condición sumir al enfermo en una profunda hipnosis, pues únicamente en estado hipnótico podía el paciente llegar al conocimiento de los sucesos patógenos relacionados con sus síntomas, conocimiento que se le escapaba en estado normal. Mas el hipnotismo se me hizo pronto enfadoso, por constituir un medio auxiliar en extremo inseguro y, por decirlo así, místico. Una vez experimentado que, a pesar de grandes esfuerzos, no lograba sumir en estado hipnótico más que a una mínima parte de mis enfermos, decidí prescindir del hipnotismo y hacer independiente de él el tratamiento catártico. No pudiendo variar a mi arbitrio el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me propuse trabajar hallándose éstos en estado normal, empresa que en un principio parecía por completo insensata y carente de toda probabilidad de éxito. Se planteaba el problema de averiguar por boca del paciente algo que uno no sabía y que el enfermo mismo ignoraba. ¿Cómo podía conseguirse esto? Vino aquí en mi auxilio el recuerdo de un experimento singularísimo y muy instructivo que había yo presenciado en la clínica de Bernheim, en Nancy. Nos enseñaba Bernheim entonces que las personas a las que había sumido en un sonambulismo hipnótico y hecho ejecutar diversos actos, sólo aparentemente perdían, al despertar, el recuerdo de lo sucedido, siendo posible reavivar en ellas tal recuerdo hallándose en estado normal. Cuando se interrogaba al sujeto por los sucesos acaecidos durante su estado de sonambulismo, afirmaba al principio no saber nada; pero al no contentarse Bernheim con tal afirmación y apremiarlo, asegurándole que no tenía más remedio que saberlo, lograba siempre que volvieran a su consciencia los recuerdos olvidados.

        Este mismo procedimiento utilicé yo con mis pacientes. Cuando llegaba con alguno de ellos a un punto en que me manifestaba no saber ya más, le aseguraba hasta afirmarle que el recuerdo deseado sería el que acudiera a su memoria en el momento en que yo colocase mi mano sobre su frente. De este modo conseguí, sin recurrir al hipnotismo, que los enfermos me revelasen todo lo necesario para la reconstitución del enlace entre las olvidadas escenas patógenas y los síntomas que quedaban como residuo de las mismas. Mas era éste un penosísimo procedimiento, que llegaba a ser agotador y no podía adoptarse como técnica definitiva.

        No lo abandoné, sin embargo, antes de deducir, de las observaciones hechas en su empleo, conclusiones definitivas. Había logrado, en efecto, confirmar que los recuerdos olvidados no se habían perdido. Se hallaban a merced del enfermo y dispuestos a surgir por asociación con sus otros recuerdos no olvidados, pero una fuerza indeterminada se lo impedía, obligándolos a permanecer inconscientes. La existencia de esta fuerza era indudable, pues se sentía su actuación al intentar, contrariándola, hacer retornar a la consciencia del enfermo los recuerdos inconscientes. Esta fuerza que mantenía el estado patológico se hacía, pues, notar como una resistencia del enfermo.

        En esta idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos psíquicos en la histeria. Demostrando que para el restablecimiento del enfermo era necesario suprimir tales resistencias, este mecanismo de la curación suministraba datos suficientes para formarse una idea muy precisa del proceso patógeno. Las fuerzas que en el tratamiento se oponían, en calidad de resistencia, anteriormente habían producido tal olvido y expulsado de la consciencia los sucesos patógenos correspondientes. A este proceso por mí supuesto le di el nombre de represión, considerándolo demostrado por la innegable aparición de la resistencia.

        Mas aún podía plantearse el problema de cuáles eran estas fuerzas y cuáles las condiciones de la represión en la cual reconocemos ya el mecanismo patógeno de la histeria. Una investigación comparativa de las situaciones patógenas llegadas a conocer en el tratamiento catártico permitía resolver el problema. En todos estos casos se trataba del nacimiento de una optación contraria a los demás deseos del individuo y que, por tanto, resultaba intolerable para las aspiraciones éticas y estéticas de su personalidad. Originábase así un conflicto, una lucha interior, cuyo final era que la representación que aparecía en la consciencia llevando en sí el deseo, inconciliable, sucumbía a la represión, siendo expulsada de la consciencia y olvidada junto con los recuerdos a ella correspondientes. La incompatibilidad de dicha idea con el yo del enfermo era, pues, el motivo de la represión, y las aspiraciones éticas o de otro género del individuo, las fuerzas represoras. La aceptación del deseo intolerable o la perduración del conflicto hubieran hecho surgir un intenso displacer que la represión ahorraba, revelándose así como uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.

        No expondré aquí más que uno solo de los muchos casos por mí observados, mas en él pueden verse claramente las condiciones y ventajas de la represión, aunque, para no traspasar los límites que me he impuesto en estas conferencias, tenga también que reducir considerablemente la historia clínica y dejar a un lado importantes hipótesis. Una muchacha que poco tiempo antes había perdido a su padre, al que amaba tiernamente y al que había asistido con todo cariño durante su enfermedad -situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió germinar en ella, al casarse su hermana mayor, una especial simpatía hacia su cuñado, sentimiento que pudo fácilmente ocultar y disfrazar detrás del natural cariño familiar. La hermana enfermó y murió poco después, en ocasión en que su madre y nuestra enferma se hallaban ausentes. Llamadas con toda urgencia, acudieron sin tener aún noticia exacta de la desgracia, cuya magnitud se les ocultó al principio. Cuando la muchacha se aproximó al lecho en que yacía muerta su hermana, surgió en ella, durante un instante, una idea que podría quizá expresarse con las siguientes palabras: Ahora ya está él libre y puede casarse conmigo. Debemos aceptar, sin duda alguna, que esta idea que reveló a la consciencia de la muchacha su intenso amor hacia su cuñado, amor que hasta entonces no había sido en ella claramente consciente, fue entregada en el acto a la represión por la repulsa indignada de sus otros sentimientos. La muchacha enfermó, presentando graves síntomas histéricos, y al someterla a tratamiento pudo verse que había olvidado en absoluto la escena que tuvo lugar ante el lecho mortuorio de su hermana y la perversa idea egoísta que en su imaginación surgió en aquellos instantes. Luego, en el curso del tratamiento, volvió a recordarla, reprodujo el momento patógeno, dando muestras de una inmensa emoción, y quedó curada por completo.

        Quizá pueda presentaros más vivamente el proceso de la represión y su necesaria relación con la resistencia por medio de un sencillo símil, que tomaré de las circunstancias en las que en este mismo momento nos hallamos. Suponed que en esta sala y entre el público que me escucha, cuyo ejemplar silencio y atención nunca elogiaré bastante, se encontrara un individuo que se condujese perturbadoramente y que con sus risas, exclamaciones y movimientos distrajese mi atención del desempeño de mi cometido hasta el punto de verme obligado a manifestar que me era imposible continuar así mi conferencia. Al oírme, pónense en pie varios espectadores, y después de una breve lucha arrojan del salón al perturbador, el cual queda, de este modo, expulsado o «reprimido», pudiendo yo reanudar mi discurso. Mas para que la perturbación no se repita en caso de que el expulsado intente volver a penetrar aquí, varios de los señores que han ejecutado mis deseos quedan montando una guardia junto a la puerta y se constituyen así en una «resistencia» subsiguiente a la represión llevada a cabo. Si denomináis lo «consciente» a esta sala y lo «inconsciente» a lo que tras de sus puertas queda, tendréis una imagen bastante precisa del proceso de la represión.

        Veamos ahora claramente en qué consiste la diferencia entre nuestras concepciones y las de Janet. Nosotros no derivamos el desdoblamiento psíquico de una insuficiencia innata del aparato anímico para la síntesis, sino que lo explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas psíquicas encontradas y reconocemos en él el resultado de una lucha activa entre ambas agrupaciones psíquicas. De nuestra teoría surgen numerosos nuevos problemas. En todo individuo se originan conflictos psíquicos y existe un esfuerzo del yo para defenderse de los recuerdos penosos, sin que, generalmente, se produzca el desdoblamiento psíquico. No puede, por tanto, rechazarse la idea de que para que el conflicto tenga la disociación por consecuencia, son necesarias otras condicionantes, y hemos de reconocer que con nuestra hipótesis de la represión no nos hallamos al final, sino muy al principio, de una teoría psicológica. Mas tened en cuenta que en estas materias no es posible avanzar sino paso a paso, debiéndose esperar que una más amplia y penetrante labor perfeccione en lo futuro los conocimientos adquiridos.

        No debe intentarse examinar el caso de la paciente de Breuer desde el punto de vista de la represión. Su historia clínica no se presta a ello, por haberse logrado los datos que la componen por medio del hipnotismo, y sólo prescindiendo de éste es como podemos observar las resistencias y represiones y adquirir una idea exacta del verdadero proceso patógeno. El hipnotismo encubre la resistencia y proporciona acceso a determinado sector psíquico; pero, en cambio, hace que la resistencia se acumule en los límites de este sector, formando una impenetrable muralla que impide una más profunda penetración.

        El más valioso resultado de las observaciones de Breuer fue el descubrimiento de la conexión de los síntomas con los sucesos patógenos o traumas, resultado que no debemos dejar ahora de considerar desde el punto de vista de la teoría de la represión. Al principio no se ve realmente cómo puede llegarse a la formación de síntomas partiendo de la represión. En lugar de exponer aquí una complicada serie de deducciones teóricas, volveré a hacer uso del símil que antes apliqué a dicho proceso. Suponed que con la expulsión del perturbador y la guardia situada a las puertas de la sala no terminara el incidente, pues muy bien podría suceder que el expulsado, lleno de ira y habiendo perdido toda clase de consideraciones, siguiera dándonos que hacer. No se encuentra ya entre nosotros y nos hemos librado de su presencia, de sus burlonas risas y de sus observaciones a media voz, pero la represión ha sido vana hasta cierto punto, pues el perturbador arma, desde fuera, un intolerable barullo, y sus gritos y puñetazos contra la puerta estorban mi conferencia más que en su anterior grosera conducta. En estas circunstancias, veríamos con gran alegría que, por ejemplo, nuestro digno presidente, el doctor Stalley Hall, tomando a su cargo el papel de mediador y pacificador, saliera a hablar con el intratable individuo y volviera a la sala pidiéndonos que le permitiésemos de nuevo entrar en ella y garantizándonos su mejor conducta. Confiados en la autoridad del doctor Hall, nos decidimos a levantar la represión, restableciéndose de este modo la paz y la tranquilidad. Es ésta una exacta imagen de la misión del médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.

        Para expresarlo más directamente por medio de la investigación de los histéricos y otros enfermos neuróticos llegamos al convencimiento de que en ellos ha fracasado la represión de la idea que entraña el deseo intolerable. Han llegado a expulsarla de la consciencia y de la memoria, ahorrándose así aparentemente una gran cantidad de dolor, pero el deseo reprimido perdura en lo inconsciente, espiando una ocasión de ser activado, y cuando ésta se presenta, sabe enviar a la consciencia una disfrazada e irreconocible formación sustitutiva (Ersatzbildung) de lo reprimido, a la que pronto se enlazan las mismas sensaciones displacientes que se creían ahorradas por la represión. Este producto sustitutivo de la idea reprimida -el síntoma- queda protegido de subsiguientes ataques de las fuerzas defensivas del yo, y en lugar de un conflicto poco duradero, aparece ahora un interminable padecimiento. En el síntoma puede hallarse, junto a los rasgos de deformación, un resto de analogía con la idea primitivamente reprimida; los caminos seguidos por la génesis del producto sustitutivo se revelan durante el tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para la curación es necesario que el síntoma sea conocido de nuevo y por los mismos caminos, hasta la idea reprimida. Una vez reintegrado lo reprimido a la actividad anímica consciente, labor que supone el vencimiento de considerables resistencias, el conflicto psíquico que así queda establecido y que el enfermo quiso evitarse con la represión, puede hallar, bajo la guía del médico, una mejor solución que la ofrecida por el proceso represor. Existen varias de estas apropiadas soluciones que ponen un feliz término al conflicto y a la neurosis y que, en casos individuales, pueden muy bien ser combinadas unas con otras. Puede convencerse a la personalidad del enfermo en todo o en parte; puede también dirigirse este deseo hacia un fin más elevado y, por tanto, irreprochable (sublimación de dicho deseo), y puede, por último, reconocerse totalmente justificada su reprobación, pero sustituyendo el mecanismo -automático y, por tanto, insuficiente- de la represión por una condenación ejecutada con ayuda de las más altas funciones espirituales humanas, esto es, conseguir su dominio consciente.

        Perdonadme si no he conseguido exponeros con mayor claridad estos capitales puntos de vista del método terapéutico llamado psicoanálisis. Las dificultades no estriban tan sólo en la novedad de la materia. Sobre la naturaleza de los deseos intolerables, que a pesar de la represión logran hacerse notar desde lo inconsciente y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que tienen que aparecer conjuntamente en una persona para que tengan lugar un tal fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntomas, trataremos en conferencias sucesivas.

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BIOGRAFIA:

Sigismund Freud, que, a los veintidós años, habría de cambiar ese nombre por el de Sigmund, nació en Freiberg, en la antigua Moravia (hoy Príbor, Checoslovaquia), el 6 de mayo de 1856. Su padre fue un comerciante en lanas que, en el momento de nacer él, tenía ya cuarenta y un años y dos hijos habidos en un matrimonio anterior; el mayor de ellos tenía aproximadamente la misma edad que la madre de Freud -veinte años más joven que su esposo- y era, a su vez, padre de un niño de un año. En su edad madura, Freud hubo de comentar que la impresión que le causó esta situación familiar un tanto enredada tuvo como consecuencia la de despertar su curiosidad y aguzar su inteligencia.

En 1859, la crisis económica dio al traste con el comercio paterno y al año siguiente la familia se trasladó a Viena, en donde vivió largos años de dificultades y estrecheces, siendo muy frecuentes las temporadas en las que, durante el resto de su larga vida (falleció en octubre de 1896), el padre se encontraría sin trabajo. Freud detestó siempre la ciudad en la cual, por otra parte, residió hasta un año antes de su muerte, cuando, en junio de 1938 y a pesar de la intercesión de Roosevelt y Mussolini, se vio obligado, dada su condición de judío -sus obras habían sido quemadas en Berlín en 1933-, a emprender el camino del exilio hacia Londres como consecuencia del Anschluss, la anexión de Austria al rancio proyecto pangermanista de la Gran Alemania, preparada por los nazis con ayuda de Seyss-Inquart y los prosélitos austriacos

La familia se mantuvo fiel a la comunidad judía y sus costumbres; aunque no fue especialmente religiosa; al padre cabe considerarlo próximo al librepensamiento, y el propio Freud había perdido ya las creencias religiosas en la adolescencia. En 1873, finalizó sus estudios secundarios con excelentes calificaciones. Había sido siempre un buen estudiante, correspondiendo a los sacrificios en pro de su educación hechos por sus padres, que se prometían una carrera brillante para su hijo, el cual compartía sus expectativas. Después de considerar la posibilidad de cursar los estudios de derecho, se decidió por la medicina, aunque no con el deseo de ejercerla, sino movido por una cierta intención de estudiar la condición humana con rigor científico. A mitad de la carrera, tomó la determinación de dedicarse a la investigación biológica, y, de 1876 a 1882, trabajó en el laboratorio del fisiólogo Ernst von Brücke, interesándose en algunas estructuras nerviosas de los animales y en la anatomía del cerebro humano. De esa época data su amistad con el médico vienés Josef Breuer, catorce años mayor que él, quien hubo de prestarle ayuda, tanto moral como material. En 1882 conoció a Martha Bernays, su futura esposa, hija de una familia de intelectuales judíos; el deseo de contraer matrimonio, sus escasos recursos económicos y las pocas perspectivas de mejorar su situación trabajando con Von Brücke hicieron que desistiese de su carrera de investigador y decidiera ganarse la vida como médico, título que había obtenido en 1881, con tres años de retraso.

Sin ninguna predilección por el ejercicio de la medicina general, resolvió adquirir la suficiente experiencia clínica que le permitiera alcanzar un cierto prestigio, y, desde julio de 1882 hasta agosto de 1885, trabajó como residente en diversos departamentos del Hospital General de Viena, decidiendo especializarse en neuropatología. En 1884 se le encargó un estudio sobre el uso terapéutico de la cocaína y, no sin cierta imprudencia, la experimentó en su persona. No se convirtió en un toxicómano, pero causó algún que otro estropicio, como el de empujar a la adicción a su amigo Von Fleischl al tratar de curarlo de su morfinomanía, agravando, de hecho, su caso. En los círculos médicos se dejaron oír algunas críticas y su reputación quedó un tanto ensombrecida. En 1885, se le nombró Privatdozent de la Facultad de Medicina de Viena, en donde enseñó a lo largo de toda su carrera, primeramente neuropatología, y, tiempo después, psicoanálisis, aunque sin acceder a ninguna cátedra.

La obtención de una beca para un viaje de estudios le llevó a París, en donde trabajó durante cuatro meses y medio en el servicio de neurología de la Salpêtrière bajo la dirección de Jean Martín Charcot, por entonces el más importante neurólogo francés. Allí tuvo ocasión de observar las manifestaciones de la histeria y los efectos de la hipnosis y la sugestión en el tratamiento de la misma. De regreso a Viena, contrajo matrimonio en septiembre de 1886, después de un largo noviazgo jalonado de rupturas y reconciliaciones como consecuencia, en especial, de los celos que sentía hacia quienquiera que pudiese ser objeto del afecto de Martha (incluida su madre). En los diez años siguientes a la boda, el matrimonio tuvo seis hijos, tres niños y tres niñas, la menor de las cuales, Anna, nacida en diciembre de 1895, habría de convertirse en psicoanalista infantil.

Poco antes de casarse, Freud abrió una consulta privada como neuropatólogo, utilizando la electroterapia y la hipnosis para el tratamiento de las enfermedades nerviosas. Su amistad con Breuer cristalizó, por entonces, en una colaboración más estrecha, que fructificaría finalmente en la creación del psicoanálisis, aunque al precio de que la relación entre ambos se rompiera. Entre 1880 y 1882, Breuer había tratado un caso de histeria (el de la paciente que luego sería mencionada como «Anna O.»); al interrumpir el tratamiento, habló a Freud de cómo los síntomas de la enferma (parálisis intermitente de las extremidades, así como trastornos del habla y la vista) desaparecían cuando ésta encontraba por sí misma, en estado hipnótico, el origen o la explicación. En 1886, luego de haber comprobado en París la operatividad de la hipnosis, Freud obligó a Breuer a hablarle de nuevo del caso y, venciendo su resistencia inicial, a consentir en la elaboración conjunta de un libro sobre la histeria. Durante la gestación de esta obra, aparecida en 1895, Freud desarrolló sus primeras ideas sobre el psicoanálisis. Breuer participó hasta cierto punto en el desarrollo, aunque frenando el alcance de las especulaciones más tarde características de la doctrina freudiana y rehusando, finalmente, subscribir la creciente convicción de Freud acerca del papel desempeñado por la sexualidad en la etiología de los trastornos psíquicos.

En 1896, luego de romper con Breuer de forma un tanto violenta, Freud empezó a transformar la metodología terapéutica que aquél había calificado de «catarsis», basada en la hipnosis, en lo que él mismo denominó el método de «libre asociación». Trabajando solo, víctima del desprecio de los demás médicos, el tratamiento de sus pacientes le llevó a forjar los elementos esenciales de los conceptos psicoanalíticos de «inconsciente», «represión» y 'transferencia'. En 1899, apareció su famosa La interpretación de los sueños, aunque con fecha de edición de 1900, y en 1905 se publicó Tres contribuciones a la teoría sexual, la segunda en importancia de sus obras. Estos dos fueron los únicos libros que Sigmund Freud revisó puntualmente en cada una de sus sucesivas ediciones.

Hasta 1905, y aunque por esas fechas sus teorías habían franqueado ya definitivamente el umbral de los comienzos y se hallaban sólidamente establecidas, contó con escasos discípulos. Pero en 1906 empezó a atraer más seguidores; el circulo de los que, ya desde 1902, se reunían algunas noches en su casa con el propósito de orientarse en el campo de la investigación psicoanalítica, fue ampliado y cambió, incluso, varias veces de composición, consolidándose así una sociedad psicoanalítica que, en la primavera de 1908, por invitación de Karl Gustav Jung, celebró en Salzburgo el Primer Congreso Psicoanalítico. Al año siguiente, Freud y Jung viajaron a Estados Unidos, invitados a pronunciar una serie de conferencias en la Universidad Clark de Worcester, Massachusetts, comprobando con sorpresa el entusiasmo allí suscitado por el pensamiento freudiano mucho antes que en Europa. En 1910 se fundó en Nuremberg la Sociedad Internacional de Psicoanálisis, presidida por Jung, quien conservó la presidencia hasta 1914, año en que se vio obligado a dimitir, como corolario de la ruptura fallada por el mismo Freud en 1913, al declarar improcedente la ampliación jungiana del concepto de «líbido» más allá de su significación estrictamente sexual. En 1916 publicó Introducción al psicoanálisis.

En 1923, le fue diagnosticado un cáncer de mandíbula y hubo de someterse a la primera de una serie de intervenciones. Desde entonces y hasta su muerte en Londres el 23 de septiembre de 1939, estuvo siempre enfermo, aunque no decayó su enérgica actividad. Sus grandes contribuciones al diagnóstico del estado de nuestra cultura datan de ese período (El porvenir de una ilusión [1927], El malestar en la cultura [1930], Moisés y el monoteísmo [1939]). Ya con anterioridad, a través de obras entre las que destaca Tótem y tabú (1913), inspirada en el evolucionismo biológico de Darwin y el evolucionismo social de Frazer, había dado testimonio de hasta qué punto consideró que la importancia primordial del psicoanálisis, más allá de una eficacia terapéutica que siempre juzgó restringida, residía en su condición de instrumento para investigar los factores determinantes en el pensamiento y el comportamiento de los hombres

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