Análisis de la fobia de un niño de 5 años (1909)
En rigor, no proviene de mi observación el historial clínico y terapéutico que en las páginas siguientes se expone, de
un paciente en extremo joven. Es cierto que he orientado el plan de tratamiento en su conjunto, y hasta intervine personalmente
una vez en una plática con el niño; pero el tratamiento mismo fue llevado a cabo por el padre del pequeño, a quien debo agradecer
formalmente por haberme confiado sus notas a los fines de la publicación. Pero el mérito del padre no termina ahí. Creo que
ninguna otra persona habría conseguido del niño tales confesiones; imposible de sustituir el conocimiento de causa en virtud
del cual el padre supo interpretar las exteriorizaciones de su hijo de 5 años. De otro modo habrían sido insuperables las
dificultades técnicas de un psicoanálisis a tan temprana edad. Sólo la reunión en una sola persona de la autoridad paterna
con la médica, la conjunción del interés tierno con el científico, posibilitaron en este único caso obtener del método una
aplicación para la cual de ordinario habría sido inapropiado. En cuanto al valor particular de esta observación, reside en
lo siguiente: el médico que trata psicoanalíticamente a un neurótico adulto llega al fin, en virtud de su trabajo de descubrir
estrato por estrato unas formaciones psíquicas, a ciertos supuestos acerca de la sexualidad infantil, en cuyos componentes
cree haber hallado las fuerzas pulsionales de todos los síntomas neuróticos de la vida posterior. Presenté esos supuestos
en mis Tres ensayos de teoría sexual [1905d], publicados en 1905; sé que parecen tan sorprendentes a los extraños como irrefutables
a los psicoanalistas. Pero también estos tienen derecho a confesarse su deseo de obtener por un camino más directo una prueba
de aquellas tesis fundamentales. ¿Será acaso imposible averiguar inmediatamente en el niño, en toda su frescura vital, aquellas
mociones sexuales y formaciones de deseo que en el adulto exhumamos con tanto trabajo de sus enterramientos, y acerca de las
cuales, además, aseveramos que son patrimonio constitucional común a todos los seres humanos y en el neurótico no hacen sino
mostrarse reforzadas o deformadas? Con ese propósito suelo yo, desde hace años, instar a mis discípulos y amigos para que
compilen observaciones sobre esa vida sexual de los niños que las más de las veces se pasa hábilmente por alto o se desmiente
adrede. Entre el material que en virtud de esa exhortación ha llegado a mis manos, las noticias que a continuación daré sobre
el pequeño Hans ocuparán pronto un puesto sobresaliente. Sus padres, que se contaban ambos entre mis más cercanos partidarios,
habían acordado no educar a su primer hijo con más compulsión que la requerida a toda costa para mantener las buenas costumbres;
y como el niño se iba convirtiendo en un muchacho alegre, despierto y de buena índole, prosiguió con toda felicidad ese ensayo
de dejarlo crecer y manifestarse sin amedrentamiento. En lo que sigue reproduciré las anotaciones del padre sobre el pequeño
Hans tal como me fueron comunicadas, absteniéndome desde luego de todo intento de turbar, mediante unas desfiguraciones convencionales,
la ingenuidad y la sinceridad infantiles. Las primeras comunicaciones s obre Hans datan del tiempo en que aún no había cumplido
tres años. A través de diversos dichos y preguntas, exteriorizaba ya entonces un interés particularmente vivo por la parte
de su cuerpo que tenía la costumbre de designar como «hace-pipí» {«Wiwi-macher»}. Así, cierta vez hizo esta pregunta a su
madre: Hans: «Mamá, ¿tú también tienes un hace-pipí?». Mamá: «Desde luego. ¿Por qué?». Hans: «Por nada; se me ocurrió». A
la misma edad lo llevan por primera vez a un establo y ve ordeñar a una vaca: «¡Mira, del hace-pipí sale leche!». Ya estas
primeras observaciones nos despiertan la expectativa de que mucho, si no lo más, de cuanto el pequeño Hans nos muestra ha
de ser típico del desarrollo sexual del niño. En una ocasión consigné que no hay que espantarse demasiado si en una mujer
se encuentra la representación de mamar del miembro masculino. Esta chocante moción -decía- tiene un origen muy inocente,
pues se deriva del mamar del pecho materno, para lo cual la teta de la vaca -una mama por su naturaleza, pero un pene por
su forma y situación- asume una mediación conveniente. El descubrimiento del pequeño Hans corrobora la primera parte de mi
tesis. Su interés por el hace-pipí no es, sin embargo, meramente teórico; como cabía conjeturar, ese interés lo estimula también
a tocarse el miembro. A la edad de 3 1/2 años, su madre lo encuentra con la mano en el pene. Ella lo amenaza: «Si haces eso,
llamaré al doctor A., que te corte el hace-pipí. Y entonces, ¿con qué harías pipí?». Hans: «Con la cola {Popo}». El responde
todavía sin conciencia de culpa, pero es la ocasión en que adquiere el «complejo de castración» que uno con tanta frecuencia
se ve precisado a inferir en los análisis de neuróticos, aunque todos ellos muestren fuerte renuencia a admitirlo. Acerca
del significado de este elemento del historial del niño, mucho habría para decir. El «complejo de castración» ha dejado notables
huellas en los mitos (y, por cierto, no sólo en los mitos griegos); me he referido a su papel en un pasaje de La interpretac
ión de los sueños y en otros textos. Más o menos a la misma edad (3 1/2 años), exclama, alegremente excitado, ante la jaula
del león en Schönbrunn: «¡He visto el hace-pipí del león!». Los animales deben buena parte de la significación que poseen
en el mito y en el cuento tradicional a la franqueza con que muestran sus genitales y sus funciones sexuales ante la criatura
dominada por el apetito de saber. La curiosidad sexual de nuestro Hans no admite ninguna duda; pero ella lo convierte en investigador,
le permite unos correctos discernimientos conceptuales. En la estación ferroviaria, a los 33/4 años, ve cómo de una locomotora
largan agua. «¡Mira, la locomotora hace pipí! ¿Y dónde tiene el hace-pipí?». Al rato agrega, reflexivo: «Un perro y un caballo
tienen un hace-pipí; una mesa y un sillón, no». Así ha conquistado un signo esencial para distinguir entre un ser vivo y una
cosa inanimada. Apetito de saber y curiosidad sexual parecen ser inseparables entre sí. La curiosidad de Hans se extiende
muy en particular a sus padres. Hans, a los 3 3/4 años: «Papá, ¿tú también tienes un hace-pipí?». Padre: «Sí, naturalmente».
Hans: «Pero si nunca te lo he visto cuando te desvestías». Otra vez, tenso, ve cómo su madre se desviste para meterse en cama.
Ella pregunta: «Pues, ¿por qué miras así?». Hans: «Sólo para ver sí tú también tienes en hace-pipí». Mamá: «Naturalmente.
¿No lo sabías?». Hans: «No; pensé que como eres tan grande tendrías un hace-pipí como el de un caballo». Reparemos en esta
expectativa del pequeño Hans; más tarde cobrará significatividad.
El gran acontecimiento en la vida de Hans es, empero, el nacimiento de su hermanita Hanna, que se produjo cuando él tenía
exactamente 3½ años. Su comportamiento en esa ocasión fue anotado enseguida por su padre: A las 5 de la mañana, cuando empezó
el trabajo de parto la cama de Hans fue llevada a la habitación contigua, 11 despierta a las 7, y escucha el gemir de la parturienta,
sobre lo cual pregunta: «¿Por qué tose mamá?». Y después de una pausa añade: «Es seguro que hoy viene la cigüeña». En los
últimos días, desde luego, se le ha dicho a menudo que la cigüeña traería una nena o un varoncito, y con todo acierto él conecta
el desacostumbrado gemir con la llegada de la cigüeña. Más tarde lo llevan a la cocina; ve la maleta del médico en el vestíbulo
y pregunta: «¿Qué es esto?», a lo cual se le responde: «Una maleta». Y él entonces, con convicción: «Hoy viene la cigüeña».
Tras el alumbramiento, la partera se llega hasta la cocina y Hans oye cómo ordena que preparen un té, ante lo cual él dice:
«Ajá; porque mami tiene tos le dan un té». Luego lo llaman al dormitorio, pero no mira a la mamá, sino a los recipientes con
agua sanguinolenta que aún están allí, y observa, extrañado, señalando la bacinilla llena de sangre: «Pero... de mi hace-pipí
no sale nada de sangre». Todas sus sentencias muestran que él relaciona lo insólito de la situación con la llegada de la cigüeña.
Pone un gesto tenso, muy desconfiado, frente a todo lo que ve, y sin duda se ha afianzado en él la primera desconfianza hacia
la cigüeña. Hans se muestra muy celoso con la recién venida, y cuando alguien la alaba, la encuentra linda, etc., dice enseguida,
burlón: «Pero si todavía no tiene dientes». En efecto, cuando la vio por primera vez quedó muy sorprendido de que no pudiera
hablar, y opinó que no podía hacerlo porque no tenía dientes. Los primeros días, como es lógico, quedó muy relegado, y de
pronto contrajo una angina. En medio de la fiebre se le oyó decir: «¡Pero si yo no quiero tener ninguna hermanita!». Pasado
medio año, más o menos, quedaron superados los celos, y él se vuelve un hermano tan tierno como conciente de su superioridad.
Un poco después, Hans presencia el baño de su hermanita de una semana de edad. Observa: «Pero ... su hace-pipí es todavía
chico», tras lo cual agrega, como a modo de consuelo: «Ya cuando crezca se le hará más grande ». Más o menos a la misma edad,
de 33/4 años, Hans brinda el primer relato de un sueño. «Hoy, cuando estaba dormido, he creído yo estoy en Gmunden con MariedI».
MariedI es la hija del propietario de la casa; tiene 13 años y ha jugado a menudo con él. Cuando el padre le cuenta a la madre
su sueño en presencia de él, Hans le observa, rectificándolo: «No con MariedI; yo totalmente solo con MariedI». Con respecto
a esto último, cabe hacer aquí la siguiente puntualización: En el verano de 1906 Hans estuvo en Gmunden, donde pasaba el día
correteando con los hijos del propietario de la casa. Cuando partimos de allí, creímos que la despedida y la mudanza a la
ciudad le resultarían penosas. Para nuestra sorpresa, no fue así. El cambio lo alegró de manera evidente, y durante muchas
semanas contó muy poco acerca de Gmunden. Sólo pasado ese tiempo le añoraron recuerdos, a menudo vivamente coloreados, sobre
su estancia en Gmunden. Desde hace unas cuatro semanas, procesa esos recuerdos en fantasías. Fantasea que juega con los niños
Berta, Olga y Fritzl, habla con ellos como si estuvieran presentes, y es capaz de entretenerse así durante horas. Ahora que
tiene una hermana y a todas luces le da quehacer el problema del origen de los hijos, llama a Berta y Olga «sus hijas», y
en alguna ocasión ha agregado: «También a mis hijas, Berta y Olga, las trajo la cigüeña». Ahora que lleva seis meses ausente,
su sueño evidentemente debe comprenderse como una expresión de su añoranza de Gmunden. Hasta aquí el padre. Señalo, por anticipado,
que con su última exteriorización sobre sus hijos -que los trajo la cigüeña- Hans contradice en voz alta una duda que alberga
en su interior. Por suerte, el padre ha anotado muchas cosas que estarían destinadas a adquirir luego un insospechado valor.
Dibujo para Hans, que en el último tiempo ha visitado con asiduidad Schonbrunn, una jirafa. Me dice: «Dibújale también el
hace-pipí». Le respondo: «Dibújalo tú mismo». Entonces él agrega a la figura de la jirafa la siguiente raya , que primero
traza corta y después le agrega un tramo, señalando: «El hace-pipí es más largo». Paso con Hans junto a un caballo que orina.
Dice: «El caballo tiene el hace-pipí abajo, como yo». Ve cómo bañan a su hermana de tres meses, y dice, conmiserativo: «Tiene
un hace-pipí muy, pero muy chico». Le dan, para que juegue, una muñeca, que él desviste. La mira cuidadosamente, y dice: «Pero
si tiene un hace-pipí muy chiquito». Ya sabemos que con esta fórmula le fue posible sustentar su descubrimiento [la diferencia
entre lo vivo y lo inanimado]. Todo investigador corre el riesgo de cometer ocasionalmente errores. No deja de ser un consuelo
que él, como lo hace nuestro Hans en el ejemplo siguiente, no sólo yerre, sino que pueda invocar el uso del lenguaje como
disculpa. Y es que en su libro ilustrado ve a un mono y señala su rabo enroscado hacia arriba: «Mira, papi, el hace-pipí».
En su interés por el hace-pipí, ha concebido un juego muy particular. En el vestíbulo está el retrete, y hay un oscuro gabinete
para la leña. Desde hace algún tiempo Hans va al gabinete de la leña y dice: «Voy a mi baño». Cierta vez yo miro ahí para
ver qué hace en el gabinete oscuro. Exhibe, y dice: «Yo hago pipí». Vale decir que «juega» al inodoro. El carácter de juego
es ilustrado no sólo por el hecho de que simule hacer pipí, sin llevarlo a cabo realmente, sino de que no vaya al baño, lo
cual sería en verdad mucho más sencillo, prefiriendo el gabinete de la leña, al que llama «su baño». Haríamos injusticia a
Hans si sólo persiguiéramos los rasgos autoeróticos de su vida sexual. Su padre tiene para comunicarnos unas detalladas observaciones
sobre sus vínculos de amor con otros niños, de los que se desprende una «elección de objeto» como la del adulto. También,
es cierto, una notabilísima movilidad y una propensión polígama. En el invierno llevo a Hans (3 ¾ años) a la pista de patinaje
y le presento a las dos hijitas de mi colega N., que tienen cerca de 10 años. Hans se les sienta al lado, y ellas, sintiéndose
personas de más madura edad, miran despreciativas al caballerete; él las contempla lleno de veneración, lo que no les causa
impresión alguna. No obstante, Hans sólo habla de ellas como de «mis niñitas». «¿Dónde están mis niñitas? ¿Cuándo vienen mis
niñitas?», y durante algunas semanas me martiriza en casa con la pregunta: «¿Cuándo voy de nuevo a la pista de patinaje donde
están mis niñitas?». Un primo de Hans, de 5 años, está de visita cuando él tiene 4. Hans lo abraza continuamente y, a raíz
de uno de estos abrazos tiernos, dice: «Te quiero mucho». Es el primer rasgo de homosexualidad con que tropezaremos en Hans,
pero no el último. ¡Nuestro pequeño Hans parece realmente un dechado de todas las perversidades! Nos hemos instalado en una
nueva vivienda. (Hans tiene 4 años.) De la cocina, la puerta lleva a una ventana balcón desde donde se ve un departamento
interior.,, enfrente. Ahí, Hans ha descubierto a una niñita de 7 a 8 años. Para admirarla, se sienta ahora sobre el escalón
que lleva al balcón, y así permanece horas. Sobre todo hacia las cuatro de la tarde, cuando la niñita regresa de la escuela,
no se lo puede retener en su habitación ni disuadirlo de que ocupe su puesto de observación. Cierta vez que la niñita no se
muestra en la ventana a la hora habitual, Hans se inquieta y cargosea a la gente de la casa con preguntas: «¿Cuándo vuelve
la niñita? ¿Dónde está la niñita?», etc. Cuando luego aparece, se siente feliz y ya no aparta la mirada del departamento frontero.
La vehemencia con -que emerge ese «amor a distancia» halla su explicación en que Hans no tiene camaradas ni compañeritas de
juego. Para su desarrollo normal, el niño requiere, es evidente, trato asiduo con otros niños. Ese trato le es dado a Hans
cuando poco después (4 ½ años) nos trasladarnos a la residencia de verano en Gmunden. En nuestra casa, sus compañeros de juego
son los hijos del propietario: Franzl (cerca de 12 años), Fritzl (8 años), Olga (7 años), Berta (5 años) y, además, los vecinitos
Anna (10 años) e, incluso, otras dos niñitas de 9 y 7 años, de cuyos nombres ya no me acuerdo. Su preferido es Fritzl, a quien
a menudo abraza y le asegura su amor. Una vez le preguntan: «¿Cuál de las nenitas te gusta más?». Y él responde: «Fritzl».
Al mismo tiempo es muy agresivo, varonil, conquistador, hacia las niñas, las abraza y besuquea, cosa que a Berta en particular
parece agradarle. Cierta vez que Berta sale de la habitación, él se le cuelga del cuello y le dice en el más tierno de los
tonos: «Berta, eres amorosa», lo cual por lo demás no le impide besar también a las otras y asegurarles su amor. También le
gusta MariedI, de unos 14 años, igualmente hija del propietario, que juega con él; una noche, cuando lo llevan a acostarse,
dice: «Que MariedI duerma conmigo». Y a la respuesta «No puede ser», torna a decir: «Entonces que duerma con mami o con papi».
Se le replica: «Tampoco puede ser; MariedI tiene que dormir en casa de sus padres», y se desarrolla el siguiente diálogo:
Hans: «Entonces bajo a dormir con MariedI». Mamá: «¿Quieres realmente separarte de mami para dormir abajo?». Hans: «No, mañana
temprano volveré a subir para tomar el desayuno y quedarme por acá». Mamá: «Si realmente quieres alejarte de papi y mami,
toma tu casaca y tu pantalón y... i adiós! ». Hans toma realmente su ropa y se dirige hacia la escalera para irse a dormir
con MariedI; desde luego, es retenido. (Tras el deseo «Que MariedI duerma en casa» se esconde, naturalmente, este otro: «Que
MariedI» (con quien tanto le gusta estar) «sea integrada en nuestra comunidad hogareña». Pero, sin duda, como el padre y la
madre, si bien no con demasiada frecuencia, suelen tener a Hans en su cama, a raíz de este yacer juntos se han despertado
en él sentimientos eróticos, y el deseo de dormir junto con MariedI tiene también su sentido erótico. Yacer en la cama junto
al padre y la madre es para Hans, como para todos los niños, una fuente de mociones eróticas.) Nuestro pequeño Hans se comportó
ante el desafío de la madre como un auténtico varón, a pesar de sus veleidades homosexuales. También en el siguiente caso
dijo Hans a su mami: «Escucha, me gustaría muchísimo dormir con la niñita». Este caso nos da abundante ocasión para divertirnos,
pues Hans se comporta aquí realmente como un grande enamorado. A la hostería donde almorzamos concurre desde hace unos días
una linda nena de unos ocho años, de quien Hans, naturalmente, se enamoró enseguida. Gira de continuo el cuello en su silla
para mirarla de reojo, después que ha comido se instala cerca para coquetear con ella, pero se ruboriza todo cuando uno se
lo señala. Si la niñita retribuye su mirada, él enseguida, avergonzado, dirige la suya al lado opuesto. Su comportamiento
es, desde luego, una gran diversión para todos los clientes de la hostería. Cada día, cuando lo llevan allí, pregunta: «¿Crees
que la niñita estará hoy?». Cuando por fin ella llega, él se pone colorado como un adulto en un caso similar. Cierta vez se
me acerca dichoso y me cuchichea: «Escucha, ya sé dónde vive la niñita. En tal y tal lado la he visto cuando subía las escaleras».
En tanto que se muestra agresivo con las niñitas de la casa, es aquí un admirador que suspira platónicamente. Acaso se deba
a que aquellas son niñas de aldea, mientras que esta es una dama cultivada. Ya se lo ha consignado: una vez dijo que le gustaría
dormir con ella. Como no quiero dejar a Hans con la tensión anímica en que lo ha puesto su amor por la niñita, se la he presentado
y la invité a venir por la tarde con él al jardín, después que él durmiera su siesta. Está Hans tan emocionado por la expectativa
de que la niñita vendrá a él que por primera vez no duerme la siesta, sino que se revuelve de un lado al otro en la cama.
La mamá le pregunta: «¿Por qué no duermes? ¿Acaso piensas en la niñita?», a lo cual, arrobado, responde: «Sí». Además, al
volver de la hostería a casa ha contado a todo el mundo: «Escucha, hoy viene conmigo la niñita», y MariedI, de 14 años, informa
que sin cesar ha preguntado: «Escucha, ¿crees que ella me querrá? ¿Crees que me dará un beso sí yo la beso?», y cosas de ese
tenor. Pero a la tarde llueve, y así se suspende la visita, de lo cual Hans se consuela con Berta y Olga. Otras observaciones,
hechas también durante esa estadía veraniega, permiten conjeturar que en el pequeño se preparan toda clase de novedades. Hans,
4 ¼ años. Hoy a la mañana, como todos los días, Hans es bañado por su mamá y, tras el baño, secado y entalcado. Cuando la
mamá le entalca el pene, y por cierto con cuidado para no tocarlo, Hans dice: «¿Por qué no pasas el dedo ahí?». Mamá: «Porque
es una porquería». Hans: «¿Qué es? ¿Una porquería? ¿Y por qué?». Mamá: «Porque es indecente». Hans (riendo): «¡Pero gusta!».
Un sueño que nuestro Hans tuvo por la misma época contrasta de manera muy llamativa con el descaro que ha mostrado hacia su
madre. Es su primer sueño que se ha vuelto irreconocible por desfiguración. Pero la perspicacia del padre consiguió solucionarlo.
Hans, 4¼ años. Sueño. Hoy a la mañana acude Hans y cuenta: «Escucha, hoy a la noche he pensado: "Uno dice: '¿Quién quiere
venir conmigo?'. Entonces alguien dice: 'Yo'. Entonces tiene que hacerlo hacer pipí'». Ulteriores preguntas dejan en claro
que a este sueño le falta todo elemento visual, y pertenece al type auditif puro. Hans, desde hace algunos días, juega con
los hijos del propietario de la casa, entre ellos sus amiguitas Olga (7 años) y Berta (5 años), a diversos juegos de sociedad
y de prendas. (A.: «¿De quién es la prenda que tengo yo?». B.: «Mía es». Entonces se determina lo que B. tiene que hacer.)
El sueño imita a ese juego de prendas, sólo que Hans desea que quien extrajo la prenda no sea condenado a los usuales besos
o bofetadas, sino a hace-pipí; más precisamente: alguien tiene que hacerlo hacer pipí. Me hago contar el sueño otra vez; lo
relata con las mismas palabras, sólo que remplaza «entonces alguien dice» por «entonces ella dice». Y «ella» es, evidentemente,
Berta u Olga, con quienes ha jugado. El sueño reza, pues, traducido: «Yo juego con las niñitas a las prendas. Yo pregunto:
"¿Quién quiere venir conmigo?". Ella (Berta u Olga) responde: "Yo". Entonces ella tiene que hacerme hacer pipí». (Asistirlo
al orinar, cosa que evidentemente le resulta grato a Hans.) Es claro que el hacerlo hacer pipí, para lo cual al niño le abren
los calzones y le sacan el pene, está para Hans teñido de placer. Cuando va de paseo es casi siempre el padre quien presta
ese auxilio al niño, lo que da ocasión para que sobre el padre se fije una inclinación homosexual. Como ya se informó, dos
días antes preguntó a la mamá, cuando ella le lavaba y le entalcaba la zona genital: «¿Por qué no pasas el dedo?». Ayer, cuando
lo hice ir al baño, me dijo por primera vez que debía conducirlo detrás de la casa para que nadie pudiera mirarlo, y agregó:
«El año pasado, cuando he hecho pipí, Berta y Olga han mirado». Eso significa, creo, que el año pasado le era grato ese mirar
de las niñas, pero ahora ya no lo es. El placer de exhibición sucumbe ahora a la represión. Como el deseo de que Berta y Olga
lo miren hacer pipí (o lo hagan hacer pipí) es ahora reprimido {desalojado-suplantado} de su vida, he ahí la explicación para
que se presente en el sueño, donde se ha procurado un lindo disfraz mediante el juego de prendas. - Desde entonces observo
repetidas veces que no quiere ser visto cuando hace pipí. Me limito a señalar que este sueño obedece además a la regla que
he dado en La interpretación de los sueños: dichos que aparecen en el sueño provienen de dichos escuchados o proferidos por
uno mismo el día anterior. De la época que siguió al regreso a Viena, el padre ha fijado aún esta observación: Hans (4 ½ años)
mira de nuevo cómo bañan a su hermanita, y empieza a reír. Se le pregunta: «¿Por qué ríes?». Contesta: «Me río del hace-pipí
de Hanna». -«¿Por qué?». - «Porque el hace-pipí es muy bonito». La respuesta es, naturalmente, falsa. El hace-pipí se le antoja
cómico. Por otra parte, es la primera vez que admite de ese modo, en vez de desmentirla, la diferencia entre genital masculino
y femenino.
Sigmund Freud
LXXXVII. INTRODUCCIÓN AL NARCISISMO (*)
1914
I
EL término narcisismo procede de la descripción clínica, y fue elegido en 1899 por Paul Näcke para
designar aquellos casos en los que individuo toma como objeto sexual su propio cuerpo y lo contempla con
agrado, lo acaricia y lo besa, hasta llegar a una completa satisfacción. Llevado a este punto, el narcisismo
constituye una perversión que ha acaparado toda la vida sexual del sujeto, cumpliéndose en ella todas las
condiciones que nos ha revelado el estudio general de las perversiones.
La investigación psicoanalítica nos ha descubierto luego rasgos de esta conducta narcisista en
personas aquejadas de otras perturbaciones; por ejemplo según Sadger, en los homosexuales, haciéndonos,
por tanto, sospechar que también en la evolución sexual regular individuo se dan ciertas localizaciones
narcisistas de la libido. Determinadas dificultades del análisis de sujeto neuróticos nos habían impuesto ya
esta sospecha, pues una de las condicione que parecían limitar eventualmente la acción psicoanalítica era
precisamente tal conducta narcisista del enfermo. En este sentido, el narcisismo no sería ya una perversión
sino el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación; egoísmo que atribuimos
justificadamente, en cierta medida a todo ser vivo.
La idea de un narcisismo primario normal acabó de imponérsenos en la tentativa de aplicar las
hipótesis de la teoría de la libido a la explicación de los demencia precoz (Kraepelin) o esquizofrenia
(Bleuler). Estos enfermos, a los que yo he propuesto calificar de parafrénicos, muestran dos característica
principales: el delirio de grandeza y la falta de todo interés por el mundo exterior (personas y cosas). Esta
última circunstancia los sustrae totalmente a influjo del psicoanálisis, que nada puede hacer así en su auxilio.
Pero el apartamiento del parafrénico ante el mundo exterior presenta caracteres peculiarísimos que será
necesario determinar. También el histérico o el neurótico obsesivo pierden su relación con la realidad, y, sin
embargo, el análisis nos demuestra que no han roto su relación erótica con las personas y las cosas. La
conservan en su fantasía; esto es, han sustituido los objetos reales por otros imaginarios, o los han mezclado
con ellos, y, por otro lado, han renunciado a realizar los actos motores necesarios para la consecución de sus
fines en tales objetos. Sólo a este estado podemos denominar con propiedad 'introversión' de la libido,
concepto usado indiscriminadament por Jung. El parafrénico se conduce muy diferentemente. Parece haber
retirado realmente su libido de las personas y las cosas del mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras
en
su fantasía. Cuando en algún caso hallamos tal sustitución, es siempre de carácter secundario y corresponde
a
una tentativa de curación, que quiere volver a llevar la libido al objeto.
Surge aquí la interrogación siguiente: ¿Cuál es en la esquizofrenia el destino de la libido retraída de
los objetos? La megalomanía, característica de estos estados, nos indica la respuesta, pues se ha constituido
seguramente a costa de la libido objetal. La libido sustraída al mundo exterior ha sido aportada al yo,
surgiendo así un estado al que podemos dar el nombre de narcisismo. Pero la misma megalomanía no es algo
nuevo, sino como ya sabemos, es la intensificación y concreción de un estado que ya venía existiendo,
circunstancia que nos lleva a considerar el narcisismo engendrado por el arrastrar a sí catexis objetales, como
un narcisismo secundario, superimpuestas a un narcisismo primario encubierto por diversas influencias.
Librodot Introducción al narcisismo Sigmund Freud
2
Hago constar de nuevo que no pretendo dar aquí una explicación del problema de la esquizofrenia, ni
siquiera profundizar en él, limitándome a reproducir lo ya expuesto en otros lugares, para justificar una
introducción del narcisismo.
Nuestras observaciones y nuestras teorías sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos
primitivos nos han suministrado también una importante aportación a este nuevo desarrollo de la teoría de la
libido. La vida anímica infantil y primitiva muestra, en efecto, ciertos rasgos que si se presentaran aislados
habrían de ser atribuidos a la megalomanía: una hiperestimación del poder de sus deseos y sus actos mentales
la «omnipotencia de las ideas» una fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica contra el mundo
exterior: la «magia», que se nos muestra como una aplicación consecuente de tales premisas megalómanas.
En el niño de nuestros días, cuya evolución nos es mucho menos transparente, suponemos una actitud análoga
ante el mundo exterior. Nos formamos así la idea de una carga libidinosa primitiva del yo, de la cual parte
de
ella se destina a cargar los objetos; pero que en el fondo continúa subsistente como tal viniendo a ser con
respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo con relación a los seudópodos de él
destacados. Esta parte de la localización de la libido tenía que permanecer oculta a nuestra investigación
inicial, al tomar ésta su punto de partida en los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las cargas
de objeto, susceptibles de ser destacadas sobre el objeto o retraídas de él, fueron lo único que advertimos,
dándonos también cuenta, en conjunto, de la existencia de una oposición entre la libido del yo y la libido
objetal. Cuando mayor es la primera, tanto más pobre es la segunda. La libido objetal nos parece alcanzar su
máximo desarrollo en el amor, el cual se nos presenta como una disolución de la propia personalidad en favor
de la carga de objeto, y tiene su antítesis en la fantasía paranoica (o auto percepción) del «fin del mundo».
Por
último, y con respecto a la diferenciación de las energías psíquicas, concluimos que en un principio se
encuentran estrechamente unidas, sin que nuestro análisis pueda aún diferenciarla, y que sólo la carga de
objetos hace posible distinguir una energía sexual, la libido, de una energía de los instintos del yo.
Antes de seguir adelante he de resolver dos interrogaciones que nos conducen al nódulo del mismo
tema. Primera: ¿Qué relación puede existir entre el narcisismo, del que ahora tratamos, y el autoerotismo, que
hemos descrito como un estado primario de la libido? [*]. Segunda: si atribuimos al yo una carga primaria de
libido, ¿para qué precisamos diferenciar una libido sexual de una energía no sexual de los instintos del yo?
¿La hipótesis básica de una energía psíquica unitaria no nos ahorraría acaso todas las dificultades que presenta
la diferenciación entre energía de los instintos del yo y libido del yo, libido del yo y libido objetal? Con
respecto a la primera pregunta, haremos ya observar que la hipótesis de que en el individuo no existe, desde
un principio, una unidad comparable al yo, es absolutamente necesaria. El yo tiene que ser desarrollado. En
cambio, los instintos autoeróticos son primordiales. Para constituir el narcisismo ha de venir a agregarse al
autoerotismo algún otro elemento, un nuevo acto psíquico.
La invitación a responder de un modo decisivo a la segunda interrogación ha de despertar cierto
disgusto en todo analista. Repugnamos, en efecto, abandonar la observación por discusiones teóricas estériles;
pero, de todos modos, no debemos sustraernos a una tentativa de explicación. Desde luego, representaciones
tales como la de una libido del yo, una energía de los instintos del yo, etc., no son ni muy claras ni muy ricas
en contenido, y una teoría especulativa de estas cuestiones tendería, ante todo, a sentar como base un
concepto claramente delimitado. Pero, a mi juicio, es precisamente ésta la diferencia que separa una teoría
especulativa de una ciencia basada en la interpretación de la empiria. Esta última no envidiará a la
especulación el privilegio de un fundamento lógicamente inatacable, sino que se contentará con ideas iniciales
nebulosas, apenas aprehensibles, que esperará aclarar o podrá cambiar por otras en el curso de su desarrollo.
Tales ideas no constituyen, en efecto, el fundamento sobre el cual reposa tal ciencia, pues la verdadera base
de
la misma es únicamente la observación. No forman la base del edificio, sino su coronamiento, y pueden ser
sustituidas o suprimidas sin daño alguno.
El valor de los conceptos de libido del yo y libido objetal reside principalmente en que proceden de
la elaboración de los caracteres íntimos de los procesos neuróticos y psicóticos. La división de la libido es
una
libido propia del yo y otra que inviste los objetos es la prolongación inevitable de una primera hipótesis que
dividió los instintos en instintos del yo e instintos sexuales. Esta primera división me fue impuesta por el
análisis de las neurosis puras de transferencia (histeria y neurosis obsesiva), y sólo sé que todas las demás
tentativas de explicar por otros medios estos fenómenos han fracasado rotundamente.
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Ante la falta de toda teoría de los instintos, cualquiera que fuese su orientación, es lícito, e incluso
obligado, llevar consecuentemente adelante cualquier hipótesis, hasta comprobar su acierto o su error. En
favor de la hipótesis de una diferenciación primitiva de instintos sexuales e instintos del yo testimonian
diversas circunstancias, además de su utilidad en el análisis de las neurosis de transferencia. Concedemos,
desde luego, que este testimonio no podría considerarse definitivo por sí sólo, pues pudiera tratarse de una
energía psíquica indiferente, que sólo se convirtiera en libido en el momento de investir el objeto. Pero
nuestra diferenciación corresponde, en primer lugar, a la división corriente de los instintos en dos categorías
fundamentales: hambre y amor. En segundo lugar, se apoya en determinadas circunstancias biológicas. El
individuo vive realmente una doble existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un encadenamiento
al cual sirve independientemente de su voluntad, si no contra ella. Considera la sexualidad como uno de sus
fines propios, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte claramente que él mismo no es sino un
agregado a su plasma germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de una prima de placer, que no
es sino el substrato mortal de una sustancia inmortal quizá. La separación establecida entre los instintos
sexuales y los instintos del yo no haría más que reflejar esta doble función del individuo. En tercer lugar,
habremos de recordar que todas nuestras ideas provisorias psicológicas habrán de ser adscritas alguna vez a
substratos orgánicos, y encontraremos entonces verosímil que sean materias y procesos químicos especiales
los que ejerzan la acción de la sexualidad y faciliten la continuación de la vida individual en la de la especie.
Por nuestra parte, atendemos también a esta probabilidad, aunque sustituyendo las materias químicas
especiales por energías psíquicas especiales.
Precisamente porque siempre procuro mantener apartado de la Psicología todo pensamiento de otro
orden, incluso el biológico, he de confesar ahora que la hipótesis de separar los instintos del yo de los
instintos sexuales, o sea la teoría de la libido, no tiene sino una mínima base psicológica y se apoya más bien
en fundamento biológico. Así, pues, para no pecar de inconsciente, habré de estar dispuesto a abandonar esta
hipótesis en cuanto nuestra labor psicoanalítica nos suministre otra más aceptable sobre los instintos. Pero
hasta ahora no lo ha hecho. Puede ser también que la energía sexual, la libido, no sea, allá en el fondo, más
que un producto diferencial de la energía general de la psique. Pero tal afirmación no tiene tampoco gran
alcance. Se refiere a cosas tan lejanas de los problemas de nuestra observación y tan desconocidas, que se
hace tan ocioso discutirla como utilizarla. Seguramente esta identidad primordial es de tan poca utilidad para
nuestros fines analíticos como el parentesco primordial de todas las razas humanas para la prueba de
parentesco exigida por la autoridad judicial para adjudicar una herencia. Estas especulaciones no nos
conducen a nada positivo; pero como no podemos esperar a que otra ciencia nos procure una teoría decisiva
de los instintos, siempre será conveniente comprobar si una síntesis de los fenómenos psicológicos puede
arrojar alguna luz sobre aquellos enigmas biológicos fundamentales. Sin olvidar la posibilidad de errar,
habremos, pues, de llevar adelante la hipótesis, primeramente elegida, de una antítesis de instintos del yo
e
instintos sexuales, tal y como nos la impuso el análisis de las neurosis de transferencia, y ver si se desarrollan
sin obstáculos y puede ser aplicada también a otras afecciones; por ejemplo, a la esquizofrenia.
Otra cosa sería, naturalmente, si se demostrara que la teoría de la libido ha fracasado ya en la
explicación de aquella última enfermedad. C. G. Jung lo ha afirmado así [*], obligándome con ello a exponer
prematuramente observaciones que me hubiese gustado reservar aún algún tiempo. Hubiera preferido seguir
hasta su fin el camino iniciado en el análisis del caso Schreber sin haber tenido que exponer antes sus
premisas. Pero la afirmación de Jung es por lo menos prematura y muy escasas las pruebas en que la apoya.
En primer lugar, aduce equivocadamente mi propio testimonio, afirmando que yo mismo he declarado
haberme visto obligado a ampliar el concepto de la libido ante las dificultades del análisis del caso Schreber
(esto es, a abandonar su contenido sexual), haciendo coincidir la libido con el interés psíquico en general.
En
una acertada crítica del trabajo de Jung ha demostrado ya Ferenczi lo erróneo de esta interpretación. Por mi
parte sólo he de confirmar lo dicho por Ferenczi y repetir que jamás he expresado tal renuncia a la teoría de
la
libido. Otro. de los argumentos de Jung, el de que la pérdida de la función normal de la realidad sólo puede
ser causa de la retracción de la libido no es un argumento, sino una afirmación gratuita; its begs the question
(escamotea el problema) y ahorra su discusión, pues lo que precisamente habría que investigar es si tal
retracción es posible y en qué forma sucede. En su inmediato trabajo importante se aproxima mucho Jung a la
solución indicada por mí largo tiempo antes: «De todos modos, hay que tener en cuenta -como ya lo hace
Freud en el caso Schreber- que la introversión de la libido sexual conduce a una carga libidinosa del yo, la
cual produce probablemente la pérdida del contacto con la realidad. La posibilidad de explicar en esta forma
el apartamiento de la realidad resulta harto tentadora.» Pero contra lo que era de esperar después de esta
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declaración, Jung no vuelve a ocuparse grandemente de tal posibilidad, y pocas páginas después la excluye,
observando que de tal condición «surgirá quizá la psicología de un anacoreta ascético, pero no una demencia
precoz». La inconsistencia de este argumento queda demostrada con indicar que tal anacoreta, «empeñado en
extinguir toda huella de interés sexual» (pero «sexual» sólo en el sentido vulgar de la palabra), no tendría
por
qué presentar siquiera una localización anormal de la libido. Puede mantener totalmente apartado de los
humanos su interés sexual y haberlo sublimado, convirtiéndolo en un intenso interés hacia lo divino, lo
natural o lo animal, sin haber sucumbido a una introversión de la libido sobre sus fantasías o a una vuelta
de
la misma al propio yo. A nuestro juicio, Jung olvida por completo en esta comparación la posibilidad de
distinguir un interés emanado de fuentes eróticas y otro de distinta procedencia. Por último, habremos de
recordar que las investigaciones de la escuela Suiza, no obstante sus merecimientos, sólo han logrado arrojar
alguna luz sobre dos puntos del cuadro de la demencia precoz: sobre la existencia de los complejos comunes a
los hombres sanos y a los neuróticos y sobre la analogía de sus fantasías con los mitos de los pueblos, sin
que
hayan podido conseguir una explicación del mecanismo de la enfermedad. Así, pues, podremos rechazar la
afirmación de Jung de que la teoría de la libido ha fracasado en su tentativa de explicar la demencia precoz,
quedando, por tanto, excluida su aplicación a las neurosis.
II
El estudio directo del narcisismo tropieza aún con dificultades insuperables. El mejor acceso
indirecto continúa siendo el análisis de las parafrenias. Del mismo modo que las neurosis de transferencia nos
han facilitado la observación las tendencias instintivas libidinosas, la demencia precoz y la paranoia habrán
de
procurarnos una retrospección de la psicología del yo. Habremos, pues, de deducir nuevamente de las
deformaciones e intensificaciones de lo patológico lo normal, aparentemente simple. De todos modos, aún se
nos abren algunos otros caminos de aproximación al conocimiento del narcisismo. Tales caminos son la
observación de la enfermedad orgánica, de la hipocondría y de la vida erótica de los sexos.
Al dedicar mi atención a la influencia de la enfermedad orgánica sobre la distribución de la libido
sigo un estímulo de mi colega el doctor S. Ferenczi. Todos sabemos, y lo consideramos natural, que el
individuo aquejado de un dolor o un malestar orgánico cesa de interesarse por el mundo exterior, en cuanto no
tiene relación con su dolencia. Una observación más detenida nos muestra que también retira de sus objetos
eróticos el interés libidinoso, cesando así de amar mientras sufre. La vulgaridad de este hecho no debe
impedirnos darle una expresión en los términos de la teoría de la libido. Diremos, pues, que el enfermo retrae
a su yo sus cargas de libido para destacarlas de nuevo hacia la curación. `Concentrándose está su alma', dice
Wilhelm Busch del poeta con dolor de muelas, `en el estrecho hoyo de su molar'. La libido y el interés del yo
tienen aquí un destino común y vuelven a hacerse indiferenciables. Semejante conducta del enfermo nos
parece naturalísima, porque estamos seguros de que también ha de ser la nuestra en igual caso. Esta
desaparición de toda disposición amorosa, por intensa que sea, ante un dolor físico, y su repentina sustitución
por la más completa indiferencia, han sido también muy explotadas como fuentes de comicidad.
Análogamente a la enfermedad, el sueño significa también una retracción narcisista de las posiciones
de la libido a la propia persona o, más exactamente, sobre el deseo único y exclusivo de dormir. El egoísmo
de los sueños tiene quizá en esto su explicación. En ambos casos vemos ejemplos de modificaciones de la
distribución de la libido consecutivas a una modificación del yo.
La hipocondría se manifiesta, como la enfermedad orgánica, en sensaciones somáticas penosas o
dolorosas, y coincide también con ella en cuanto a la distribución de la libido. El hipocondriaco retrae su
interés y su libido con especial claridad esta última -de los objetos del mundo exterior y los concentra ambos
sobre el órgano que le preocupa. Entre la hipocondría y la enfermedad orgánica observamos, sin embargo, una
diferencia: en la enfermedad, las sensaciones dolorosas tienen su fundamento en alteraciones comprobables, y
en la hipocondría, no. Pero, de acuerdo con nuestra apreciación general de los procesos neuróticos, podemos
decidirnos a afirmar que tampoco en la hipocondría deben faltar tales alteraciones orgánicas. ¿En qué
consistirán, pues?
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Nos dejaremos orientar aquí por la experiencia de que tampoco en las demás neurosis faltan
sensaciones somáticas displacientes comparables a las hipocondriacas. Ya en otro lugar hube de manifestarme
inclinado a asignar a la hipocondría un tercer lugar entre las neurosis actuales. al lado de la neurastenia
y la
neurosis de angustia. No nos parecía exagerado afirmar que a todas las demás neurosis se mezcla también
algo de hipocondría. Donde mejor se ve esta inmixtión es en la neurosis de angustia con su superestructura de
histeria. Ahora bien: en el aparato genital externo en estado de excitación tenemos el prototipo de un órgano
que se manifiesta dolorosamente sensible y presenta cierta alteración, sin que se halle enfermo, en el sentido
corriente de la palabra. No está enfermo y, sin embargo, aparece hinchado, congestionado, húmedo, y
constituye la sede de múltiples sensaciones. Si ahora damos el nombre de «erogeneidad» a la facultad de una
parte del cuerpo de enviar a la vida anímica estímulos sexualmente excitantes, y recordamos que la teoría
sexual nos ha acostumbrado hace ya mucho tiempo a la idea de que ciertas otras partes del cuerpo -las zonas
erógenas- pueden representar a los genitales y comportarse como ellos, podremos ya aventurarnos a dar un
paso más y decidirnos a considerar la erogeneidad como una cualidad general de todos los órganos, pudiendo
hablar entonces de la intensificación o la disminución de la misma en una determinada parte del cuerpo.
Paralelamente a cada una de estas alteraciones de la erogeneidad en los órganos, podría tener efecto una
alteración de la carga de libido en el yo. Tales serían, pues, los factores básicos de la hipocondría, susceptibles
de ejercer sobre la distribución de la libido la misma influencia que la enfermedad material de los órganos.
Esta línea del pensamiento nos llevaría a adentrarnos en el problema general de las neurosis actuales,
la neurastenia y la neurosis de angustia, y no sólo en el de la hipocondría. Por tanto, haremos aquí alto, pues
una investigación puramente psicológica no debe adentrarse tanto en los dominios de la investigación
fisiológica. Nos limitaremos a hacer constar la sospecha de que la hipocondría se halla, con respecto a la
parafrenia, en la misma relación que las otras neurosis actuales con la histeria y la neurosis obsesiva,
dependiendo, por tanto, de la libido del yo, como las otras de la libido objetal. La angustia hipocondriaca
seria
la contrapartida, en la libido del yo, de la angustia neurótica. Además, una vez familiarizados con la idea
de
enlazar el mecanismo de la adquisición de la enfermedad y de la producción de síntomas en las neurosis de
transferencia -el paso de la introversión a la regresión-, a un estancamiento de la libido objetal, podemos
aproximarnos también a la de un estancamiento de la libido del yo y relacionarlo con los fenómenos de la
hipocondría y la parafrenia.
Naturalmente nuestro deseo de saber nos planteará la interrogación de por qué tal estancamiento de
la libido en el yo ha de ser sentido como displacentero. De momento quisiera limitarme a indicar que el
displacer es la expresión de un incremento de la tensión, siendo, por tanto, una cantidad del suceder material
la que aquí, como en otros lados, se transforma en la cualidad psíquica del displacer. El desarrollo de
displacer no dependerá, sin embargo, de la magnitud absoluta de aquel proceso material, sino más bien de
cierta función específica de esa magnitud absoluta. Desde este punto, podemos ya aproximarnos a la cuestión
de por qué la vida anímica se ve forzada a traspasar las fronteras del narcisismo e investir de libido objetos
exteriores. La respuesta deducida de la ruta mental que venimos siguiendo sería la de que dicha necesidad
surge cuando la carga libidinosa del yo sobrepasa cierta medida. Un intenso egoísmo protege contra la
enfermedad; pero, al fin y al cabo, hemos de comenzar a amar para no enfermar y enfermamos en cuanto una
frustración nos impide amar. Esto sigue en algo a los versos de Heine acerca una descripción que hace de la
psicogénesis de la Creación: (dice Dios) `La enfermedad fue sin lugar a dudas la causa final de toda la
urgencia por crear. Al crear yo me puedo mejorar, creando me pongo sano'.
A nuestro aparato psíquico lo hemos reconocido como una instancia a la que le está encomendado el
vencimiento de aquellas excitaciones que habrían de engendrar displacer o actuar de un modo patógeno. La
elaboración psíquica desarrolla extraordinarios rendimientos en cuanto a la derivación interna de excitaciones
no susceptibles de una inmediata descarga exterior o cuya descarga exterior inmediata no resulta deseable.
Mas para esta elaboración interna es indiferente, en un principio, actuar sobre objetos reales o imaginarios.
La
diferencia surge después, cuando la orientación de la libido hacia los objetos irreales (introversión) llega
a
provocar un estancamiento de la libido. La megalomanía permite en las parafrenias una análoga elaboración
interna de la libido retraída al yo, y quizá sólo cuando esta elaboración fracasa es cuando se hace patógeno
el
estancamiento de la libido en el yo y provoca el proceso de curación que se nos impone como enfermedad.
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Intentaré penetrar ahora algunos pasos en el mecanismo de la parafrenia, reuniendo aquellas
observaciones que me parecen alcanzar ya alguna importancia. La diferencia entre estas afecciones y las
neurosis de transferencia reside, para mí, en la circunstancia de que la libido, libertada por la frustración,
no
permanece ligada a objetos en la fantasía, sino que se retrae al yo. La megalomanía corresponde entonces al
dominio psíquico de esta libido aumentada y es la contraparte a la introversión sobre las fantasías en las
neurosis de transferencia. Correlativamente, al fracaso de esta función psíquica correspondería la hipocondría
te la parafrenia, homóloga a la angustia de las neurosis de transferencia. Sabemos ya que esta angustia puede
ser vencida por una prosecución de la elaboración psíquica, o sea: por conversión, por formaciones reactivas
o
por la constitución de un dispositivo protector (fobias). Esta es la posición que toma en las parafrenias la
tentativa de restitución, proceso al que debemos los fenómenos patológicos manifiestos. Como la parafrenia
trae consigo muchas veces -tal vez la mayoría- un desligamiento sólo parcial de la libido de sus objetos,
podrían distinguirse al -su cuadro tres grupos de fenómenos: 1º. Los que quedan en un estado de normalidad o
de neurosis (fenómenos residuales); 2º. Los del proceso patológico (el desligamiento de la libido de sus
objetos, la megalomanía, la perturbación afectiva, la hipocondría y todo tipo de regresión), y 3º. Los de la
restitución, que ligan nuevamente la libido a los objetos, bien a la manera de una histeria (demencia precoz
o
parafrenia propiamente dicha), bien a la de una neurosis obsesiva (paranoia). Esta nueva carga de libido
sucede desde un nivel diferente y bajo distintas condiciones que la primaria. La diferencia entre las neurosis
de transferencia en ella creadas y los productos correspondientes del yo normal habrían de facilitarnos una
profunda visión de la estructura de nuestro aparato anímico.
La vida erótica humana, con sus diversas variantes en el hombre y en la mujer, constituye el tercer
acceso al estudio del narcisismo. Del mismo modo que la libido del objeto encubrió al principio a nuestra
observación la libido del yo, tampoco hasta llegar a la elección del objeto del lactante (y del niño mayor),
hemos advertido que el mismo toma sus objetos sexuales de sus experiencias de satisfacción. Las primeras
satisfacciones sexuales autoeróticas son vividas en relación con funciones vitales destinadas a la
conservación. Los instintos sexuales se apoyan al principio en la satisfacción de los instintos del yo, y sólo
ulteriormente se hacen independientes de estos últimos. Pero esta relación se muestra también en el hecho de
que las personas a las que ha estado encomendada la alimentación, el cuidado y la protección del niño son sus
primeros objetos sexuales, o sea, en primer lugar, la madre o sus subrogados. Junto a este tipo de la elección
de objeto, al que podemos dar el nombre de tipo de apoyo (o anaclítico) (Anlehnungstypus), la investigación
psicoanalítica nos ha descubierto un segundo tipo que ni siquiera sospechábamos. Hemos comprobado que
muchas personas, y especialmente aquellas en las cuales el desarrollo de la libido ha sufrido alguna
perturbación (por ejemplo, los perversos y los homosexuales), no eligen su ulterior objeto erótico conforme
a
la imagen de la madre, sino conforme a la de su propia persona. Demuestran buscarse a sí mismos como
objeto erótico, realizando así su elección de objeto conforme a un tipo que podemos llamar `narcisista'. En
esta observación ha de verse el motivo principal que nos ha movido a adoptar la hipótesis del narcisismo.
Pero de este descubrimiento no hemos concluido que los hombres se dividan en dos grupos, según
realicen su elección de objeto conforme al tipo de apoyo o al tipo narcisista, sino que hemos preferido suponer
que el individuo encuentra abiertos ante sí dos caminos distintos para la elección de objeto, pudiendo preferir
uno de los dos. Decimos, por tanto, que el individuo tiene dos objetos sexuales primitivos: él mismo y la
mujer nutriz, y presuponemos así el narcisismo primario de todo ser humano, que eventualmente se
manifestará luego, de manera destacada en su elección de objeto.
El estudio de la elección de objeto en el hombre y en la mujer nos descubre diferencias
fundamentales, aunque, naturalmente, no regulares. El amor completo al objeto, conforme al tipo de apoyo, es
característico del hombre. Muestra aquella singular hiperestimación sexual, cuyo origen está, quizá, en el
narcisismo primitivo del niño, y que corresponde, por tanto, a una transferencia del mismo sobre el objeto
sexual. Esta hiperestimación sexual permite la génesis del estado de enamoramiento, tan peculiar y que tanto
recuerda la compulsión neurótica; estado que podremos referir, en consecuencia, a un empobrecimiento de la
libido del yo en favor del objeto. La evolución muestra muy distinto curso en el tipo de mujer más corriente
y
probablemente más puro y auténtico. En este tipo de mujer parece surgir, con la pubertad y por el desarrollo
de los órganos sexuales femeninos, latentes hasta entonces, una intensificación del narcisismo primitivo, que
resulta desfavorable a la estructuración de un amor objetal regular y acompañado de hiperestimación sexual.
Sobre todo en las mujeres bellas nace una complacencia de la sujeto por sí misma que la compensa de las
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restricciones impuestas por la sociedad a su elección de objeto. Tales mujeres sólo se aman, en realidad, a
sí
mismas y con la misma intensidad con que el hombre las ama. No necesitan amar, sino ser amadas, y aceptan
al hombre que llena esta condición. La importancia de este tipo de mujeres para la vida erótica de los hombres
es muy elevada, pues ejercen máximo atractivo sobre ellos, y no sólo por motivos estéticos, pues por lo
general son las más bellas, sino también a consecuencia de interesantísimas constelaciones psicológicas.
Resulta, en efecto, fácilmente visible que el narcisismo de una persona ejerce gran atractivo sobre aquellas
otras que han renunciado plenamente al suyo y se encuentran pretendiendo el amor del objeto. El atractivo de
los niños reposa en gran parte en su narcisismo, en su actitud de satisfacerse a sí mismos y de su
inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que parecen no ocuparse de nosotros en absoluto, por
ejemplo, los gatos y las grandes fieras. Análogamente, en la literatura, el tipo de criminal célebre y el del
humorista acaparan nuestro interés por la persistencia narcisista con la que saben mantener apartado de su yo
todo lo que pudiera empequeñecerlo. Es como si los envidiásemos por saber conservar un dichoso estado
psíquico, una inatacable posesión de la libido, a la cual hubiésemos tenido que renunciar por nuestra parte.
Pero el extraordinario atractivo de la mujer narcisista tiene también su reverso; gran parte de la insatisfacción
del hombre enamorado, sus dudas sobre el amor de la mujer y sus lamentaciones sobre los enigmas de su
carácter tienen sus raíces en esa incongruencia de los tipos de elección de objeto.
Quizá no sea inútil asegurar que esta descripción de la vida erótica femenina no implica tendencia
ninguna a disminuir a la mujer. Aparte de que acostumbro mantenerme rigurosamente alejado de toda opinión
tendenciosa, sé muy bien que estas variantes corresponden a la diferenciación de funciones en un todo
biológico extraordinariamente complicado. Pero, además, estoy dispuesto a reconocer que existen muchas
mujeres que aman conforme al tipo masculino y desarrollan también la hiperestimación sexual
correspondiente.
También para las mujeres narcisistas y que han permanecido frías para con el hombre existe un
camino que las lleva al amor objetal con toda su plenitud. En el hijo al que dan la vida se les presenta una
parte de su propio cuerpo como un objeto exterior, al que pueden consagrar un pleno amor objetal, sin
abandonar por ello su narcisismo. Por último, hay todavía otras mujeres que no necesitan esperar a tener un
hijo para pasar del narcisismo (secundario) al amor objetal. Se han sentido masculinas antes de la pubertad
y
han seguido, en su desarrollo, una parte de la trayectoria masculina, y cuando esta aspiración a la
masculinidad queda rota por la madurez femenina, conservan la facultad de aspirar a un ideal masculino, que
en realidad, no es más que la continuación de la criatura masculina que ellas mismas fueron.
Cerraremos estas observaciones con una breve revisión de los caminos de la elección de objeto. Se
ama:
1º. Conforme al tipo narcisista:
a) Lo que uno es (a sí mismo).
b) Lo que uno fue.
c) Lo que uno quisiera ser.
d) A la persona que fue una parte de uno mismo.
2º. Conforme al tipo de apoyo (o anaclítico):
a) A la mujer nutriz.
b) Al hombre protector.
Y a las personas sustitutivas que de cada una de estas dos parten en largas series. El caso c) del
primer tipo habrá de ser aún justificado con observaciones ulteriores.
En otro lugar y en una relación diferente habremos de estudiar también la significación de la elección
de objeto narcisista para la homosexualidad masculina.
El narcisismo primario del niño por nosotros supuesto, que contiene una de las premisas de nuestras
teorías de la libido, es más difícil de aprehender por medio de la observación directa que de comprobar por
deducción desde otros puntos. Considerando la actitud de los padres cariñosos con respecto a sus hijos, hemos
de ver en ella una reviviscencia y una reproducción del propio narcisismo, abandonado mucho tiempo ha. La
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hiperestimación, que ya hemos estudiado como estigma narcisista en la elección de objeto, domina, como es
sabido, esta relación afectiva. Se atribuyen al niño todas las perfecciones, cosa para la cual no hallaría quizá
motivo alguno una observación más serena, y se niegan o se olvidan todos sus defectos. (Incidentemente se
relaciona con esto la repulsa de la sexualidad infantil.) Pero existe también la tendencia a suspender para
el
niño todas las conquistas culturales, cuyo reconocimiento hemos tenido que imponer a nuestro narcisismo, y a
renovar para él privilegios renunciados hace mucho tiempo. La vida ha de ser más fácil para el niño que para
sus padres. No debe estar sujeto a las necesidades reconocidas por ellos como supremas de la vida.
La enfermedad, la muerte, la renuncia al placer y la limitación de la propia voluntad han de
desaparecer para él, y las leyes de la naturaleza, así como las de la sociedad, deberán detenerse ante su
persona. Habrá de ser de nuevo el centro y el nódulo de la creación: His Majesty the Baby, como un día lo
estimamos ser nosotros. Deberá realizar los deseos incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un grande
hombre o un héroe en lugar de su padre, o, si es hembra, a casarse con un príncipe, para tardía compensación
de su madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, la inmortalidad del yo, tan duramente negada por
la realidad conquista su afirmación refugiándose en el niño. El amor parental, tan conmovedor y tan infantil
en el fondo, no es más que una resurrección del narcisismo de los padres, que revela evidentemente su antigua
naturaleza en esta su transformación en amor objetal.
III
Las perturbaciones a las que está expuesto el narcisismo primitivo del niño, las reacciones con las
cuales se defiende de ellas el infantil sujeto y los caminos por los que de este modo es impulsado, constituyen
un tema importantísimo, aún no examinado, y que habremos de reservar para un estudio detenido y completo.
Por ahora podemos desglosar de este conjunto uno de sus elementos más importantes, el «complejo de la
castración» (miedo a la pérdida del pene en el niño y envidia del pene en la niña), y examinarlo en relación
con la temprana intimidación sexual. La investigación psicoanalítica que nos permite, en general, perseguir
los destinos de los instintos libidinosos cuando éstos, aislados de los instintos del yo, se encuentran en
oposición a ellos, nos facilita en este sector ciertas deducciones sobre una época y una situación psíquica
en
las cuales ambas clases de instintos actúan en un mismo sentido e inseparablemente mezclados como intereses
narcisistas. De esta totalidad ha extraído A. Adler su «protesta masculina», en la cual ve casi la única energía
impulsora de la génesis del carácter y de las neurosis, pero que no la funda en una tendencia narcisista, y,
por
tanto, aún libidinosa, sino en una valoración social.
La investigación psicoanalítica ha reconocido la existencia y la significación de la «protesta
masculina» desde un principio, pero sostiene, contra Adler, su naturaleza narcisista y su procedencia del
complejo de castración. Constituye uno de los factores de la génesis del carácter y es totalmente inadecuada
para la explicación de los problemas de las neurosis, en las cuales no quiere ver Adler más que la forma en
la
que sirven a los instintos del yo. Para mí resulta completamente imposible fundar la génesis de la neurosis
sobre la estrecha base del complejo de castración, por muy poderosamente que el mismo se manifieste
también en los hombres bajo la acción de las resistencias opuestas a la curación. Por último, conozco casos
de
neurosis en los cuales la «protesta masculina» o, en nuestro sentido el complejo de castración, no desempeña
papel patógeno alguno o no aparece en absoluto.
La observación del adulto normal nos muestra muy mitigada su antigua megalomanía y muy
desvanecidos los caracteres infantiles de los cuales dedujimos su narcisismo infantil. ¿Qué ha sido de la libido
del yo? ¿Habremos de suponer que todo su caudal se ha gastado en cargas de objeto? Esta posibilidad
contradice todas nuestras deducciones. La psicología de la represión nos indica una solución distinta.
Hemos descubierto que las tendencias instintivas libidinosas sucumben a una represión patógena
cuando entran en conflicto con las representaciones éticas y culturales del individuo. No queremos en ningún
caso significar que el sujeto tenga un mero conocimiento intelectual de la existencia de tales ideas sino que
reconoce en ellas una norma y se somete a sus exigencias. Hemos dicho que la represión parte del yo, pero
aún podemos precisar más diciendo que parte de la propia autoestimación del yo. Aquellos mismos impulsos,
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sucesos, deseos e impresiones que un individuo determinado tolera en sí o, por lo menos, elabora
conscientemente, son rechazados por otros con indignación o incluso ahogados antes que puedan llegar a la
consciencia. Pero la diferencia que contiene la condición de la expresión puede ser fácilmente expresada en
términos que faciliten su consideración desde el punto de vista de la teoría de la libido. Podemos decir que
uno de estos sujetos ha construido en sí un ideal, con el cual compara su yo actual, mientras que el otro carece
de semejante formación de ideal. La formación de un ideal sería, por parte del yo, la condición de la
represión.
A este yo ideal se consagra el amor de sí mismo de que en la niñez era objeto el yo real. El
narcisismo aparece desplazado sobre este nuevo yo ideal, adornado, como el infantil, con todas las
perfecciones. Como siempre en el terreno de la libido, el hombre se demuestra aquí, una vez más, incapaz de
renunciar a una satisfacción ya gozada alguna vez. No quiere renunciar a la perfección de su niñez, y ya que
no pudo mantenerla ante las enseñanzas recibidas durante su desarrollo y ante el despertar de su propio juicio,
intenta conquistarla de nuevo bajo la forma del ideal del yo. Aquello que proyecta ante sí como su ideal es
la
sustitución del perdido narcisismo de su niñez, en el cual era él mismo su propio ideal.
Examinemos ahora las relaciones de esta formación de un ideal con la sublimación. La sublimación
es un proceso que se relaciona con la libido objetal y consiste en que el instinto se orienta sobre un fin
diferente y muy alejado de la satisfacción sexual. Lo más importante de él es el apartamiento de lo sexual.
La
idealización es un proceso que tiene efecto en el objeto, engrandeciéndolo y elevándolo psíquicamente, sin
transformar su naturaleza. La idealización puede producirse tanto en el terreno de la libido del yo como en
el
de la libido objetal. Así, la hiperestimación sexual del objeto es una idealización del mismo. Por consiguiente,
en cuanto la sublimación describe algo que sucede con el instinto y la idealización algo que sucede con el
objeto, se trata entonces de dos conceptos totalmente diferentes.
La formación de un ideal del yo es confundida erróneamente, a veces, con la sublimación de los
instintos. El que un individuo haya trocado su narcisismo por la veneración de un ideal del yo, no implica que
haya conseguido la sublimación de sus instintos libidinosos. El ideal del yo exige por cierto esta sublimación,
pero no puede imponerla. La sublimación continúa siendo un proceso distinto, cuyo estímulo puede partir del
ideal, pero cuya ejecución permanece totalmente independiente de tal estímulo. Precisamente en los
neuróticos hallamos máximas diferencias de potencial entre el desarrollo del ideal del yo y el grado de
sublimación de sus primitivos instintos libidinosos, y, en general, resulta más difícil convencer a un idealista
de la inadecuada localización de su libido que a un hombre sencillo y mesurado en sus aspiraciones. La
relación de la formación de ideal y la sublimación respecto a la causación de la neurosis es también muy
distinta. La producción de un ideal eleva, como ya hemos dicho, las exigencias del yo y favorece más que
nada la represión. En cambio, la sublimación representa un medio de cumplir tales exigencias sin recurrir a
la
represión.
No sería de extrañar que encontrásemos una instancia psíquica especial encargada de velar por la
satisfacción narcisista procedente del ideal del yo y que, en cumplimiento de su función, vigile de continuo
el
yo actual y lo compare con el ideal. Si tal instancia existe, no nos sorprenderá nada descubrirla, pues
reconoceremos en el acto en ella aquello a lo que damos el nombre de conciencia. El reconocimiento de esta
instancia nos facilita la comprensión del llamado delirio de autorreferencia o, mas exactamente, de ser
observado, tan manifiesto en la sintomatología de las enfermedades paranoicas y que quizá puede presentarse
también como perturbación aislada o incluida en una neurosis de transferencia. Los enfermos se lamentan
entonces de que todos sus pensamientos son descubiertos por los demás y observados y espiados sus actos
todos. De la actuación de esta instancia les informan voces misteriosas, que les hablan característicament en
tercera persona. («Ahora vuelve él a pensar en ello; ahora se va.») Esta queja de los enfermos está
perfectamente justificada y corresponde a la verdad. En todos nosotros, y dentro de la vida normal, existe
realmente tal poder, que observa, advierte y critica todas nuestras intenciones. El delirio de ser observado
representa a este poder en forma regresiva, descubriendo con ello su génesis y el motivo por el que el enfermo
se rebela contra él.
El estímulo para la formación del ideal del yo, cuya vigilancia está encomendada a la conciencia,
tuvo su punto de partida en la influencia crítica ejercida, de viva voz, por los padres, a los cuales se agrega
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luego los educadores, los profesores y, por último, toda la multitud innumerable de las personas del medio
social correspondiente (los compañeros, la opinión pública).
De este modo son atraídas a la formación del ideal narcisista del yo grandes magnitudes de libido
esencialmente homosexual y encuentran en la conservación del mismo una derivación y una satisfacción. La
institución de la conciencia fue primero una encarnación de la crítica parental y luego de la crítica de la
sociedad, un proceso como el que se repite en la génesis de una tendencia a la represión, provocada por una
prohibición o un obstáculo exterior. Las voces, así como la multitud indeterminada, reaparecen luego en la
enfermedad, y con ello, la historia evolutiva de la conciencia regresivamente reproducida. La rebeldía contra
esta instancia censora proviene de que el sujeto (correlativamente al carácter fundamental de la enfermedad)
quiere desligarse de todas estas influencias, comenzando por la parental, y retira de ellas la libido
homosexual. Su conciencia se le opone entonces en una manera regresiva, como una acción hostil orientada
hacia él desde el exterior.
Las lamentaciones de los paranoicos demuestran también que la autocrítica de la conciencia
coincide, en último término, con la autoobservación en la cual se basa. La misma actividad psíquica que ha
tomado a su cargo la función de la conciencia se ha puesto también, por tanto, al servicio de la introspección,
que suministra a la filosofía material para sus operaciones mentales. Esta circunstancia no es quizá indiferente
en cuanto a la determinación del estímulo de la formación de sistemas especulativos que caracteriza a la
paranoia.
Será muy importante hallar también en otros sectores indicios de la actividad de esta instancia crítica
observadora, elevada a la categoría de conciencia y de introspección filosófica. Recordaré, pues, aquello que
H. Silberer ha descrito con el nombre de «fenómeno funcional» y que constituye uno de los escasos
complementos de valor indiscutible aportados hasta hoy a nuestra teoría de los sueños. Silberer ha mostrado
que, en estados intermedios entre la vigilia y el sueño, podemos observar directamente la transformación de
ideas en imágenes visuales; pero que, en tales circunstancias, lo que surge ante nosotros no es, muchas veces,
un contenido del pensamiento, sino del estado en el que se encuentra la persona que lucha con el sueño.
Asimismo ha demostrado que algunas conclusiones de los sueños y ciertos detalles de los mismos
corresponden exclusivamente a la autopercepción del estado de reposo o del despertar. Ha descubierto, pues,
la participación de la autopercepción -en el sentido del delirio de observación paranoica- en la producción
onírica. Esta participación es muy inconstante. Para mí hubo de pasar inadvertida, porque no desempeña papel
alguno reconocido en mis sueños. En cambio, en personas de dotes filosóficas y habituadas a la introspección,
se hace quizá muy perceptible.
Recordaremos haber hallado que la producción onírica nace bajo el dominio de una censura que
impone a las ideas latentes del sueño una deformación. Pero no hubimos de representarnos esta censura como
un poder especial, sino que denominamos así aquella parte de las tendencias represoras dominantes en el yo
que aparecía orientada hacia las ideas del sueño. Penetrando más en la estructura del yo, podemos reconocer
también en el ideal del yo y en las manifestaciones dinámicas de la conciencia este censor del sueño. Si
suponemos que durante el reposo mantiene aún alguna atención, comprenderemos que la premisa de su
actividad, la autoobservación y la autocrítica, puedan suministrar una aportación al contenido del sueño, con
advertencias tales como «ahora tiene demasiado sueño para pensar» o «ahora despierta» [*].
Partiendo de aquí podemos intentar un estudio de la autoestimación en el individuo normal y en el
neurótico.
En primer lugar, la autoestimación nos parece ser una expresión de la magnitud del yo, no siendo el
caso conocer cuáles son los diversos elementos que van a determinar dicha magnitud. Todo lo que una
persona posee o logra, cada residuo del sentimiento de la primitiva omnipotencia confirmado por su
experiencia, ayuda a incrementar su autoestimación.
Al introducir nuestra diferenciación de instintos sexuales e instintos del yo, tenemos que reconocer
en la autoestimación una íntima relación con la libido narcisista. Nos apoyamos para ello en dos hechos
fundamentales: el de que la autoestimación aparece intensificada en las parafrenias y debilitada en las
neurosis de transferencia, y el de que en la vida erótica el no ser amado disminuye la autoestimación, y el
serlo, la incrementa. Ya hemos indicado que el ser amado constituye el fin y la satisfacción en la elección
narcisista de objeto.
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No es difícil, además, observar que la carga de libido de los objetos no intensifica la autoestimación.
La dependencia al objeto amado es causa de disminución de este sentimiento: el enamorado es humilde. El
que ama pierde, por decirlo así, una parte de su narcisismo, y sólo puede compensarla siendo amado. En todas
estas relaciones parece permanecer enlazada la autoestimación con la participación narcisista en el amor.
La percepción de la impotencia, de la imposibilidad de amar, a causa de perturbaciones físicas o
anímicas, disminuye extraordinariamente la autoestimación. A mi juicio, es ésta una de las causas del
sentimiento de inferioridad del sujeto en las neurosis de transferencia. Pero la fuente principal de este
sentimiento es el empobrecimiento del yo, resultante de las grandes cargas de libido que le son sustraídas,
o
sea el daño del yo por las tendencias sexuales no sometidas ya a control ninguno.
A. Adler ha indicado acertadamente que la percepción por un sujeto de vida psíquica activa de
algunos defectos orgánicos, actúa como un estímulo capaz de rendimientos, y provoca, por el camino de la
hipercompensación, un rendimiento más intenso. Pero sería muy exagerado querer referir todo buen
rendimiento a esta condición de una inferioridad orgánica primitiva. No todos los pintores padecen algún
defecto de la visión, ni todos los buenos oradores han comenzado por ser tartamudos. Existen también
muchos rendimientos extraordinarios basados en dotes orgánicas excelentes. En la etiología de las neurosis,
la
inferioridad orgánica y un desarrollo imperfecto desempeña un papel insignificante, el mismo que el material
de la percepción corriente actual en cuanto a la producción onírica. La neurosis se sirve de ella como de un
pretexto, lo mismo que de todos los demás factores que pueden servirle para ello. Si una paciente nos hace
creer que ha tenido que enfermar de neurosis porque es fea, contrahecha y sin ningún atractivo, siendo así
imposible que nadie la ame, no tardará otra en hacernos cambiar de opinión mostrándonos que permanece
tenazmente refugiada en su neurosis y en su repulsa sexual, no obstante ser extraordinariamente deseable y
deseada. Las mujeres histéricas suelen ser, en su mayoría, muy atractivas o incluso bellas, y, por otro lado,
la
acumulación de fealdad y defectos orgánicos en las clases inferiores de nuestra sociedad no contribuye
perceptiblemente a aumentar la incidencia de las enfermedades neuróticas en este medio.
Las relaciones de la autoestimación con el erotismo (con las cargas libidinosas de objeto) pueden
encerrarse en las siguientes fórmulas. Deben distinguirse dos casos, según que las cargas de libido sean egosintónicas
o hayan sufrido, por lo contrario, una represión. En el primer caso (dado un empleo de la libido
aceptado por el yo), el amor es estimado como otra cualquier actividad del yo. El amor en sí, como anhelo y
como privación, disminuye la autoestimación, mientras que ser amado o correspondido, habiendo vuelto el
amor a sí mismo, la posesión del objeto amado, la intensifica de nuevo. Dada una represión de la libido, la
carga libidinosa es sentida como un grave vaciamiento del yo, la satisfacción del amor se hace imposible, y
el
nuevo enriquecimiento del yo sólo puede tener efecto retrayendo de los objetos la libido que los investía.
La vuelta de la libido objetal al yo y su transformación en narcisismo representa como si fuera de
nuevo un amor dichoso, y por otro lado, es también efectivo que un amor dichoso real corresponde a la
condición primaria donde la libido objetal y la libido del yo no pueden diferenciarse.
La importancia del tema y la imposibilidad de lograr de él una visión de conjunto justificarán la
agregación de algunas otras observaciones, sin orden determinado.
La evolución del yo consiste en un alejamiento del narcisismo primario y crea una intensa tendencia
a conquistarlo de nuevo. Este alejamiento sucede por medio del desplazamiento de la libido sobre un ideal del
yo impuesto desde el exterior, y la satisfacción es proporcionada por el cumplimiento de este ideal.
Simultáneamente ha destacado el yo las cargas libidinosas de objeto. Se ha empobrecido en favor de
estas cargas, así como del ideal del yo, y se enriquece de nuevo por las satisfacciones logradas en los objetos
y por el cumplimiento del ideal.
Una parte de la autoestima es primaria: el residuo del narcisismo infantil; otra procede de la
omnipotencia confirmada por la experiencia (del cumplimiento del ideal); y una tercera, de la satisfacción de
la libido objetal.
El ideal del yo ha conseguido la satisfacción de la libido en los objetos bajo condiciones muy
difíciles, renunciando a una parte de la misma, considerada rechazable por su censor. En aquellos casos en los
que no ha llegado a desarrollarse tal ideal, la tendencia sexual de que se trate entra a formar parte de la
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personalidad del sujeto en forma de perversión. El ser humano cifra su felicidad en volver a ser su propio
ideal una vez más como lo era en su infancia, tanto con respecto a sus tendencias sexuales como a otras
tendencias.
El enamoramiento consiste en una afluencia de la libido del yo al objeto. Tiene el poder de levantar
represiones y volver a instituir perversiones. Exalta el objeto sexual a la categoría de ideal sexual. Dado
que
tiene afecto, según el tipo de elección de objeto por apoyo, y sobre la base de la realización de condiciones
eróticas infantiles, podemos decir todo lo que cumple estas condiciones eróticas es idealizado.
El ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar con el ideal del yo.Cuando la
satisfacción narcisista tropieza con obstáculos reales, puede ser utilizado el ideal sexual como satisfacción
sustitutiva. Se ama entonces, conforme al tipo de la elección de objeto narcisista. Se ama a aquello que hemos
sido y hemos dejado de ser o aquello que posee perfecciones de que carecemos. La fórmula correspondiente
sería: es amado aquello que posee la perfección que le falta al yo para llegar al ideal. Este caso
complementario entraña una importancia especial para el neurótico, en el cual ha quedado empobrecido el yo
por las excesivas cargas de objeto e incapacitado para alcanzar su ideal. El sujeto intentará entonces retornar
al narcisismo, eligiendo, conforme al tipo narcisista, un ideal sexual que posea las perfecciones que él no
puede alcanzar. Esta sería la curación por el amor, que el sujeto prefiere, en general, a la analítica. Llegara
incluso a no creer en la posibilidad de otro medio de curación e iniciará el tratamiento con la esperanza de
lograrlo en ella, orientando tal esperanza sobre la persona del médico. Pero a este plan curativo se opone,
naturalmente, la incapacidad de amar del enfermo, provocada por sus extensas represiones. Cuando el
tratamiento llega a desvanecer un tanto esta incapacidad surge a veces un desenlace indeseable; el enfermo se
sustrae a la continuación del análisis para realizar una elección amorosa y encomendar y confiar a la vida en
común con la persona amada el resto de la curación. Este desenlace podría parecernos satisfactorio si no
trajese consigo, para el sujeto, una invalidante dependencia de la persona que le ha prestado su amoroso
auxilio.
Del ideal del yo parte un importante cambio para la comprensión de la psicología colectiva. Este
ideal tiene, además de su parte individual, su parte social: es también el ideal común de una familia, de una
clase o de una nación. Además de la libido narcisista, atrae a sí gran magnitud de la libido homosexual, que
ha
retornado al yo. La insatisfacción provocada por el incumplimiento de este ideal deja eventualmente en
libertad un acopio de la libido homosexual, que se convierte en consciencia de culpa (angustia social). La
consciencia de culpa fue, originariamente, miedo al castigo de los padres o, más exactamente, a perder el
amor de los mismos. Más tarde, los padres quedan sustituidos por un indefinido número de compañeros. La
frecuente causación de la paranoia por una mortificación del yo; esto es, por la frustración de satisfacción
en
el campo del ideal de yo, se nos hace así comprensible, e igualmente la coincidencia de la idealización y la
sublimación en el ideal del yo como la involución de las sublimaciones y la eventual transformación de los
ideales en trastornos parafrénicos.
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